sábado, 3 de julio de 2010

EL CINE DE LAS HISTORIAS DE LA REVOLUCIÓN

Autores: Susana Velleggia y Octavio Getino.

(Fragmento)

INTRODUCCIÓN

“Las alternativas actuales no podrán ser ajenas a las de los sesenta.
Estas también buscaban un consenso. Solo que un consenso
 donde la unidad del espectador lejos de borrar su individualidad, la enriquecía.
Hay que recoger de aquellos años, que marcaron el punto de giro más alto
 en el desarrollo del lenguaje cinematográfico,
el rechazo a toda relación mercenaria con el cine,
la superación de todos sus mecanismos autoritarios,
el camino hacia un pensamiento adulto”.

Julio García Espinosa


Historias de la Revolución  fue el primer largometraje argumental que se realizó en Cuba, después del triunfo revolucionario en 1959. Dirigido por Tomás Gutiérrez Alea (“Titón”), una de las figuras más representativas del cine latinoamericano, el film marcaría el inicio de la producción de un cine de intervención política y cultural comprometido con el cambio. Las películas posteriores, de ficción o documentales, de corto, medio y largometraje, comenzarían a difundirse en diversos encuentros y festivales internacionales, siendo así conocidas por las jóvenes generaciones de cineastas latinoamericanos y ejerciendo sobre ellos una significativa influencia. Esta primera  producción se enriquece, en este período, con otra de corte político menos explícito, pero con una poderosa carga cultural, como las propuestas fílmicas y teóricas del Cinema Novo brasileño.
Sin embargo, de nada hubiera servido el cine por sí mismo para transformar la conciencia y las prácticas de muchos jóvenes realizadores de esos años. De no mediar también la existencia de condiciones políticas, sociales y culturales  que, en cada país, alentasen la producción de un cine congruente con aquellas propuestas, ellas podrían haber sido casos aislados o excepcionales, sin mayores repercusiones, como siempre los hubo en la historia del cine. Las “novedades” que entonces irrumpían en las pantallas de la región pudieron transformarse en verdadera innovación porque ellas se articularon en un movimiento práctico-teórico que creció con la fuerza irresistible que le confería el contexto histórico. Este fue el de los años 60, atravesado, de un confin a otro de la tierra,  por aires de movilización social y de transformación cultural y política. Como había sabido hacerlo otras veces, el cine, no solo daba cuenta de la historia sino que se proponía actuar como fermento de ella. 
En Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Perú, Panamá y otros países, aquellas condiciones extra-cinematográficas habían aparecido algunos años atrás o estaban en rápida gestación, con figuras políticas de amplia convocatoria popular, como Perón, Allende, Seregni, Torrijos, Torres, Velasco Alvarado. Cine y sociedad, comenzaron a conjugarse en las primeras producciones que tuvieron lugar en los años 60, acompañando proyectos nacionales y populares de cambio.
El encuentro inaugural de este nuevo cine tuvo lugar en Viña del Mar, en 1967, y fue sucedido al año siguiente en Mérida, Venezuela, para volver al reencuentro en Viña en 1969. A partir de los debates que tienen lugar en estos encuentros y de la práctica de los cineastas comprometidos con el cambio, comienza a consolidarse una corriente de pensamiento y de acción, con un sentido latinoamericano, antes que estrechamente local o banalmente “universal”. De esta corriente se nutrirían las pantallas abiertas, así como las clandestinas, de muchos países de la región y el mundo.
La evolución de dicho proyecto -inédito en la historia de la cultura y del cine de América latina- experimentará los cambios que habrían de darse en las circunstancias históricas de cada país, de la región y del mundo.
Hacia 1977, algunos de los grandes sueños políticos nacionales habían sido derrotados por los regímenes militares dictatoriales, que accedieron al poder  mediante golpes de Estado asesorados y alentados desde la revolución conservadora que se gestaba en los Estados Unidos, preocupado, desde sus fracasos en Vietnam y Cuba, por poner orden en su “patio trasero”. Doctrina de la seguridad nacional en el plano político y recetas económicas neoliberales marcharán entonces de la mano, logrando soterrar los conflictos mediante el genocidio planificado de las dictaduras y la avalancha globalizadora de las finanzas y las comunicaciones.       
En el período 1967-1977, establecido un tanto convencionalmente, se desarrollaron en nuestro cine experiencias cuya memoria hace a la historia del cine latinoamericano y mundial en general.
Aquél proceso ratifica que la historia del cine no comienza en el cine mismo, sino en la vida de los pueblos. La observación parece más cierta aún cuando se la remite a esa franja de la producción cinematográfica mundial que durante el siglo XX se inscribió dentro del llamado “cine político”. Éste devino, en la mayor parte de los casos, del encuentro entre la aspiración de muchos cineastas por  poner el cine al servicio de los cambios históricos con la de aquellos otros que se proponían profundizar o radicalizar el llamado “cine independiente” o “nuevo cine”. Términos algo ambiguos que aluden, de manera particular, a la cinematografía de autores caracterizados por una visión crítica y cuestionadora, tanto de las estructuras y valores imperantes en las sociedades de su tiempo, como de los que predominaban en el propio campo cinematográfico.
En ese sentido la eclosión de un cine de intervención política en los años 60 y 70 -tanto en América latina como en otras partes del mundo- debe ser entendida en el contexto histórico y social del período, pero también en relación con algunas experiencias cinematográficas mundiales, como los movimientos del documentalismo inglés, el expresionismo alemán, el cine soviético del período clásico, el cine de autor francés, algunas obras de los grandes realizadores del  cine japonés, el neorrealismo italiano, el realismo crítico de cierto cine norteamericano y latinoamericano y, más adelante,  de la emergencia del llamado “cine independiente” y los “nuevos cines” en diversos países, con sus múltiples expresiones; “free cinema”, “nouvelle vague”, entre otras.
Como rasgo distintivo de las experiencias del cine político del período abordado, el cineasta cubano Julio García Espinosa, señalará la existencia de una sistematización de cuestionamientos o rechazos. Por ejemplo, los referidos a la dramaturgia tradicional, heredada de la novela del siglo XIX; al cine industrial, que impide al cineasta erigirse como el autor integral de cada obra; al cine-espectáculo de alto costo y narcotizante; a los encuadres cerrados como instrumentos de manipulación del espectador; la incapacidad de conciliar espectáculo con realidad; la cámara oculta, en favor de la cámara explícita; los actores-personajes, en favor de los actores-actores y el rechazo del cine que fingía ser la realidad y del espectador que fingía creerlo.
“El cine de los 60 –agrega García Espinosa- se empeñaba en lo que la literatura, el teatro y la pintura venían haciendo desde hacía ya bastantes años. Entre otras cosas, sumir que la vida no era unidimensional y rechazar la Historia como resultado de una concepción lineal”.
Renovando la temática para abordar los problemas sociales o culturales más importantes de su tiempo, o bien intentando trastocar la dramaturgia y la estética cinematográficas predominantes, cineastas formados en la herencia del cine industrial e independiente abordaron, en términos nuevos, una producción que instalaba la propuesta de  “intervención” política del medio cinematográfico en la realidad histórica.
¿Pero de qué hablamos cuando hablamos de “cine político?
Si admitimos que, con relación a lo social, existen numerosas concepciones ideológicas y políticas, a veces coincidentes pero más a menudo confrontadas, ellas están presentes de una u otra manera, cuando un autor, una industria o un organismo público, exponen su particular mirada sobre una realidad determinada en procura de lograr ciertos propósitos en la sociedad.
Desde una visión general podemos convenir, entonces, que toda obra cinematográfica es “política”. Para confirmarlo basta un análisis científico del discurso sobre el mundo que un film porta,  tanto de lo que dice como de aquello que omite, la forma en que lo dice, en qué momento lo hace,  a quién se dirige y qué objetivos procura alcanzar. Se trate de un documental o de una obra de ficción, de una comedia musical o de un ensayo histórico, sea destinado a públicos masivos o a públicos selectivos, con fines comerciales o con fines declaradamente sociales o políticos, todo discurso fílmico es portador de una concepción del mundo que aporta a la construcción de sentidos sobre la realidad.  
Es sabido que para promover y propagandizar sus ideas, el nazismo recurría a la ficción y al documental, al largometraje de entretenimiento y a los noticiarios semanales, valiéndose de la protección política y económica del Ministerio de Propaganda y de la UFA, epicentro de la industria cinematográfica alemana por  entonces. Ya antes de su llegada al poder, el Nacional-socialismo alemán contaba con Crepúsculo rojo (Gustav Ucicky, 1933), considerado como “el primer filme del Partido”, proceso que luego continuaría con el entretenimiento ficcional, El judío Süs (Veit Jarlan, 1940), claro ejemplo de cine antisemita. Olimpiada (Leni Riefenstahl, 1936), destinado a documentar los IX Juegos Olímpicos celebrados en Berlín, bajo la atenta mirada de Goebbels y el Führer constituyó, en definitiva, un verdadero canto a la raza aria y al régimen nazi.
Goebbels había señalado : “Nuestra política cinematográfica debe ser idéntica a la de Estados Unidos hacia América del Norte y del Sur. Debemos convertirnos en la potencia cinematográfica que domine el continente europeo. En la medida en que se produzcan filmes en otros países deben tener un carácter puramente local. Nosotros tenemos por finalidad impedir en cuanto sea posible la creación de toda industria nacional del cine”.
De modo semejante, aunque desde otra mirada ideológica y política, la industria hollywoodense ponía sus mejores hombres al servicio del Pentágono, haciendo que el flamante Coronel Frank Capra supervisara los documentales del War Department, o que el Comandante John Ford dirigiese la producción fílmica de la U.S. Navy, mientras que el Mayor Willian Wilder hacía otro tanto con la de la Fuerza Aérea. La interminable zaga de filmes de acción bélica rodados durante la Segunda Guerra Mundial, estaba destinada a elevar la moral de los soldados aliados y de las poblaciones civiles y la producción posterior se inscribió en la estrategia de guerra fría, adoptada después de la contienda. Mediante estos filmes, con los que se inundaron los mercados europeos cuyas industrias estaban paralizadas por la guerra, se procuraba alimentar la mente de las poblaciones, del mismo modo que el Plan Marshall lo hacía con los cuerpos. El objetivo era preservar a ambos de la influencia de la ex-Unión Soviética.
Con rasgos similares continúa hoy el sólido maridazgo entre el Tio Sam y las Majors hollywoodenses, para beneficio político del primero y económico de las segundas y de la industria norteamericana en general. En nota concedida a la cadena CNN el 12 de febrero de 2002, lamisma que presta servicios directos a las directivas del Pentágono, el actor austronorteamericano Arnold Schawarzeneger, hacia saber, a lamanera de un oficial militar en operaciones, que Hollywood debía producir todo tipo de géneros cinematográficos para seguir  dominando los mercados mundiales, pero que almismo tiempo, la industria fílmica del país tenía la obligación de ponerse al servicio del gobiernopara producir todo material de propaganda política o militar que se requiriese, frente “a los nuevos enemigos de la Nación” (Leáse “terrorismo”, como ayer se leía “comunismo”)
La propagandización del “american way of life” a través del cine de Hollywood  cumplió así un doble objetivo político e ideológico, en Europa y otras partes del mundo: demostrar las ventajas de la democracia liberal frente a cualquier otro sistema político -en particular los llamados totalitarismos y nacionalismos- y promover la venta de automóviles, aviones, armas, heladeras, televisores, jeans, cosméticos, etc. fabricados por la industria de su país. La coyuntura de debilidad económica-industrial e institucional en que habían quedado las naciones que fueran escenarios reales de la guerra fue, de este modo, aprovechada en beneficio de una estrategia integral. Aquella que apuntaba a cumplir los propósitos de hegemonía planetaria de un proyecto nacional (el de los Estados Unidos) El “universalismo” del cine americano consiste, ni más ni menos, en la generalización de una cultura nacional, comprendidas en ella las dimensiones histórica, social, tecnológica y política.
El potencial alcanzado por la industria audiovisual norteamericana se deriva de haber sido -y ser- históricamente concebida como una herramienta estratégica de poder, al servicio de la política del establishment de esa nación, del cual, obviamente, forma parte.
¿A fin de cuentas, películas como Casablanca (Michael Curtiz, 1947) o Cinco tumbas al Cairo (Billy Wilder, 1943) no habían sido concebidas desde los laboratorios de la inteligencia política y militar para intervenir activamente en el contexto de la guerra? El territorio dramático del cine ha sido y es con frecuencia la “continuidad de la política por otros medios”.
Esto lo comprendieron muy bien las cinematografías europeas que, en la posguerra, reaccionaron en dos frentes simultáneos: con medidas políticas proteccionistas de sus industrias, formuladas por los respectivos gobiernos -inclusive el de la España del generalísimo Franco- y con movimientos artísticos innovadores, cuyo  punto de arranque puede ubicarse en el neorralismo italiano. Cine con una potente dimensión política, además de poética, que marca un “antes” y un “después” en la historia del cine mundial y, a partir del cual, la industria cinematográfica italiana pudo reconstruirse.      
Existen, entonces, tantos cines políticos como políticas haya, en tanto ellas recurran a la utilización de dicho medio para la prosecución de determinados fines. Éstos no excluyen la vigencia de otros objetivos -complementarios y a menudo más condicionantes- como la rentabilidad económica o el prestigio autoral de quienes producen o realizan películas.
Sin embargo, para una reflexión más puntual, el axioma de que “la política está en todo” no nos serviría de mucho. Por ello intentaremos desarrollar el tema del cine político, no tanto desde el concepto de “la política” en abstracto, sino desde “una” determinada política. En este caso se trata de aquella que expresa una concepción del mundo, del hombre y de los pueblos distinta de la que supone el proyecto del cine hegemónico. Esta propuesta es inclusiva, según el tiempo y el espacio, de posiciones ideológicas y políticas diferenciadas pero convergentes en su vocación crítica y una voluntad de cambio social y cultural.


PUNTO DE PARTIDA

“¿Estamos harapientos? Mostremos nuestros harapos. ¿Estamos vencidos? Contemplemos nuestros desastres. ¿Los debemos a la mafia? ¿A la beatería hipócrita? ¿Al conformismo? ¿A la educación defectuosa? Paguemos todas nuestras deudas con un feroz amor hacia la honestidad y el mundo participará conmovido, en ese gran combate con la verdad (...) Nada pone de manifiesto mejor que el cine
 todos los fundamentos de una nación”.

Alberto Lattuada

Cine político, vanguardia estética cinematográfica y teoría del cine nacen imbricados en América latina, de modo que cada uno de estos términos no es enteramente aprehensible sin la consideración del otro.
La del cine político latinoamericano es una vanguardia integral,  en tanto formula, a partir del cine, un programa comunicacional y artístico completo, donde política y cultura; arte y vida; ética y estética, pasan a ser las dimensiones de lo social que se procura fundir para convertir al cine en fragua y fermento de la historia. Además a sus análisis y posiciones políticas y estéticas tampoco han sido ajenas cuestiones tales como las estructuras de producción y comercialización, la tecnología y los aspectos técnicos del cine.
La apetencia de redención del ser humano por el arte -común a todas las  vanguardias- adquiere en este caso un rostro preciso: el de los hambrientos y oprimidos del subcontinente, cuyas fisonomías, valores, y prácticas irrumpen en las pantallas, dando cuenta de la miseria material que los destruye, de sus causas e impulsores, así como del enorme potencial  liberador que subyace a sus culturas y luchas, negadas e invisibilizadas por los colonizadores de turno.
Como otras veces sucediera en la historia del cine, con el cine político de los 60s las cámaras se vuelven hacia la realidad histórica de cada país, no sólo en calidad de tema, sino para hacer de ella la materia prima del sentido que ha de generar una nueva poética, una nueva estética y un nuevo programa comunicacional. Este programa pone en el centro de las preocupaciones la relación obra-espectador; cine-sociedad, volviéndose a la historia no con la pretensión naïve, de registrar “la realidad tal cual es” -de la que hicieran gala las diferentes vertientes del realismo cinematográfico- sino  “la realidad tal como debe ser”. El mismo contiene el doble movimiento de negar lo que es y afirmar aquello que deseamos que -la realidad- sea.
Heredado de las artes precedentes y, promovido por una corriente de la teoría cinematográfica que halla su punto culminante en el francés André Bazin, en su pasaje al cine, el realismo fue entendido como intrínseco a la naturaleza mecánica de los procesos de reproducción de aquél y legitimado con la adopción de la dramaturgia de la novela del siglo XIX como sinónimo del cine de ficción.  Buena parte de la teoría del cine emerge del rico debate suscitado a lo largo de su historia entre las diferentes corrientes del realismo cinematográfico y  las opuestas a él (desde Eisenstein, Vertov y el expresionismo alemán, hasta la nouvelle vague, pasando obviamente por las vanguardias) La polémica remite, no solo a las opciones estéticas a partir de las cuales se fue construyendo el lenguaje del cine y su autonomía y legitimidad como campo artístico, sino también a tomas de posición más abarcadoras sobre la relación entre el arte y  la sociedad. En muchos casos el debate llegó a asumir una inusitada virulencia, de la cual dan cuenta los manifiestos y declaraciones de los distintos movimientos cinematográficos de ruptura.
El cine político latinoamericano ingresa a este largo debate desde la teoría y la práctica, con posiciones diversas según los países y realidades históricas,   unificadas por la misma actitud subversiva hacia el cine instituido de la que habían hecho gala las vanguardias europeas, aunque diferenciándose de ellas. “Nosotros no queremos ser Eisenstein, Rosellini, Bergman, Fellini, Ford, nadie -decía Glauber Rocha en 1961- nuestro cine es nuevo porque el hombre brasileño es nuevo y la problemática de Brasil es nueva y nuestra luz es nueva, por esto nuestras películas ya nacen diferentes de los cines de Europa”.                  
El sello común a las diversas experiencias y reflexiones del cine político en la región estará dado por las condiciones extra-cinematográficas e intra-cinematográficas, mundiales y locales, en las cuales aquellas encuentran referencias. Dichos rasgos comunes pueden sintetizarse en:
•    Un fuerte descentramiento del propio campo que torna al cine conscientemente permeable a las condiciones extra-cinematográficas - históricas, sociales, políticas, culturales, etc.-  de cada país, en el marco de las movilizaciones y luchas populares que agitan a las sociedades latinoamericanas en los 60s. De allí que, desde las distintas experiencias, se reivindique la más amplia diversidad de opciones conceptuales y estéticas como la forma natural del cine, frente al modelo dramatúrgico y estético -pretendidamente universal- del cine-espectáculo hegemónico o de aquél otro cine que, habiendo aportado a la transformación, no se consideraba apropiado a las propias condiciones socio-históricas.
•    La realidad histórica de cada sociedad no interesa a este cine como mero objeto de representación, o de descripción “fiel” u “objetiva”, sino en calidad de materia para la producción de sentidos sobre ella.
•    La adjudicación de un papel activo y subjetivo al director y a los espectadores en la formación de los significados de las obras.  Del lado del director-autor (se trate de una persona o un colectivo) esto implica descartar la “objetividad” con respecto a la realidad enfocada, en cuanto canon rector de los preceptos artísticos y estéticos que sustentan al realismo cinematográfico. El afán de objetividad (mostrar la “realidad tal cual es”), es desplazado por la  asunción plena de la subjetividad de quien se acerca a la realidad para registrarla. Habida cuenta de que este “registro” nunca es neutro, la mediación del emisor del discurso y su ideología deben hacerse explícitas. El cine político se propone llevar este postulado a un punto de tensión extrema.    Del lado de los receptores, conferir al público una participación activa en la construcción de significados, constituye una elección no solo derivada de las opciones ideológicas de los emisores-autores, que procuran que cada espectador se convierta en un actor del cambio social más allá del espacio de proyección,  sino que obedece a un imperativo moral. “Liberar” al espectador de la magia alienadora del espectáculo constituye el paso necesario para su liberación de las condiciones opresivas en las que se desenvuelve su vida. 
•    Dentro de las condiciones específicamente cinematográficas es posible verificar la influencia de los tres movimientos de ruptura de la historia del cine, asumidos en diferentes grados y combinaciones en cada caso particular. Ellos son : a) el cine soviético del período clásico -pre-realismo socialista- tanto en la vertiente de ficción (Eisenstein y Pudovkin, principalmente) como en la documental (Vertov y, la poco recordada experiencia del cine-tren de Medevkin) ; b) el neorrealismo italiano de la postguerra, sobre todo el del primer período (Rosellini, De Sica, Germi, el Visconti de La terra trema y Rocco e sue fratelli) ; c) el cine de autor francés que da comienzo a la nouvelle vague (Truffaut y Godard). También es perceptible la influencia del Cinéma Verité de Jean Rouch en algunos casos,  pero sobre todo, la obra de los dos grandes del documental político moderno: Joris Ivens y Chris Marker. A ellos habría que agregar algunas obras y realizadores clave de cada país, cuyas anticipaciones se procura profundizar. El reconocimiento a los pocos “padres fundadores”, tanto nacionales como del cine mundial, está presente en las obras fílmicas y escritas, ya sea a través de citas explícitas o de referencias veladas. Por ello podemos hablar de la presencia, en el cine político latinoamericano, de una “tradición selectiva” o apropiación selectiva de la tradición del campo.           
•    Asimismo, la voluntad de demoler la institucionalidad industrial del cine-espectáculo de Hollywood (“la fortaleza”, en palabras de Godard) que recorre a los  nuevos cines que se multiplican en ese entonces por el mundo -desde los Estados Unidos hasta América latina, Asia y África, pasando por  casi todos los países europeos- es otro de los condicionantes cinematográficos común a las diversas experiencias latinoamericanas. En algunos casos ella obedecerá a la intención de construir otra institucionalidad industrial (v.gr. Cuba y Brasil) y en otros a la utilización de los márgenes como los únicos espacios posibles para hacer un cine “de cara al pueblo” (como lo definiera el boliviano Sanjinés). Dentro de los últimos se encuentran las experiencias de producción y difusión que se realizan en la clandestinidad, al amparo de organizaciones políticas y sociales populares, en los países donde imperan dictaduras militares (Argentina y Bolivia) y el cine político en el exilio (Chile) Entre las principales líneas de ataque al cine hegemónico figuran: la deconstrucción de la dramaturgia tradicional y el lenguaje fílmico que la expresa; la sustitución del principio de verosimilitud -minuciosamente elaborado en el cine de géneros industrial- por el de verdad o autenticidad, con la consiguiente problematización del sistema de géneros y la búsqueda de una nueva estética; cambios en los modos de producción y circulación de las obras, así como en la relación obra-espectador y valorización de las culturas populares de cada espacio. El desplazamiento de los artificios del espectáculo por un nuevo actor, lo popular, constituido en sujeto del cine y de la historia, se manifiesta tanto en los temas y motivos seleccionados cuanto en el tratamiento de los mismos.             
De este núcleo común se derivan bifurcaciones y entrecruzamientos que darán una singular riqueza y vitalidad a la producción cinematográfica y teórica latinoamericana del período comprendido entre comienzos de los 60s y mediados de los 70, según los países.  
Abordar al cine político latinoamericano como movimiento de ruptura exige tener en cuenta, por una parte, las condiciones extra-cinematográficas o históricas en las que se produjo y, por la otra, las estrictamente cinematográficas. En cuanto a éstas, la apropiación selectiva de la tradición del campo, reelaborada a la luz de las circunstancias históricas particulares,  es la marca presente en los distintos cines de ruptura que, en cada época y espacio, dan lugar a la innovación y a una apertura del mismo. 
A medida que la producción fílmica crece y encuentra una buena acogida en ciertos festivales regionales e internacionales, las reflexiones teóricas se multiplican bajo la forma de ensayos y, sobre todo, manifiestos y declaraciones,  géneros éstos tan caros a las vanguardias. La aguda crítica al cine instituido de cada país y una voluntad contra-hegemónica recorren esos escritos. as propuestas, además de ser provocadoras, contienen una indignada ironía. Ella se manifiesta tanto en la “estética de la violencia”, preconizada por Glauber Rocha, y la polémica tesis del “cine imperfecto”, sostenida por el cubano Julio García Espinosa, como en las reflexiones del grupo Cine Liberación, de Argentina en su contundente definición del “tercer cine”.               
En tanto la ruptura de una tradición siempre implica la pérdida del sentido inherente a la misma y la búsqueda de nuevos sentidos, constituye el momento de mayor complejidad en la trayectoria de un campo artístico. Por tal motivo, y siguiendo a Agnes Heller, dado que la historia “es una corriente ininterrumpida de acontecimientos”, efectuar  “cortes”  reclama comprender las discontinuidades en la continuidad; lo diacrónico en lo sincrónico. 
Asumiendo  que toda periodización de los fenómenos históricos implica una concepción del mundo, identificar las características de las rupturas supone correr, como mínimo, dos riesgos: sustraer al objeto de estudio del flujo histórico perdiendo de vista la dialéctica de la discontinuidad, o bien reducir la complejidad de la ruptura a los elementos formales de las obras. En el primer caso se omitiría el carácter articulador de todo movimiento de ruptura que, por la misma dinámica que niega una tradición - “lo viejo”- en función de una apertura al cambio - “lo nuevo”-  lleva en sí ciertos rasgos del pasado que le posibilitan, al anticipar el futuro, actuar a la vez como puente entre ambos momentos. En el segundo caso, se recortaría al objeto del contexto sociohistórico en el cual adquiere pleno sentido.
Es decir, se estaría enfocando al movimiento de ruptura desde una perspectiva deshistorizadora si la mirada actual sobre el mismo impidiera reconocer los fenómenos -espacial y temporalmente acotados- con los que se interrelaciona, cuando es, precisamente,  esta interrelación la que permite desentrañar su sentido. La mirada, sin pecar de ingenuidad, ha de desprenderse de su carga de pre-conceptos, consistente en aplicar a la interpretación de los hechos pasados los significados actuales de los mismos.
En tanto construcción intelectual, el relato historiográfico sobre el pasado es el que le confiere uno u otro sentido, a partir de las interpretaciones de la documentación disponible y su vinculación con determinadas circunstancias. No es éste, sin embargo, el sentido que tienen actualmente, sino el probable sentido que los hechos analizados tuvieran en los tiempos y espacios en los que se produjeron.
Toda ruptura implica un momento de síntesis; produce un cierre con respecto a la tradición heredada y funda otra hacia el futuro, logre o no establecer una nueva hegemonía en las luchas de poder dentro del campo. Por ello la complejidad y riqueza de los movimientos artísticos de ruptura, también devienen del hecho de hacer explícitas o exacerbar las contradicciones, de vieja y nueva data, que atraviesan al campo en determinados contextos históricos. El cine político latinoamericano no escapa a estas reglas generales. Por el contrario, en su avasalladora irrupción y  posterior crisis, puede “leerse” la trayectoria histórica del cine y las sociedades en las que tuvo lugar, sus logros y pérdidas, así como los conflictos y contradicciones de mayor espesor que atravesaron a ambos.
La sensación de una contradictoria simultaneidad de “recorte del pasado” y “vigencia actual” que se experiementa ante las ideas y propuestas, presentes por igual en las obras y las reflexiones teóricas, plantea un desafío aún sin responder. De ello pretende dar cuenta la selección que aquí se presenta, la que obviamente no es exhaustiva.
El sentido profundo de ese legado reclama hoy, en plena era de la audiovisualidad globalizada bajo el imperio de la razón tecno-económica, relecturas que posibiliten una nueva problematización de supuestos que, nuevamente, se pretenden universales. Mirada única y pensamiento único son las dos caras de la misma dinámica que convierte a los seres humanos en objeto; de la economía, la política, el poder y también del cine.
Dado que, en palabras de Jean Mitry, "no hay un sentido natural del mundo, sino aquellos sentidos que los hombres han dado a sus percepciones", toda percepción, de sí mismo y de los otros, supone también una concepción del mundo socialmente construida. Y el cine, cualquiera sea su género o estilo, siempre es portador de una determinada concepción del mundo, se sea o no conciente de ello.  Por esto la percepción de una obra audiovisual, no es -no puede ser- simplemente experimentar una serie de impresiones y emociones dispersas, tanto porque en el objeto están presentes, denotada o connotadamente, las concepciones de quienes lo produjeron, como porque en los humanos percibir implica seleccionar y organizar signos, transformándolos en códigos o símbolos; en suma, en sentido. Este proceso, en todos los casos, pone en juego experiencias, emociones e ideas de los espectadores.  La mirada única, portadora del pensamiento único -y, por tanto, dirigida a producir sentido único- da cuenta de un notable empobrecimiento simbólico. Más allá de que los diferentes recursos técnicos, generísticos y expresivos que ella utilice puedan alcanzar mayor o menor “impacto”  y ser la obra en mayor o menor medida lograda, el resultado será el mismo: un empobrecimiento del sentido.             
En la  apertura a la diversidad de percepciones -del mundo y de la vida- reside hoy, quizá, la posibilidad de que el cine recupere el potencial subversivo que define al arte como tal: la creación de sentidos complejos, cuestionadores y enriquecedores. La pérdida de este potencial puede dar por resultado un pasatiempo digestivo o, a lo sumo, “prácticas terapéuticas” -como denomina  Lyotard a la pintura y la literatura realistas- pero no obras de arte.                 
Si el realismo pictórico y literario se inscribe, según el filósofo francés, en el objetivo de la burguesía ascendente de “preservar a los espíritus de la duda”, el realismo del cine-espectáculo o el pseudorealismo del que hace gala la televisión, resultan hoy  impotentes para cumplir tan ambicioso cometido. Es el programa comunicacional derivado de una determinada concepción del mundo, que el realismo supo vehiculizar como categoría -no sólo estética, sino también ideológica y epistemológica- el  que está en crisis.
Paradójicamente, o no tanto, el programa comunicacional que anticipara el cine político mantiene vigencia en varios aspectos. El papel de activo partícipe en la construcción de significados conferido al espectador, en el supuesto de que cada receptor pueda, a la vez, ser un emisor; esto es, un sujeto creador de sentidos y de la historia -o sea, protagonista del poder social- adquiere nuevas resonancias a la luz de las teorías comunicacionales y circunstancias históricas actuales.
Ya no cabe duda que lo que constituye a un individuo o grupo en sujeto es, en primera instancia, el ejercicio de su facultad de construir sentido, dotando de ese sentido al mundo que lo rodea y a las prácticas colectivas con respecto a él. Hoy más que ayer, la gran batalla por la emancipación de los individuos y las sociedades es la lucha por la formación social del sentido. De ello dan cuenta diariamente los medios masivos de comunicación, vertebradores por excelencia de ideologías, prácticas y valores sociales.
Esto no significa que determinadas ideologías políticas del pasado tengan vigencia, en el doble sentido de su factibilidad de ser asumidas por la mayor parte de la sociedad y ser generadoras de políticas que respondan a las actuales necesidades e intereses de ésta. Pero tampoco implica “la muerte de las ideologías”, como algunos pretenden. Postulado ideológico portador de una concepción del mundo que, en la dimensión comunicacional, viene en auxilio de aquél programa que el realismo supiera cumplir: preservar a los espíritus de la duda.      
En la apertura a la diversidad de culturas, identidades y realidades, subyace también la posibilidad de reescribir la historia. No se trata de imponer otra mirada, solo que distinta a la hegemónica, sino de multiplicar las miradas  acerca realidades complejas en relación con las cuales nuestras sociedades “en trance” puedan reconocerse como sujetos.
En definitiva, la crisis de los denominados, por los teóricos de la postmodernidad, “grandes relatos”, es la crisis del sentido unívoco con el que la razón iluminista -burguesa o “socialista real”- pretendió investir míticamente al mundo.  De las ruinas de estos mitos modernos, hoy emergen, no sin dificultades y contradicciones, nuevos actores sociales y nuevos sentidos. Esto nos habla de nuevos imaginarios en gestación.
Si se analiza la historia del cine es posible constatar que la emergencia de los movimientos cinematográficos de ruptura está interrelacionada a la formación de nuevos imaginarios sociales. Pero el movimiento de ruptura que provoca el salto cualitativo de la innovación no proviene exclusivamente del campo cinematográfico. Es el encuentro de la dinámica socio-histórica y los imaginarios en cambio con las imágenes que los interpelan y activan el que da por resultado la  relativa estabilización de la ruptura o el movimiento.  La sintonía imagen-imaginario no es, por eso, frecuente ni  puede medirse por el éxito de público o los genuinos hallazgos de una u otra película aislada. Se trata en esencia de un hecho comunicacional sumamente sutil, en el que en determinada encrucijada espacio-temporal, imaginario social y sensibilidad creativa, coinciden en su mirada y se dan cita frente a la pantalla.             
La crítica que se le suele hacer al cine político es su carácter panfletario que iría en desmedro del nivel artístico. Esto es cierto en muchos casos, donde la idea de efectividad política con respecto al espacio destinatario, la urgencia por responder a situaciones de coyuntura y/o la pobreza extrema de recursos, materiales, técnicos y creativos, desplazó a los procesos de indagación profunda en la realidad y una mayor búsqueda artística y estética. Proliferó, también, en la época un tipo de film “de denuncia” plagado de estereotipos, por demás simplista en su discurso y de severas falencias realizativas que, obviamente, no llegaba a cumplir los propósitos políticos que se proponía con respecto a sus hipotéticos destinatarios. La advocación a la categoría de cine político pretendió, en estos casos, justificar la necesidad de “hacer cine” de realizadores improvisados o que presumían de “cineastas políticos”.        
No obstante, en las obras más logradas del cine-ensayo  -como sucede con todo  cine cualquiera sea su género o estilo- el panfleto no hace sucumbir a la poesía, ni a la innovación estética. Sería erróneo invalidar a estas obras por su exclusiva dimensión panfletaria sin atender a las restantes ni a la evidencia de que, precisamente por esto -cuando a la vez constituían un aporte artístico- ellas supusieron una apertura a la diversidad en un panorama cinematográfico saturado por la más absoluta pobreza de sentido del cine de géneros tradicional, ya sea bajo la forma de las superproducciones históricas o la “chanchada” brasileña y sus equivalentes argentinas o de otras latitudes.
Pero es la reflexión teórica realizada a partir de aquellas prácticas la que ofrece el horizonte de mayor riqueza para el cine, no ya político, sino en general. Ella plantea la más consistente problematización realizada hasta el momento a la mirada única instituida como equivalente de cine universal, al cine de géneros y al mismo realismo cinematográfico. 
El propósito de volver a estas reflexiones para comprender el probable sentido que tuvieran en sus respectivos contextos espacio-temporales y el aporte de algunas proposiciones de cara a este presente incierto, del cine y de nuestras sociedades, para detonar nuevos interrogantes e ideas que permitan enriquecer prácticas actuales y reflexiones futuras, constituye hoy un desafío pendiente para el cine.  
Por ello, la re-lectura aquí propuesta no tiene nada que ver con el afán momificador de los homenajes, ni con la lúgubre tarea de diseccionar cuerpos inertes, a la que suele ser afecta cierta necro-crítica. Su intención es  ofrecer a las nuevas generaciones algunos elementos que les permitan reconstruir el accidentado -y con frecuencia obturado- hilo de la historia del cine latinoamericano para apropiarse/apropiarnos de una parte importante de ella, porque también les/nos pertenece.
Si, como nos enseña Agner Heller, en la historia, pasado, presente y futuro son tiempos que se imbrican y superponen, apropiarnos de una porción del pasado -en general escamoteada o subestimada por las historias oficiales del cine- supone hacer lo propio con el presente y el futuro. Se trata, más que de un legítimo derecho, de una obligación, de quienes creemos que la clave de una imprescindible reconstrucción de nuestras sociedades, reside en la rica diversidad de sus culturas.                     

CARACTERÍSTICAS Y PRIMEROS PASOS

“Un guerrillero no piensa que tiene que tener el mejor fusil para combatir, sino que ha de actuar y combatir, y si no tiene otra cosa mejor a mano, toma el machete. El hombre de cine puede trabajar con film de 8 mm, puede procesarlo en condiciones totalmente precarias, con poco material virgen, con laboratorios pequeños. No transformemos en excúsale no contar con elementos muy buenos. Hay que actuar aunque todavía no existan las formas mejores para la distribución del material”
Joris Ivens
V Encuentro de Cineastas Latinoamericanos, Viña del Mar, 1969.

El cine “político” o, el cine de “intervención política”, constituye una clase particular de “cine de autor”, en el sentido de que la obra -cualquiera sea el género adoptado- es portadora explícita del discurso de quienes la realizan sean grupos o individuos.  Esta subjetividad es intrínseca al “tratamiento creativo de la realidad”  que define al género documental,  en palabras de Grierson, sin ser exclusiva del mismo. Ella está presente en el tema seleccionado, en la forma de tratarlo creativamente, y en lo que se omite o silencia acerca de la realidad.
Diferenciar al “cine político”, del “cine-espectáculo” lleva a reconocer ciertas particularidades que le son propias. Entre ellas:   
1. Los objetivos
Una primera característica es que los objetivos comunicacionales que persigue el realizador, o el grupo en el caso de las obras colectivas, determinan la selección de temas y contenidos en torno a los cuales se modula el material. Estos objetivos suelen ser explícitamente políticos y, por lo general, antagónicos de los comerciales. El cine que procura la creación de una obra como expresión de la subjetividad del realizador, suele partir de la idea de éste (“qué” filmar), para después avanzar hacia otros interrogantes. En el cine político, la respuesta al interrogante de “¿para qué?”, suele anteceder a la idea o, en su caso, subordinarla a éste.   El film puede surgir de la iniciativa de un director o colectivo o  de la  demanda de alguna institución u organización social o política, pero el punto de arranque del proceso es siempre una investigación previa del fenómeno a abordar, en la que el emisor del discurso  y algunos de sus  futuros receptores interactúan y, a veces, producen un diagnóstico conjunto.
2. El modo de producción
Otra característica diferencial consiste en el  modo de producción. Fundamentalmente realizado fuera de la estructura industrial, por equipos de trabajo reducidos y con bajos presupuestos, el proceso de elaboración del film político suele ser más flexible y abierto a la participación grupal que el del film realizado desde las estructuras industriales, donde rige una división del trabajo mucho más especializada y compartimentada. La liberación de las constricciones que impone la institucionalidad industrial, implica la conquista de mayores grados de libertad en la selección de códigos.  La apelación a los recursos disponibles, en general escasos, y la mezcla (foto fija, dramatizaciones, entrevistas, carteles, gráficos, dibujos, etc.) constituyen opciones, por igual derivadas de la mediación político-ideológica que procura establecer el film en sustitución de la mediación expresivo-comercial -cuya esencia es asimismo ideológica- y de los modos de producción en los que se desenvuelve el trabajo.     
3. Los destinatarios
La definición del perfil de los destinatarios, (¿”a quien’”) juega un papel determinante en la toma de decisiones que está en la base del proceso creador del film, a nivel conceptual y estético. Los destinatarios suelen ser un sujeto colectivo acotado por los marcos de una organización social o política, o  determinados sectores sociales en relación a los cuales se entiende que existe una necesidad, implícita o explícita  de conocimiento de algunos aspectos de la realidad, ya sea para activar, o bien para mejorar sus prácticas sociales y políticas. En ningún caso la obra es concebida para “el público en general” o segmentándolo según los criterios tradicionales de la industria (edad, sexo, NSE, etc.) 
4. Los emisores
Se trate de un grupo o de una obra individual, pertenezca ésta al género documental o a la ficción, la institución emisora del discurso es la política, antes que la cinematográfica. En muchos casos los emisores son grupos de cineastas profesionales, militantes o vinculados por simpatías idelógicas a una organización política. En otros, la misma organización encara la producción a través de sus integrantes o bien, solicita la obra a un grupo de cineastas de su confianza. En todos los casos los autores se asumen como emisores explícitos del discurso, a veces recurriendo a nombres de fantasía para proteger a los cineastas de los probables efectos represivos. Aún en las obras de ficción, la institucionalidad cinematografíca tradicional (star-system, género, productores, etc.) es desplazada por la política.     
5.     El modo de difusión y apropiación         
Un aspecto decisivo del cine político reside en la definición de los modos de difusión y apropiación de la obra por parte de sus destinatarios. Con frecuencia los filmes se difunden en circuitos alternativos a las salas comerciales; sindicatos, universidades, partidos políticos u organizaciones sociales diversas. Los públicos son grupos organizados en torno a objetivos extra-cinematográficos (políticos o sociales) y las proyecciones suelen incluir debates respecto de los cuales la obra actúa como elemento motivador. Esto significa que el acto de apropiación no se agota en la apreciación de la obra como objeto artístico en sí, sino que ella cumple el papel de medium de un proceso comunicacional de alcances más vastos que el espacio de proyección.  
6.     El discurso fílmico
Al igual de lo que sucede con el cine-espectáculo producido dentro de la institucionalidad industrial, los aspectos arriba enumerados condicionan el discurso fílmico, dejando sus “huellas” en él. 
En el caso del cine-ensayo documental, la estructura discursiva es más afín a la de la obra abierta. Más allá de los distintos métodos de cada realizador o grupo -que a veces trabajan sin guión previo-  se parte de un guión abierto al descubrimiento de los múltiples aspectos imprevisibles de la realidad,  a diferencia del cine de ficción, donde el argumento actúa normativamente con respecto a ella.  Los límites de esta apertura,  el enfoque de la realidad, la perspectiva del análisis y el estilo, estarán determinados, además de por el  talento del realizador,  por los objetivos comunicacionales que aquél procura -sean de índole educativa, de agitación política, o de contra-información.
El film concebido como obra abierta, apunta a promover la construcción colectiva del sentido en el debate posterior o previendo espacios -capítulos- para debatir durante la proyección, así como a incrementar su eficacia operativa en relación a la situación y objetivos políticos particulares de cada contexto de difusión/apropiación. El  emisor identificable del discurso suele diluir su presencia en cuanto “autor intelectual”, dado que lo que se procura no es el respeto a sus derechos autorales, sino la multiplicación de la obra por parte de grupos de “usuarios” que disponen de ella de acuerdo a las necesidades -políticas- de cada espacio de proyección, inclusive cortando algunas partes o  agregando otras. Una vez puesto en circulación, el film-ensayo político puede cambiar tantas veces de fisonomía como tantos sean sus grupos destinatarios, claro está siempre que respeten el sentido original del discurso. En este aspecto el cine-ensayo político se anticipó varios decenios a los principios propugnados por algunas comunidades virtuales de la actualidad, entre ellos, los famosos hackers, enemigos acérrimos de los derechos de propiedad sobre la información.           
A nivel estético puede suceder que este cine apele a la dramatización de ciertos hechos reales por los propios protagonistas -como con frecuencia ocurriera en la historia del cine documental- que utilice el discurso en off del autor y la entrevista, o el collage que incluye materiales de archivo, carteles, textos, etc. -no excluyentes de la opción anterior-  o bien que “trabaje” el material proporcionado por la realidad adoptando la ficción, con actores, como en el caso del film La sal de la tierra.  Estas opciones pertenecen a la dimensión estilística, antes que a la generística, ya que la combinación de componentes de géneros diversos -cinematográficos y literarios- es una de las características de la mayor parte del cine político.
La disrupción generística -uno de los sellos distintivos de las obras de vanguardia- es concientemente buscada por el cine político, sea en el documental o en la ficción. Romper los condicionamientos perceptivos de los destinatarios de las obras -en muchos casos también públicos del cine-espectáculo y la televisión- es parte fundamental de los objetivos políticos. Por ello la adopción del principio de “descubrimiento”, presente en algunos filmes en ciertos códigos de “distanciamiento” de la estética bretchtiana, apunta a problematizar la lógica rutinaria de percepción, del cine y de la realidad, del espectador.
Las opciones artísticas y estéticas se derivan, tanto de una posición ética e ideológica de los realizadores con respecto a la realidad histórica y al universo cultural de los destinatarios, cuanto de la búsqueda de la mayor eficacia comunicacional. En una palabra, se carga en la dimensión comunicacional de la obra todo aquello que se sustrajo a su dimensión de “espectáculo” en sí. Necesariamente esta toma de posición dará por resultado otra estética.
7. La relación obra-espectador
La relación obra-espectador,  es un medio antes que un fin en sí  mismo. Ella es parte de un proceso cuyo fin último es que el espectador se transforme en actor político de su realidad y,  si ya lo es, incorpore nuevos elementos al conocimiento de aquella que sirvan a mejorar su práctica política.  Por tanto, de la realidad interesa develar aquello que no se muestra a la evidencia empírica inmediata, sino las causas e interrelaciones de determinados fenómenos. Los procesos de interpretación y análisis de la realidad abordada están en la base, tanto de la construcción del film, cuanto del tipo de relación que se procura establecer con el espectador. Es ésta una relación conscientemente sustentada en la producción conjunta de sentido. La apreciación de la obra no debe agotarse en los procesos de proyección-identificación que están en la base de la catarsis  -según el criterio de la dramatúrgica clásica- sino que se solicita la intervención integral del espectador. Su participación a nivel emotivo debe estar vinculada o servir de puente para la activación de su pensamiento y su racionalidad. El objetivo último es promover procesos de reflexión y análisis, para contribuir a formar esas capacidades en espectadores que, en general, el cine-espectáculo y el consumo de los medios masivos atrofian.          
Aquí cabe introducir un matiz diferencial entre el film que adopta una perspectiva de análisis del tema explícitamente política -como también podría ser histórica, antropológica, sociológica, psicológica, etc.- y el que procura que el discurso produzca un efecto político en la realidad.
Si convenimos que la creación de cualquier film es un proceso de selección-combinación de determinadas opciones artísticas y estéticas entre muchas otras posibles, en el mismo intervienen tanto la creatividad del director o autor -sea individual o colectivo- cuanto las condiciones extra-discursivas en las que se desenvuelve su trabajo.
Esto comprende desde el presupuesto y las condiciones físicas y materiales de la producción, hasta las presiones de los actores, guionistas, productores, sindicatos, distribuidores, pasando por la censura -manifiesta o encubierta- el marco normativo que regula la actividad y el perfil de los destinatarios. En ningún caso, las opciones discursivas y estéticas son independientes del sistema de relaciones que se establece entre estos factores que conforman el modo de producción de todo discurso fílmico. Otro tanto sucede con el cine político aunque cambie la naturaleza de los “condicionamientos”.
Adicionalmente, el cine político, en su búsqueda de efectividad comunicacional, ha desplegado una intensa tarea de experimentación en procura de una estética que lo diferenciara claramente de otros tipos de cine, para que ella fuera congruente con el universo cultural de sus destinatarios, con los objetivos perseguidos y con el propósito de construir determinados sentidos. Esto implica ubicar en el centro de las opciones al proceso comunicacional que el film promueve, antes que su calidad de “producto”. Sin la comprensión de esta diferencia sustantiva no puede entenderse en su plena dimensión la tesis del “cine imperfecto” de García Espinosa, por ejemplo, a la que desde  interpretaciones literales se suele asimilar de manera superficial a “cine mal hecho”.             
En sus experiencias más exitosas, las obras del cine político han tendido a concebirse en calidad de “recursos de determinados procesos”, de los que también forman parte otros medios -en soportes gráfico o sonoro, a menudo más importantes que la obra fílmica o audiovisual- y en los que de poco valdría un excelente despliegue fílmico, técnico o estético, si el mismo no logra  una complementariedad con el resto de los soportes utilizados para lograr la apropiación del discurso político por parte de un sector determinado.
En tanto el  film es el discurso cinematográfico de un autor que procura alcanzar ciertos objetivos en un proceso siempre mediado por el imaginario de un -supuesto o real- espectador ideal que actúa como guía de las opciones a lo largo de su elaboración, para el que se inscribe en el campo político la naturaleza de los objetivos y de dicha mediación es explícitamente política.
De lo anterior podemos sintetizar los tres rasgos fundamentales que permiten diferenciar al cine político, con respecto a otros.  El primero es que, más allá del tema que el film aborde, la principal línea divisoria estaría dada por el objetivo político que el film persigue con respecto a la realidad extra-cinematográfica. El segundo por la intencionalidad política que el realizador imprime al “tratamiento creativo de la realidad”, o al fragmento de ella abordado por el filme o a la historia ficcional que narra. El tercero, es el de una relación discurso fílmico-realidad-espectador, en la que prevalece la mediación de la institución política sobre la cinematográfica. 
El vasto campo del cine político, tanto admite aquellas obras realizadas por directores o colectivos, independientes o adscriptos a una organización política en función “militante”, dirigidas a grupos de destinatarios particulares en el marco de prácticas políticas concretas, como aquellas que, en algunos casos desde la misma industria, han abordado un tema o problema desde una perspectiva política para denunciar, esclarecer o aportar a ciertos hechos o procesos históricos. Se inscriben en esta categoría, por ejemplo, los filmes de Gilo Pontecorvo (La batalla de Argel) y de Fréderic Rosiff (Morir en Madrid), los rodados por el norteamericano Oliver Stone sobre centroamérica y Vietnam, los del inglés Stephen Frers sobre la clase obrera de su país o en relación a otros temas históricos mundiales, el recordado Desaparecido (Missing), de Costa Gavras, sobre el periodista norteamericano secuestrado y asesinado por la dictadura de Pinochet en Chile, entre muchos otros. También es cine político aquél que, realizado desde el poder estatal, persigue el fin de promover determinadas acciones para aportar al cambio social y político, o bien para oponerse al mismo, y el que adopta el carácter de propaganda abierta a un régimen o sistema político.
De todas estas categorías de cine político importa considerar las respuestas que cada film da a los interrogantes básicos: ¿para qué? y ¿para quién? ; en suma, los sentidos que aporta a la construcción de un proyecto liberador, de los individuos y la sociedad.
Los caminos por los que transitó el cine político han variado, según la evolución de la historia de los diferentes países y, también, de acuerdo a la historia del propio cine. Inclusive, para algunos autores y movimientos cinematográficos, el compromiso social y político no aparecía tanto en el tema a tratar, sino en cómo expresar determinado imaginario a partir de un compromiso con el propio lenguaje audiovisual. Esto permite identificar un cine político que,  por su amplia diversidad de expresiones, presenta un carácter plural; desde el que propugna las manifestaciones más explícitas, coyunturales y “panfletarias”, hasta el que, desde una perspectiva conceptual crítica y de transformación social, apunta a politizar el lenguaje, haciendo de éste el objeto principal del cambio. 
Entre una y otra opción, el movimiento del cine político latinoamericano ha ofrecido, en el siglo XX, una enorme gama de matices más complementarios que antagónicos.

1 comentario:

  1. Excelente libro. Lo utilizo para mis clases de Cine e Historia. Un saludo, Liliana Sáez

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