sábado, 3 de julio de 2010

EL CAPITAL DE LA CULTURA. CAPÍTULO 2.

2. SOBRE EL CONCEPTO DE “INDUSTRIAS CULTURALES”
Evolución de los enfoques teóricos y académicos.

Los alemanes Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, fueron los primeros en instalar en su libro clásico, Dialéctica del iluminismo, el término “industria cultural” para denunciar la estandarización de los contenidos simbólicos derivada de las técnicas reproductivas aplicadas a la creación cultural.  Al mismo tiempo, preocupados por cuanto las técnicas industriales y la reproducción mecánica para el consumo de masas afectaba peligrosamente el “aura” y el valor principal de cualquier obra de arte, colocaron en primer término la oposición entre “cultura culta” y “cultura vulgarizada”, o lo que es igual, actualizaron la vieja dicotomía de “alta” y “baja cultura”.  
El concepto esbozado en 1947 por Adorno y Horkheimer –aunque evocado inicialmente, en 1935, por Walter Benjamín en su estudio La obra de arte en la era de la reproducción mecánica- había nacido en la resistencia intelectual a la manipulación política y cultural de los medios en la Alemania hitleriana, y se complementó años después en el interior de la propia sociedad norteamericana, al vivir la dura experiencia de toparse con un estado de “barbarie” en la manipulación mediática de las IC, que poco tenía que envidiar a la que habían dejado atrás.
Al proponer el término “industria cultural”, Adorno indicaba que los productos originados en la misma no sólo serían adaptados para el consumo de masas, sino que también determinarían el propio consumo. Esta nueva industria sería así expresión y cómplice de la sociedad capitalista ejerciendo el papel específico de portadora de la ideología dominante legitimando y dando sentido al conjunto del sistema.
Adorno e Horkheimer se posicionaron críticamente en relación a la cultura de su tiempo –particularmente a los grandes medios como el cine y la radio- que confería a todo un aura de semejanza, estandarizando no solo las obras arquitectónicas, o los modelos de los vehículos –independientemente de sus marcas- sino también las prácticas, las costumbres, las expresiones artísticas y culturales. A través de esa concepción, estos autores referían la influencia de las prácticas fordistas diseñada para una economía de escala, con modelos casi idénticos concebidos no solo para la materialidad de los productos industrializados sino también para su implementación en lo intangible de las conciencias.
Además, según estos autores, la industria del entretenimiento –base principal de la industria cultural- termina planeando el tiempo de ocio colectivo.  Ella se transforma en continuidad de la vida, derrumbando las fronteras entre realidad, ilusión y ficción. En cuanto nueva producción cultural esta industria aparece con el objetivo específico de ocupar o fagocitar el llamado tiempo libre de los trabajadores asalariados, para que ellos recompongan energías antes del nuevo día de trabajo, sin permitir que piensen sobre la realidad en la que viven. De esta forma, la cultura, que debería ser un factor de diversidad y diferenciación, se convierten en el capitalismo en un mecanismo de reproducción de dicho sistema.
“Lo que nos habíamos propuesto –señalaba Horkheimer en un prólogo a una edición de Dialéctica del Iluminismo- era nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, desembocó en un nuevo género de barbarie”. Con lo cual estaba aludiendo críticamente a una filosofía caracterizada por imponer la lógica del número y de la uniformidad para crear con fines ideológicos una cultura masificada.
“Esta perspectiva teórica –agrega Horkheimer-  no le reconoce a la cultura masiva, resultante de este sistema, una apertura democratizadora, sino la capacidad de producir la masificación de la cultura a través de la manipulación y la suspensión de la reflexión crítica. La cultura de masas es dotada, entonces, de múltiples estrategias de poder como la de reproducir y estandarizar una versión de la realidad; reproducción en serie de condiciones de posibilidades del sistema capitalista en el terreno de lo simbólico y en el espacio del ocio y del esparcimiento. Denominar industria cultural a la cultura de masas acentúa justamente esa interpretación”.
Algunas figuras que habían participado inicialmente de las tesis criticistas de Frankurt, introdujeron, con anterioridad a la Segunda Guerra, las primeras revisiones sobre el tema. Para Walter Benjamin, por ejemplo, la idea central con relación al mismo, era de que los cambios técnicos producen una modificación tanto en la percepción como en los sistemas de recepción, de igual modo que pudo haberlo hecho el texto escrito que criticaba el referido texto de Platón, o la utilización de la imprenta, al multiplicar con creces el número de lectores.
Benjamin elaboró una teoría estético-política con la cual pretendía amalgamar los contenidos de los bienes culturales contemporáneos –industrializados o no- con la supuesta potencialidad de los mismos en la politización de las clases trabajadores. Proyectó así una visión más positiva de la cultura de masas en el sentido de que ésta podría ser una fuente de emancipación, liberando al hombre moderno de la opresión tradicional del capital. La industrialización y el arte que se fundamentaba en la reproducción y utilización de medios técnicos o mecánicos, producirían nuevos modos de percepción y reencaminarían al individuo moderno a su encuentro con mundo social y la desmitificación de la modernidad. De ese modo, el pensador alemán consideraba no solamente que la reproducción técnica niega el aura artística de las obras, sino que, al mismo tiempo, el propio estatus del arte se modifica con dicha reproducción. Su función deja de ser ritualista y pasa a tener un carácter político, o potencialmente político, porque permitiría a un conjunto mayor de individuos acceder a los bienes culturales, posibilitando la democratización de la información. 
La visión frankfurtiana tuvo notable incidencia en los ámbitos teóricos y académicos de los países centrales, tanto en Europa como en los EE.UU. Herbert Marcuse, uno de los filósofos más reconocidos en los años ´60, sostenía entonces: “Si las comunicaciones de masas reúnen armoniosamente y a menudo inadvertidamente el arte, la política, la religión y la filosofía con los anuncios comerciales, al hacerlo conducen estos aspectos de la cultura a su común denominador: la forma de mercancía. La música del espíritu es también la música del vendedor. Cuenta el valor de cambio, no el valor de verdad. En él se centra la racionalidad del statu quo y toda racionalidad ajena se inclina ante él”.
Marcuse reconoce ciertos avances en cuanto a la socialización del conocimiento de las artes y la cultura: “La sociedad está eliminando las prerrogativas y los privilegios de la cultura feudal aristocrática junto con su contenido. El hecho de que las verdades trascendentes de las bellas artes, la estética de la vida y el pensamiento fueran accesibles sólo a unos cuantos ricos y educados era la culpa de una sociedad represiva”. Pero, seguidamente, afirma: “Esta culpa no se corrige mediante libros de bolsillo, educación general, discos de larga duración y la abolición de la etiqueta en el teatro y la sala de conciertos (…) En esta difusión, las bellas artes se convierten en engranajes de una máquina cultural que reforma su contenido”.
Otro heredero de la escuela de Frankfurt, Jürgen Habermas, construye a su vez la teoría del “espacio público”, en el que se tejen los lazos sociales y se elaboran las relaciones políticas. En esta idea muestra como todas las instancias de la vida pública elaboradas a partir del siglo XVIII han sido transformadas por los medios en el sentido de la “fabricación de la opinión y de la refeudalización de la sociedad”.
Desde los años ´60, el concepto inicial de “industria cultural”, asociado, entre otros, al de “cultura de masas”, fue incorporando nuevas nociones, de acuerdo a los diversos enfoques en boga. Así, por ejemplo, Machlup, economista norteamericano, introdujo en 1966 el término de “industria del conocimiento” -en el que incluía los medios, la publicidad, la educación y las relaciones públicas- para estudiar su incidencia económica en el PIB de su país.
En ese entonces, Hans Magnus Enzensberger, esgrimiría en Europa un nuevo término, el de “industria de la conciencia”, para abordar críticamente el pensamiento izquierdista, tildándolo de seguir atado a la "galaxia de Gutenberg" -así bautizada por McLuhan- del medio escrito, omitiendo la importancia de las nuevas tecnologías electrónicas. Años después, en 1974, estudiosos de la Universidad de Stanford, retomaron los conceptos de economistas como Machlup, sosteniendo que la “industria de la información” representaba en la era del capitalismo avanzado o post-industrialista, la fuente principal en cuanto a empleo y presencia en el PIB nacional. La información se convertía así en un capital estratégico y hacía que la nueva división del planeta entre naciones ricas y naciones pobres estaba determinada por el poder que las mismas tuvieran sobre dicho recurso.
Más recientemente otras muchas definiciones se instalaron en el tratamiento teórico, académico y político de las industrias culturales –“industrias del copyright”,” industrias creativas”, industrias de base cultural, “industrias culturales y de la comunicación”, “industrias de contenidos”,  “industrias protegidas por los derechos de autor”, “industrias de copyright”, “industrias del entretenimiento”, etcétera.- instalando así nuevos enfoques que exceden el espacio teórico o académico y que responden a diversos criterios en los que está claramente instalado el interés económico sectorial y las políticas propias de cada país o región.

Las políticas públicas internacionales en el tratamiento de las IC
Recién en los años ´70, los gobiernos representados en las Naciones Unidas impulsaron los primeros estudios sobre las IC, de tal modo que la UNESCO aprobó en París, en octubre de 1978, durante la Vigésima Sesión de la Conferencia General, la creación del Programa de Investigaciones Comparadas sobre Industrias Culturales, reconfirmado luego en 1980, en Belgrado, y en la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales (MONDIACULT), efectuada en México en julio de 1982.
Pero el concepto de IC admite una amplia gama de definiciones que por lo general responden a las diversas maneras de enfocar las relaciones de la cultura con el desarrollo o de caracterizar las artes, los medios y la cultura en general. Es por ello que un enfoque meramente economicista reducirá su campo a un determinado sector o complejo industrial, aquel que reditúe mayor rentabilidad y legitime el sentido sectorial que se les imprime. Otro, de carácter más abarcativo y de tipo social, ampliará los campos y el sentido de las mismas. Sin embargo, resulta cada vez más necesario acordar algún tipo de definición que pueda permitirnos referirnos a este sector, para saber “de qué hablamos cuando hablamos de industrias culturales”, sin lo cual resultará difícil instalar políticas para su tratamiento, tanto a escala nacional como internacional.
Cada definición condiciona la gama de industrias o servicios que forma parte de la misma y, en consecuencia, fija parámetros para establecer la dimensión de sus distintos componentes (económicos, sociales, culturales, políticos, etc.) o para definir el sentido que se otorga a los mismos. Así, por ejemplo, para algunos sistemas de medición y las políticas de los que forman parte, el término “industrias culturales” se refiere a aquellas que combinan la creación, la producción y la comercialización de contenidos simbólicos y creativos intangibles, que están normalmente protegidos por derechos de autor y que pueden adoptar la forma de un bien o un servicio cultural. En cambio, el término “industrias creativas”, divulgado principalmente en diversos países a través de la labor de algunos teóricos y académicos ingleses, así como del British Council, supondría un conjunto más amplio de actividades, dentro del cual se incluyen las industrias culturales tradicionales más toda la producción artística o cultural en la que los bienes y los servicios contienen algún elemento artístico o creativo sustancial. En esa definición, ciertas clasificaciones incluyen rubros de muy diverso carácter, como la arquitectura, el diseño de modas, el software de entretenimiento y los servicios de computación, las artes escénicas, el arte y el mercado de antigüedades, etcétera.  En este punto, el concepto de “industrias creativas” se corresponde con otro más abarcador como es el de las “economías creativas”, donde se incluirían nuevos y numerosos rubros.
A su vez, bajo el concepto de “industrias protegidas por los derechos de autor” (IPDA) se llevaron a cabo distintos estudios auspiciados por la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), donde se incluyen además de algunas industrias culturales clásicas (libro, radio, televisión, disco, etcétera) rubros tales como artes aplicadas, planos arquitectónicos, fotografías, historietas y caricaturas, enciclopedias, artes escultóricas, etcétera, alguno de los cuales podría formar parte de alguna IC y otros no.
Por su parte, el empleo del término “industrias del entretenimiento” privilegiado por los norteamericanos, no está referido precisamente a un patrimonio o a una producción del espíritu estimable por su carácter creador, sino que se refiere a distracción, diversión y uso del llamado “tiempo libre” o “tiempo de ocio”. En él se incluyen, diversiones en vivo, parques temáticos, casinos y juegos de azar, eventos deportivos, turismo, fonogramas, radio y actividades escénicas, etcétera, aunque no así, por ejemplo, telecomunicaciones, programas de software, publicaciones periódicas y otros rubros de la comunicación y la cultura que son incluidos en las denominadas “industrias de la información”.  De esa manera, cuando los empresarios o los funcionarios estadounidenses invocan el “entretenimiento” en lugar de la “cultura” –o incluyen el cine dentro de la “industria de servicios”- describen un sistema dirigido a un objetivo comercial que desea el esparcimiento y lo diferencian del que ha sido común en la historia de otros paradigmas culturales. Así, por ejemplo, el experto Paul Tolila, observa las diferencias existentes entre la concepción norteamericana del “entretenimiento” y la de la “cultura” en países europeos, cuando afirma que “el logro de este objetivo (el del “entretenimiento”) está muy seriamente industrializado en los servicios y en los bienes, desde el turismo masivo hasta los productos culturales. (En cambio) no es “natural” en el paradigma europeo vivir la cultura como una “materia prima” susceptible de transformaciones reguladas y de fabricantes en serie”. 
La inexistencia de una definición institucional en los países del MERCOSUR y en el interior de quienes lo conforman sobre qué son las IC, qué industrias o servicios las integran y cuál es su importancia en el desarrollo nacional y social, constriñe el concepto a una definición como la siguiente: “Más allá de las distintas definiciones que han propuesto los expertos en administración y gestión cultural, podríamos caracterizar como Industrias Culturales a aquellas que a partir de una creación individual o colectiva, sin una significación inmediatamente utilitaria, obtienen productos culturales a través de procesos de producción de la gran industria”. 
En esta caracterización, acordada durante la Tercera Reunión de la Comisión Técnica de Industrias Culturales, las IC están paradójicamente desprovistas de significación “utilitaria”, con lo cual –y no por razones meramente conceptuales sino, principalmente, de intereses en juego- se excluye al sector de la información y la comunicación (publicaciones periódicas, radio, televisión, etc.), pese a la importancia que el mismo tiene para la producción y divulgación cultural a escala de masas. Dentro del concepto sólo se ubicarían, por lo tanto, las industrias del libro, de la música grabada y del cine. A las cuales se incorporarían, como ha sucedido en diversos acuerdos mercosureños relacionados con el tema, a sectores tales como las artesanías, las artes plásticas y escénicas y los espectáculos.
Por ello, aparece la necesidad de acordar, aunque sólo sea en términos de aproximación inicial, una definición de lo que entendemos por IC –campos abarcativos y características básicas de las mismas- sin cuyo tratamiento resultará muy difícil poder elaborar indicadores de medición y menos aún acuerdos medianamente serios para la definición de políticas de desarrollo.
UNESCO publicó en 1982, un trabajo en el que procedió a definir a las industrias culturales como aquellas en que “los bienes y servicios culturales se producen, reproducen, conservan y difunden, según criterios industriales y comerciales, es decir, en serie y aplicando una estrategia de tipo económico, en vez de perseguir una finalidad de tipo cultural".
Fue una de las primeras definiciones efectuadas por dicho organismo para tratar la situación del sector, aunque ella resultara de alguna manera insuficiente o insatisfactoria en la medida que omitía la posibilidad de políticas públicas para las cuales las consideraciones económicas pudieran tener una importancia menor que otras de carácter cultural, social, político o religioso. Sin embargo, ella constituyó un avance con relación a la orfandad existente hasta ese momento con relación al tema.
El Informe MacBride propiciado por la UNESCO, había señalado con alguna anterioridad, en 1980, que la industria cultural forma también parte de la industria de la comunicación, en tanto ésta “reproduce o transmite productos culturales y obras culturales y artísticas mediante técnicas industriales”. A su vez, agregaba que “el volumen de los productos combinados de todos los medios de comunicación (edición, radio, discos, televisión, cine) indica que la función de la comunicación en el esparcimiento y en las actividades recreativas –aun estando a menudo ligada a una o varias de las demás funciones de comunicación- requiere una atención especial, debido a su influencia cultural esencial y a sus enormes ramificaciones económicas. A este respecto, procede destacar tres tendencias principales: a) el inmenso aumento de los materiales recreativos en todo el mundo y la participación frecuente de todos los medios de comunicación en actividades de este tipo; b) las posibilidades que ofrecen las innovaciones tecnológicas, que permiten un fuerte aumento de las comunicaciones ´a la medida´ y la participación de un gran número de espectadores como actores, y no solamente como espectadores, en las actividades recreativas; y c) la aparición de una vasta industria que difunde ampliamente las realizaciones artísticas y culturales, al mismo tiempo que fabrica medios de esparcimiento y productos culturales industrializados”.
La Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales que tuvo lugar en México, en 1982, sostuvo en su Declaración Final: “Los avances tecnológicos de los últimos años han dado lugar a la expansión de las industrias culturales. Tales industrias, cualquiera que sea su organización, juegan un papel importante en la difusión de bienes culturales (…) Los medios modernos de comunicación tienen una importancia fundamental en la educación y en la difusión de la cultura”.
Pocos años después, en 1994, también la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) difundió un documento en el que los expertos de la División de Desarrollo social de dicho organismo, indicaron que toda reflexión en torno al futuro latinoamericano y caribeño debía considerar el papel fundamental que las IC tienen en el mejoramiento de la competitividad, el empleo y la democratización de los intercambios culturales.
A partir de estas y otras apreciaciones sobre la importancia de las IC, algunas instituciones y estudiosos establecieron también las propias, abarcaran ellas desde el ámbito más amplio de las artes y la cultura tradicional junto con el de la producción y reproducción serializada de bienes culturales, o bien restringieran su encuadre a las dedicadas, por una parte, a productos culturales (obras literarias, musicales, cinematográficas, etc.), o, por otra, a medios de información y comunicación (prensa, radio, televisión, etc.). En este caso, las diferencias radicaban sobre los sectores productivos que la industria cultural podía representar.
No faltan, sin embargo, investigadores y teóricos para los cuales todas las industrias son culturales, es decir socio-simbólicamente significativas. Con lo cual retomaríamos en este sector el mismo carácter holístico al que nos referíamos cuando nos aproximamos a una conceptualización del término “cultura”. Para el investigador Daniel Mato, por ejemplo, “habría que aceptar, como mínimo, que las industrias de la alimentación, del vestido, del maquillaje y del juguete, también son ´culturales´, o al menos lo son tanto como las del cine y la televisión, la música, la editorial y las gráficas. Digo esto porque la importancia de unas y otras en tanto productoras de sentido, de simbolizaciones sociales, de representaciones, es comparable (…) Por eso el uso del término ´industrias culturales´ me resulta problemático, y me parecer que al fin y al cabo, podría aplicarse a todas las industrias, con lo cual la adjetivación carecería de sentido”.
Otro experto en este tema, como lo es Agustín Girard, sostiene también que “las industrias culturales no deben analizarse en su conjunto, sino que es preciso fragmentar su campo. Y esta fragmentación debe ser doble: por una parte es necesario distinguir las diferentes fases del proceso de producción/comercialización, por otra, debido a que estas diferentes fases no se presentan de la misma manera respecto a cada medio, es necesario distinguir los diversos medios, cada uno de los cuales tiene su lógica específica de producción/comercialización”.
¿Pero pueden diferenciarse las industrias de cualquier rama atendiendo solamente a su lógica productiva-comercial? O por lo menos ¿tal diferenciación es válida en el caso de industrias cuya especificidad es producir valores simbólicos, presentes, a la vez y de manera simultánea, en otras industrias que se rigen por lógicas productivas o comerciales diferentes?
Obviamente, toda actividad humana, incluida la de carácter industrial, tiene implícitamente una dimensión cultural, la que en determinados casos puede resultar más ostensible que en otros. Se asiste, en este sentido, a un proceso de simbolización creciente del conjunto de los bienes y servicios de consumo. Las industrias de la alimentación y del vestido, por ejemplo, explicitan en nuestro tiempo, marketing publicitario mediante, una poderosa carga de valores simbólicos, a través de los cuales el consumidor opta por una determinada bebida o elemento de vestuario, según el tipo de simbolización o de representación que quiera asumir en el juego de sus relaciones sociales. Pero lo cierto, es que cuando hace uso de esos elementos, no busca satisfacer primeramente una demanda cultural, sino que pretende, antes que nada, calmar la sed, alimentarse o vestirse. El valor simbólico de lo consumido, aparece pues como añadidura, aunque por momentos parezca confundirse con la finalidad principal del consumo.
La diferencia entre los productos originados en las diversas industrias y los que se originan en el sector de las IC –al igual que en cualquier otro agente productor de bienes y servicios culturales- radica en que en estos últimos subordinan los valores de uso y de cambio a los de carácter simbólico, en tanto estos constituyen el basamento particular y específico de cualquier actividad, servicio e industria en el campo cultural.
En este punto, también juegan un papel muy importante el sector de la industria y los servicios publicitarios. Estos se ocupan de que los símbolos sean adheridos cada vez más a las mercancías “porque el diseño que contienen y la imagen que se les connota puede ser el incentivo principal para su compra. A la satisfacción de una necesidad objetiva se le superpone una dimensión subjetiva, simbólica. De esa forma, el conjunto de la producción dirigida al consumo se ideologiza, se significa (estatus, identidad, buen gusto, etc.). Es un costo suplementario obligado en el ámbito de la competencia comercial y que alimenta a las industrias culturales que insertan publicidad. Esa incorporación de costos se incorpora al precio de los productos y termina pagándola el consumidor. La industria publicitaria es una industria cultural y productiva, en la medida que realiza productos culturales o contribuye al diseño, en sentido estricto, de un producto, y no es una actividad productiva, sino un servicio que se intercambia por una renta”.
Correspondería agregar también, en el amplio campo de las IC, algunas ramas industriales dedicadas principalmente a la producción de máquinas, objetos o recursos –mercancías, en suma- utilizadas por el consumidor para ocupar su tiempo libre o de ocio. Prácticas personales de juegos, entretenimiento o turismo, por ejemplo. Incluso, las prácticas deportivas, debido a los elementos producidos industrialmente y que el individuo utiliza como soportes materiales para expresarse en términos simbólico-sociales.
Además, algunos de los productos de las industrias del entretenimiento –como los conocidos videojuegos u otros originados en la informática y en las telecomunicaciones- aparecen como manifestaciones directas de poderosas industrias culturales, en las que se cruzan la digitalización informática, la telefonía móvil y los contenidos audiovisuales. Pero el estudio de un campo cualquiera de la cultura obliga a priorizar y delimitar aquellos conjuntos de actividades que presenten rasgos identitarios más o menos comunes y que se inscriban en un mismo sentido de utilización socio-cultural. En este aspecto, las IC ofrecen diversos elementos compartidos e interactuantes –sistemas retroalimentarios de significaciones afines- así como permiten distinguir estos de los que son propios de otras industrias, actividades o servicios.
En el concepto de IC se incluyen, sin embargo, no sólo las relacionadas con la cultura y las artes en general (libros, fonogramas, películas, etc.) sino, también las correspondientes a los medios de comunicación (radio, televisión, prensa, etc.), convergentes con aquellas en la formación de los imaginarios colectivos, a la vez que fuertemente interactivos en materia de contenidos, tecnología, producción, comercialización y consumo.  Coincidiendo con este criterio, el Ministerio de Cultura de España considera que “las industrias culturales incluyen a las de la comunicación. Pero no así a todas las pertenecientes al campo del ocio porque no existen nexos suficientes entre este tipo de industrias (turismo, videojuegos, deportes, etc.) y las culturales. También se excluyen a las actividades artesanales”.
Quedan fuera de esta definición, aunque no de los análisis desde la economía política de la cultura y la comunicación, los servicios culturales  y las actividades culturales, “No sólo están situados en distintos planos  (producción y consumo cultural en un caso, uso del tiempo libre en el otro) sino que hay múltiples actividades de ocio no vinculadas con las industrias culturales, desde el bricolaje al turismo no cultural, pasando por las relaciones interpersonales, el deporte o el paseo que, obviamente, forman parte en un sentido laxo, de la cultura y el estilo de vida”. 
El investigador español Ramón Zallo, uno de los pioneros en el estudio de las relaciones de la cultura con la economía en el espacio iberoamericano, describe a estas industrias como “un conjunto de ramas, segmentos y actividades auxiliares, industriales, productoras y distribuidoras de mercancías con contenidos simbólicos, concebidos por un trabajo creativo, organizadas por un capital que se valoriza y destinadas finalmente a los mercados de consumo, con una función de reproducción ideológica y social”. 
En tren de precisar una definición más o menos consensuada sobre el tema, la UNESCO eliminó a finales de los 90 la diferenciación entre cultura de masas y cultura de elite –heredada de Adorno- y asoció las IC al concepto de creación en una perspectiva más amplia, incorporando el reconocimiento de los “derechos de autor”, sobre la producción de contenidos. A su vez distinguió por primera vez el sector de los “bienes culturales” del correspondiente a los “servicios culturales” y señaló la existencia de un tercer sector, el de las “industrias conexas”, dentro del cual se ubicarían las dedicadas a producir equipos e insumos para la producción y reproducción de bienes culturales (aparatos de TV y radio, reproductores de sonido e imagen, computadoras, etc.)
Para el caso de las industrias dedicadas a la producción de bienes culturales, la UNESCO describe así sus rasgos más distintivos:
    . Su materia prima es una creación protegida por derechos de autor y fijada sobre un soporte tangible o electrónico.
    . En ellas se incluyen los bienes y servicios culturales fijados sobre soportes tangibles o electrónicos y producidos, conservados y difundidos en serie, con circulación generalmente masiva.
    . Poseen procesos de producción, circulación y apropiación social.
. Están articulados a las lógicas del mercado y a la comercialización o tienen el potencial para entrar en ellas.
    . Son lugares de integración y producción de imaginarios sociales, conformación de identidades y promoción de ciudadanía.
Cabe observar que, en esta descripción se entiende como “bienes culturales” aquellos que transmiten ideas, valores simbólicos y modos de vida, e informan o entretienen, contribuyendo a forjar y a difundir la identidad colectiva, así como a influir en las prácticas culturales. Protegidos por el derecho de autor, estos bienes están basados en la creatividad, sea esta individual o colectiva. Su singularidad consiste en que se transmiten sobre soportes capaces de ser reproducidos industrialmente y multiplicados para su circulación masiva.
Asimismo, los “servicios culturales” están representados por las actividades que, sin asumir la forma de un bien material  adquirible por el consumidor, atienden a un deseo, interés o necesidad de cultura y se traducen en aquellas infraestructuras y medidas de apoyo a las prácticas culturales que los gobiernos, las instituciones y empresas privadas o de derecho semipúblico, las fundaciones o las organizaciones sociales, ponen a disposición de la comunidad para la apreciación de los bienes ofertados.

Relaciones sinérgicas entre las industrias, los medios y las artes
La delimitación de campos no implica de ninguna manera omitir las sólidas interrelaciones que existen entre las industrias y los servicios y actividades culturales. Unas y otras se complementan en el universo amplio de la cultura, aunque posean características particulares y diferenciadas. Así, las IC alimentan y retroalimentan a los servicios y las actividades culturales y artísticas, sin las cuales no podrían existir, por lo menos, en los niveles que hoy conocemos. Diversos campos de las artes, la cultura y los medios de comunicación, se vinculan cada vez más reduciendo o haciendo desaparecer los límites que antes podían distinguirlos entre sí.
El investigador Martín Hopenhayn observa al respecto: “Así como se difuminan las fronteras entre la producción y la creación, también se difuminan los límites entre alta y baja cultura, entre los medios audiovisuales convencionales y los nuevos medios interactivos, entre la creación literaria y su traducción a imágenes, entre la difusión de las artes y el consumo televisivo. Las artes tienden a potenciarse en una lógica de producción que apunta, simultáneamente, a segmentar y a integrar relatos, medios electrónicos y formas estéticas. Otro tanto ocurre también con otras dimensiones de la creatividad como la producción de artesanías, el diseño de productos para mercados segmentados, la industria publicitaria, la creación de softwares y la innovación en procesos de producción: todos ellos parecen influidos por las industrias culturales, por los nuevos lenguajes que circulan en los medios de comunicación y en la navegación informática, y por la propia creación artística que enriquece dichos canales”.
Interactividad y sinergias ocupan de este modo una dimensión cada vez mayor en las relaciones de las IC con los medios y las artes en general. La música creada es un importante insumo para la danza, el teatro y los espectáculos, pero sirve de claro soporte en la televisión, el cine y el audiovisual en general. La TV se sirve del teatro y de los conciertos, y puede a su vez potenciarlos por medio de sus transmisiones, como lo hace también a veces en la promoción del libro. Una novela puede convertirse en la base de una obra televisiva o de una película. La promoción de la literatura se realiza en video y en televisión. Las artes plásticas necesitan y utilizan las artes gráficas para su difusión y comercialización, al igual que la música grabada precisa del diseño gráfico para su presentación en el mercado. Las obras de las artes visuales se conocen menos que los catálogos impresos de las exposiciones. Los carteles publicitarios se convierten en cuadros coleccionables. Las películas cinematográficas acompañan al espectador en su hogar. Comienzan a difundirse diarios electrónicos a través de Internet y de las pantallas de las computadoras y así, de manera casi infinita... Los ejemplos son innumerables y tienden a multiplicarse permanentemente. “El resultado es la existencia de productos híbridos de difícil clasificación y la consolidación de un sector cultural que trasciende su tradicional compartimentación sectorial”.
Podríamos agregar, inclusive, que el portante material de los contenidos simbólicos de algún bien cultural, tiene, a menudo, una significación igual o mayor que los contenidos mismos. Basta observar en la mesa de cualquier librería la existencia de “libros objetos” –concebidos para regalos o para adornar algunas bibliotecas- en los que el diseño, la encuadernación, el tipo de papel y la impresión gráfica relegan a un papel secundario la obra literaria que contienen. Otro tanto sucede a veces con productos de distinto tipo, en los cuales el diseño, la imagen y las particularidades especiales del soporte, atienden demandas socio-culturales en igual o mayor medida que los propios contenidos. En estos casos, el medio tangible se convierte también en transmisor de una intangibilidad que le es inherente, capaz de superar en cuanto a impacto cultural a la del mensaje transmitido.
Por otra parte, todas las IC dependen para su supervivencia de la existencia y promoción de otras industrias no abocadas necesariamente a una función específica en el campo de la cultura. Así, por ejemplo, la producción discográfica requiere de la química y la electrónica (junto con servicios de diseño gráfico, medios impresos, revistas especializadas, etc.); la audiovisual, de la electrónica, electromecánica, química, óptica, luminotécnica, etc., para la producción y postproducción de películas o programas y de la electrónica de consumo hogareño para el consumo de los mismos (además de servicios de escenografía, vestuarios, transportes, hotelería, capacitación profesional, etc.); la del libro, de las industrias de la celulosa y el papel, junto con la electrónica, la química, la electromecánica, etc. (además de los servicios de diseño gráfico, marketing, suplementos literarios, crítica, etc.). Sin hablar ya de las relaciones de las IC con la arquitectura, la ingeniería, las ciencias sociales, la formación artística y técnica, etc. que complementan la labor de las IC (construcción de instalaciones, desarrollo de sistemas comunicacionales, investigaciones y estudios de mercado, asesoramiento empresarial, capacitación de artistas y profesionales, etc.).
A este campo de relaciones entre algunas industrias de lo tangible y las de lo intangible se ha ido incorporando en los últimos años algunas industrias parcialmente relacionadas o conexas, dentro de las cuales incluimos la informática e Internet, las telecomunicaciones, cuya presencia en el campo de la cultura incide fuertemente en la producción y utilización de nuevos bienes y servicios.
Un ejemplo paradigmático de estas interrelaciones entre industrias de contenidos, de soporte e insumos y conexas, es el de la fusión realizada en el año 2000 entre el proveedor de accesos a Internet, American On Line (AOL) y la corporación de medios y entretenimientos Time Warner por un monto estimado en unos 180 mil millones de dólares (según valor de mercado), cifra que traduce una de las operaciones económicas más importantes de la historia, con su impacto indudable en la economía, la producción y los mercados de numerosos países.
Servicios telefónicos, informáticos y audiovisuales tienden a integrarse cada vez más, como lo prueba la significativa presencia en Estados Unidos y Europa –y de manera creciente en América Latina, de empresas de telecomunicaciones (ITT, AT&T, MCI, Southwestern Bell, France Telecom, Telefónica Española, etc.), con el sector audiovisual, particularmente de TV de pago y, en menor medida, el cine, utilizando tecnologías procedentes del sector informático (Microsoft, IBM, Hewlett Packard, etc.), todos ellos interesados en participar empresarialmente de la producción y distribución de contenidos simbólicos para la llamada “industria del entretenimiento”. Tampoco son ajenos a esa preocupación poderosos conglomerados que proceden de otras industrias, como la editorial o la del libro, uno de los cuales, el alemán Bertelsman, ha penetrado también en los mercados iberoamericanos.
Ramón Zallo sintetiza así algunas de las relaciones sinérgicas que aparecen habitualmente en el campo de las IC, cada una de las cuales tiene características específicas, las que, por otra parte, no han merecido hasta ahora estudios significativos en nuestros países:
.  Técnico-productivas (prensa en telemática, bases de datos a partir de fondos informativos, salto de una empresa de radio a una de TV, de un medio a otro);
.  Comercial y publicitario (redes de distribución audiovisual para cine, video y televisión; experiencia de la prensa en gestión publicitaria reutilizable en la TV privada);
.  Financiero (casi todos los grandes grupos tienen una estrategia global y no sectorizada);
.  Organizacional (empresas de telecomunicaciones y de informática en la implementación y gestión de redes de TV cable);
. Simbólico (un mismo producto convertido en multiproducto desplegado en términos multimediáticos con un máximo aprovechamiento de sinergias comerciales: el personaje de una historieta se edita en una revista o en un libro, se registra en un filme o en una serie televisiva, se lanza en un disco, se escucha en radio, se imprime en camisetas, merchandising o se convierte en souvenir, etc.).
Los cambios operados en los últimos tiempos en las interrelaciones de las IC, como de la cultura en general y la economía, son claramente reseñados en un reciente documento del MINEDUC de Chile: “La dimensión económica dice relación con un complejo proceso que involucra empresarios, capital, recursos humanos y recursos tecnológicos industriales; y procesos de promoción, exhibición, distribución y venta que implica estrategias de público y mercado... La dimensión cultural de la industria dice relación tanto con la existencia de una fase de creación artística en la producción, como por la especificidad de los bienes y servicios producidos por este sector industrial. Las obras producidas son creaciones simbólicas y culturales... Su carácter concreto, dinámico, emocional, asociativo, sintético, holístico, afecta más a la fantasía y a la afectividad que a la racionalidad humana y está alterando –a escala mundial- las pautas culturales de la sociedad globalizada, constituyéndose en la base de las nuevas identidades sociales, políticas y culturales del siglo XXI.” 

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