sábado, 16 de junio de 2012

PROTECCIÓN DEL CINE NACIONAL

PROTECCIÓN DEL CINE NACIONAL: POLÍTICA INDISPENSABLE PARA LA CONSTRUCCIÓN DE LAS IDENTIDADES Y LOS IMAGINARIOS SOCIOCULTURALES ARGENTINOS


Octavio Getino

Publicado en el Boletín de DIRECTORES ARGENTINOS CINEMATOGRAFICOS (DAC) Junio 2012
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El tema del proteccionismo de nuestra cinematografía –así como el del audiovisual nacional- ha sido tratado casi desde los mismos orígenes de esta industria cultural. Cuando el pionero Federico Valle sostenía, en 1928, "hasta ahora no hemos contado los productores nacionales con la ayuda de los poderes públicos", poco antes de que el “Negro” Ferreyra destacara en 1932 que “lo que necesitamos es un poco de cariño, de celo y menos olvido o desprecios por todo lo nuestro”, ambos adelantaban una lúcida y apasionada visión sobre la importancia estratégica de esta industria, asumida como la principal forma de comunicación de la sociedad argentina para expresar sus imaginarios y legitimar interna e internacionalmente todo aquello que hace a la construcción de su identidad.



Fue solamente tras la crisis de los grandes proyectos industriales que emergieron en nuestro cine en los años 30 y 40 –acentuada por el proteccionismo que EE.UU. brindó durante la II Guerra a la industria mexicana al derivar a ese país en su carácter de “aliado”, la mayor parte del insumo “celuloide” del cual dependían nuestros productores y directores-autores- que comenzó a ser indispensable la existencia de políticas proteccionistas sobre la producción local, prácticamente congelada tras el derrocamiento del gobierno de Perón. Y fue durante el gobierno de Arturo Frondizi, a finales de los años 50, con la creación del Instituto Nacional de Cinematografía y del fomento estatal a la actividad productiva, que las imágenes argentinas tuvieron la posibilidad de seguirse proyectando tanto a escala local –como excelente recurso para la integración nacional- y a nivel internacional, particularmente en diversos países hispanohablantes.
Desde ese entonces y hasta nuestros días, la existencia de políticas estatales de fomento a la producción y a la difusión de nuestras imágenes ha sido y sigue siendo el factor fundamental -con sus crecientes interrelaciones en el amplio espacio de las nuevas tecnologías audiovisuales- para que pueda seguir existiendo y abriendo nuevos rumbos a la libre expresión de autores, creadores y productores.

Estas referencias al cine nacional no son de ningún modo acotadas a la experiencia de nuestro país. La historia del cine a escala mundial es muy clara en recordar que allí donde no existe un impulso de parte del Estado –directo o indirecto- a sus actividades productivas, cualquier país vería resentida o cercenada su posibilidad de expresarse con imágenes propias, es decir, con aquello que puede legitimarlo identitariamente. Esto es muy claro en América Latina, como lo es también en Europa, Asia y África. Donde no existen políticas, instituciones y legislaciones destinadas específicamente a proteger o fomentar la producción de imágenes, no hay tampoco registro de los imaginarios, la cultura o los procesos sociales e históricos que son propios de cada comunidad. O cuando tales registros aparecen, ellos dependen de la asistencia externa, vía coproducciones o acuerdos binacionales o multinacionales, que permiten la producción episódica de alguna película, pero no así la construcción de una actividad local sostenible en materia productiva.

Incluso en los Estados Unidos, cuya industria domina entre el 70%  y el 80% de los mercados del mundo –y más del 95% de su mercado interno- el proteccionismo estatal es tanto o más fuerte que en cualquier otro lugar del planeta. No es necesaria allí la existencia de un organismo dedicado a fijar subsidios o ayudas en términos explícitos: basta la concurrencia de Wall Street, el Departamento de Estado y Hollywood –y a menudo también el Pentágono- para que dicha nación haya convertido a su industria audiovisual no sólo en una herramienta determinante para la construcción de los valores ideológico-políticos y los imaginarios internos de su sociedad, sino también –y en esto radicó históricamente su mayor importancia- para expandir sus imágenes, contenidos, valores e intereses sobre el resto del mundo. Difícilmente, por ejemplo, la economía estadounidense hubiera ocupado cuotas de poder decisivas en los mercados internacionales, sino hubiera contado con una industria audiovisual en la que además de ofertar sus ideas y valores, promovía implícitamente –por las características que son propias del lenguaje audiovisual- la oferta de todo tipo de productos y artículos orientados a mundializar su consumo  (modas, automóviles, alimentos, cigarrillos, drogas, armas de distinto tipo, etc.). Sin hablar ya de lo que el cine contribuyó a las políticas expansivas y el accionar bélico del gobierno norteamericano según fueran las circunstancias y las necesidades del establishment de ese país (política de aliados durante la II Guerra, política de guerra fría después de la II Guerra, guerra de Corea y luego de Vietnam, política de agresión a numerosos pueblos de distintos continentes, incluidos muchos de América Latina, para concluir en nuestro tiempo en sus políticas contra el llamado “terrorismo”, a través de todos los medios audiovisuales, que sólo confirman la perpetua vocación imperial de la nación del norte.

Las imágenes de Estados Unidos son tan abundantes en la aldea global –señalaba tiempo atrás Kim Campbell, quien fuera Primer ministro de Canadá- que es como si, en vez de emigrar la gente a Norteamérica, ésta hubiese emigrado al mundo, permitiendo que la gente aspire a ser estadounidense incluso en los países más remotos”.

Quienes han estado al tanto de las acciones desarrolladas por las majors del cine y el audiovisual norteamericano, cuyo máximo exponente fue para nosotros Jack Valenti como exponente de aquellos intereses, respaldadas explícita y enérgicamente por el Departamento de Estado de ese país, conocen bien su accionar constante –recordemos los casos de Venezuela durante el gobierno de Andrés Pérez, o el de México más recientemente- para intentar bloquear cualquier tentativa de dichos países de proteger a sus industrias o proyectos industriales y productivos locales. No necesitan incluso de la existencia de un ministerio o secretaría de cultura, bastando la convergencia de intereses entre el sector privado, el político y el militar. Y es que para las majors y la política norteamericana, el cine ni siquiera formaría parte de la “industria cultural” sino, apenas, de las actividades de “entretenimiento”. Un tema que está presente en todas las reuniones de la Organización Mundial de Comercio y en instituciones internacionales o locales parecidas y que ha llevado más de una vez a serias confrontaciones entre la intencionalidad norteamericana de ampliar aun más su poder sobre las pantallas grandes y chicas de todo el planeta y la de las políticas nacionales y proteccionistas de los países de otras regiones en Europa, Medio Oriente, Asia y América Latina.

Como se dijo en un principio, un país como un individuo, pueden tener imágenes propias en las que legitiman su identidad o pueden prescindir de ellas si aceptan consciente o inconscientemente disolverse en la identidad de otros. La cuestión, entonces se resume en una interrogante: ¿Queremos tener imágenes que sean propias y que nos expresen y representen o renunciamos a ellas haciendo lo propio con la legitimación de nuestra identidad? De la respuesta que tengamos dependerá el futuro de nuestra actividad productiva y creativa en el cine y en el audiovisual y, además, buena parte de nuestras posibilidades de desarrollo nacional. Mantener, fortalecer y actualizar las políticas de protección en esta industria cultural resulta hoy más indispensable que nunca si es que se aspira a la existencia de imágenes que nos expresen y nos permitan comunicarnos interna e internacionalmente para contribuir a la integración nacional y regional y también al desarrollo sociocultural y económico.

En este sentido la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual se incorpora a la historia de nuestro cine y de la cultura audiovisual y abre una nueva posibilidad para las actividades creativas y productivas de autores-directores, técnicos y empresarios intentando satisfacer aquellas demandas que ya estaban presentes en Valle, Ferreyra y tantos otros grandes referentes del cine nacional. Como decía Mario Soffici, allá a finales de los años 30, “hace falta que el cine se renueve de adentro hacia fuera; estamos equivocados si dejamos advenir de afuera hacia nosotros modalidades, formas o estilos que puedan pasar por nuestros”. Y esto implica fortalecer hoy más que nunca las pantallas argentinas con imágenes y contenidos que expresen, según la libre visión de sus autores, la realidad compleja de nuestra sociedad y también los sueños que nos animan. Lo cual exige de políticas y acciones que nos permitan competir, cada vez más exitosamente, con quienes se han erigido en dueños de la mayor parte de los productos audiovisuales que invaden las pantallas grandes, chicas y “mini-chicas” de todo el país.

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