domingo, 7 de noviembre de 2010

LOS CAMINOS PARALELOS DE LA CULTURA Y LA ECONOMIA

Por Octavio Getino

Para II Congreso Iberoamericano de Cultura. Sao Paulo 30-9/ 3-10, 2009.

Todavía parece muy difícil para la mayor parte de los economistas de muchos de nuestros países incorporar en sus mediciones económicas el valor simbólico de los productos culturales y lo que ellos representan en la economía de la sociedad. Los prohombres de la economía clásica -Adam Smith, David Ricardo y otros- analizaron los efectos externos de la inversión en las artes pero no consideraron que estas tuvieran capacidad de contribuir a la riqueza de una nación ya que, según su pensamiento, pertenecían al campo del ocio. Para ellos la cultura no era un sector productivo y representaba un gasto en lugar de una inversión. Los bienes y productos de la actividad económica tenían como principal referencia los valores de uso y de cambio, pese a que desde otras disciplinas como la antropología y la sociología había comenzado a señalarse el valor simbólico de los productos culturales.

Es relativamente fácil para un economista analizar el valor de uso y de cambio de cualquier producto o manufactura industrial, pero se le resulta muy difícil, cuando no imposible, establecer parámetros para medir el valor de esos productos cuando uno de ellos trastoca los esquemas tradicionales e incorpora como valor agregado lo simbólico. Así, por ejemplo, pueden establecer en términos casi científicos el costo de producción de un inodoro y su posible valor de mercado, pero los cálculos se derrumban cuando aparece un artista visual como Marcel Duchamp y ubica el inodoro en una exposición de arte, para que teóricos, críticos, medios y consumidores le adjudiquen un mayor o menor valor simbólico. Los aspectos estéticos y culturales –y también las modas existentes en las artes- terminan entonces predominado sobre los meramente utilitarios o mercantiles.

Por otra parte, gran número de los autores, creadores y productores de bienes y servicios culturales, tampoco han estado muy interesados en elaborar propuestas o políticas en las cuales se reconozca la dimensión económica y social de su labor. Cultura y economía han marchado así a lo largo de la historia por caminos paralelos, pero con muy escasa o nula articulación. Al menos en lo que se refiere a la elaboración de políticas públicas y sociales en las que el producto cultural sea reconocido en su doble valoración, simbólica y económica. Lo cual explica, que para la mayor parte de las dirigencias políticas y en particular las que manejan la economía de nuestros países, provincias o ciudades –que son las que siempre terminan incidiendo más que ninguna otra en la oferta y demanda de bienes culturales- los productores de este tipo de bienes o servicios resulten mucho más prescindentes que otros agentes productivos de la vida nacional.

“¡Háblenme de salud, de educación, de empleo, de inversiones o de rentabilidad y desarrollo, en vez de hacerlo de películas!”: así decía, según nuestra propia experiencia, un alto funcionario del Ministerio de Economía en los años ´90, cuando reclamábamos la exceptuación del cine y las artes de las restricciones que imponía la Ley de Emergencia Económica a todo tipo de ayudas y subsidios destinadas en ese caso a las actividades culturales.

Los primeros estudios sobre la incidencia de la cultura en la economía se realizaron en Estados Unidos y Europa en los años ´60 y estuvieron limitados inicialmente a investigar el costo y el beneficio económico del gasto público en teatros, filarmónicas, museos o actividades operísticas, es decir, en lo que se consideraba la zona más elevada de la cultura. Sólo a partir de los años ´70 y ´80, comienzan a conocerse algunos con enfoques diferentes destinados a conocer la dimensión económica, no ya de los servicios o actividades de carácter artístico o de la llamada alta cultura, sino de lo que tenía que ver con los medios de comunicación y las industrias culturales, es decir con aquello que movilizaba la economía y el empleo tanto o más que cualquier otro sector productivo.

Entre el primer estudio que hicimos a principios de los ´90 sobre la economía de las industrias culturales en la Argentina –el primero que tuvo lugar en América Latina- y la actualidad, se han verificado importantes avances en este terreno. Investigaciones y estudios que no quedaron reducidos a una valoración meramente académica –la mayor parte de los mismos se hicieron con muy escasa presencia de dicho sector- sino que se orientaron a incidir en los cambios políticos de las áreas investigadas. Además, debería consignarse, que uno de los factores que incidió en esa labor investigativa fue el interés existente por aquel campo de la cultura, como era el de las industrias productoras de bienes simbólicos y que a diferencia de las actividades culturales sin fines de lucro y los servicios públicos o sociales de carácter cultural, representa una clara dimensión económica y de empleo. Ya no se trataba simplemente de un gasto, sino de inversiones destinadas a obtener una mayor o menor rentabilidad.

A este tipo de actividades se sumó más tarde la de realizar encuestas nacionales –alguna de las cuales ya se había realizado a fines de los ´80- para medir y evaluar los consumos culturales, la evolución de los imaginarios colectivos, y aquello que se corresponde con la construcción de procesos identitarios en cada país. Existe en este sentido un campo importante de experiencias en países hermanos de América Latina, que se suman a las que se iniciaron en Argentina en 2004 con la creación del Sistema Nacional de Consumos Culturales (SNCC), dependiente de la Secretaría de Medios de la Presidencia de la Nación. Una labor de la cual forman parte también los acuerdos ratificados entre ministros y responsables de Cultura de Iberoamérica para crear Sistemas Nacionales de Información Cultural –en Argentina el SINCA- que operarían con indicadores culturales consensuadas entre todos, tanto para medir la evolución histórica de los temas estudiados, como para comparar datos y experiencias entre uno y otro país. El proyecto de Cuenta Satélite de Cultura que está gestionándose en el ministerio de Economía de la Argentina con el concurso de Cultura, es un avance significativo que forma parte de lo que ha comenzado a realizarse también en Colombia, Brasil Chile, Cuba y otros países.

Muchas de estas experiencias adolecen aún de limitaciones de distinto tipo, pero sería erróneo subestimar lo realizado hasta el momento, teniendo en cuenta que apenas estamos en el inicio de un proceso, cuyos resultados sólo podrán tener un valor realmente confiable en el mediano o en el largo plazo. Pero no cabe duda alguna de que estos abordamientos influyeron en la valoración de la cultura a la hora de tomar decisiones políticas.

Tras este marco de apreciaciones, el tema de los hábitos, prácticas y consumos culturales que se ejercitan principalmente en el tiempo de ocio de la población, tiene suma importancia porque permite establecer las relaciones existentes entre la oferta y la demanda de bienes y servicios culturales y con ello puede contribuir a mejorar las políticas de desarrollo nacional. Incluido a diseñar lo que pareciera ser muy necesario y oportuno: Políticas para el Ocio inseparables de los estudios que también deben llevarse a cabo sobre la Economía del Ocio.

Economía y política que se extienden sobre el conjunto de las actividades, servicios e industrias culturales –o también como quieran ser denominadas: creativas, del copyright, de derechos de autor, e la información y la comunicación, etcétera- en las cuales ubicamos a los sectores de la industria editorial, el fonograma, el audiovisual, los equipamientos e insumos para la producción y el consumo de contenidos simbólicos, así como a las del turismo cultural, las artes escénicas y visuales, los juegos y deportes y todo aquello donde los individuos se valen de su tiempo de ocio para mejorar, o al menos para intentar lograrlo, sus aptitudes físicas materiales e intelectuales, políticas o espirituales.

Naturalmente, esto supone un desafío a la convocatoria de los sectores públicos de Economía y Cultura, junto a las PyMEs de la cultura nacional, y a profesionales, técnicos y académicos relacionados con esta problemática para promover, ahora sí, una concepción y una metodología realmente creativas que sin desatender los paradigmas propuestos desde las naciones más industrializadas, sea capaz de diseñar y poner en marcha los propios, con el fin de que estos respondan a las características y necesidades de nuestros países.

En este punto podemos observar la aparición en los últimos años de diversas concepciones para tratar el estudio de la dimensión económica de la cultura, dentro de las cuales predominan las guiadas por criterios economicistas antes que integrales, es decir, aquellos donde los valores simbólicos y su incidencia en el mejoramiento de nuestras sociedades contribuyen también al desarrollo en general. Así por ejemplo, las organizaciones representativas de los derechos de autor, como la OMPI, privilegian el estudio de la economía y el empleo de aquellas franjas de la cultura que en las que prevalecen sus legítimos intereses sectoriales. Es lo que ha ocurrido a principios de este siglo con los estudio realizados a partir de la UNICAMP (Universidade Estadual de Campinas), con la cooperación de la OMPI- sobre la importancia económica de las industrias y actividades protegidas por el derecho de autor y los derechos conexos en los países del Mercosur y Chile. En ellos se investigó la dimensión económica de los sectores de la industria editorial y musical y de los servicios de radiodifusión, cine, teatros, publicidad, y espectáculos, entendiendo que los derechos de propiedad intelectual en los que aquellos se basan “son la esencia de la moderna sociedad de la información”. Lo cual permitía afirmar, por ejemplo, que los mismos representaban en Brasil aproximadamente el 6,7% del total del PIB y el 5% de la PEA.

Con una visión política más abarcadora, distintos gobiernos de los países que integran el Convenio Andrés Bello emprendieron también en esos años estudios sobre el impacto económico de las industrias culturales en países como Colombia, donde se incluía las industrias del sector del libro, el disco, cine, televisión, radio y publicaciones periódicas, a diferencia de Chile y Perú, que sumaron a los datos de esas industrias, los correspondientes a las llamadas AECC (Actividades Económicas Características de la Cultura) que en el caso chileno intentaron extenderse también sobre el esparcimiento y los deportes, y en el peruano sobre las artes escénicas, las artesanías y los servicios museográficos.

A su vez, en los gobiernos de algunas ciudades de la región, como Bogotá y Buenos Aires, se trabajó sobre otro tipo de variables, incluyéndose en el caso argentino el tratamiento de las que se denominaron “industrias auxiliares” o “conexas”, es decir, las dedicadas a la producción de máquinas, equipos e insumos tecnológicos que permiten o soportan la producción y difusión de obras culturales y valores simbólicos., incluyéndose también a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TICs).

En todos estos casos primó el interés de los gobiernos nacionales o locales de conocer en términos confiables la situación económica y el impacto en el empleo que tenía determinados sectores de la cultura con la finalidad –no siempre atendida seriamente- de mejorar las políticas públicas para el desarrollo integral del sector.

Es muy probable que la ley de cine aprobada en 1994 en Argentina, aquella que vincula al cine, la televisión y el video para incrementar los fondos del fomento cinematográfico y audiovisual, no hubiera sido posible sin la existencia de estudios realizados años antes en América Latina sobre las interrelaciones económicas y culturales que habían ido apareciendo en dichos medios . Tampoco, tal vez la nueva ley de cine de Colombia, sancionada pocos años atrás, hubiera sido sancionada de no haber existido estudios e investigaciones previas sobre la incidencia del sector cinematográfico en la economía colombiana .

Más recientemente aparecieron otras miradas sobre las relaciones entre la economía y la cultura, procedentes del campo académico y también del interés político de diversos estados nacionales o locales. Tal vez la más novedosa haya sido la del concepto de origen anglosajón de “industrias creativas” que se sumó a los anteriores de “industrias culturales”, “industrias del copyright”, “industrias del entretenimiento” o “actividades económicas características de la cultura”, todo lo cual abrió debates que excedieron al sector de las investigaciones y teorizaciones académicas y se insertó en las agendas de algunos gobiernos.

El concepto de “economía creativa” y de “industrias creativas”, originado a finales del siglo pasado en el campo académico australiano, concretamente en 1994, fue pronto asumido por el gobierno de ese país, como parte de un concepto más totalizador como fue el de “nación creativa”, fue rápidamente traspolado al Reino Unido, donde la política del gobierno aprobó la creación de una task force o fuerza de tareas múltiples, que comenzó a ocuparse de las tendencias del mercado y las ventajas competitivas de un amplio campo de la cultura, como el conformado por la radio y la televisión, las industrias del libro y del disco, el cine y el video, los espectáculos, la publicidad, arquitectura, mercados de arte y antigüedades, artesanías, diseño y moda, los servicios informáticos y el software.

Esta visión tuvo a partir de la mitad de la presente década algunos importantes ecos en América Latina, pasando a suplantar en algunos casos el concepto de “industrias culturales” por el de “industrias creativas” e incorporando al mismo un número mayor de industrias y actividades en las que según un informe de 2004 de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, UNCTAD, estarían representadas todas aquellas que tienen a la creatividad como componente esencial, integran procesos de carácter industrial y aparecen protegidas en los regímenes de derechos de autor. Fue también en ese año, donde se llevó a cabo en Brasil la idea de creación de un Foro Internacional de Industrias Creativas, incentivado por la UNCTAD, a lo que se sumó también tiempo después UNESCO. Lo que ayudó a insertar el nuevo concepto en algunas políticas gubernamentales de la región, fue la crisis económica y el crecimiento del desempleo, y la creencia de que las industrias, actividades y servicios de la cultura –un terreno hasta muy poco tiempo atrás claramente desatendido en los presupuestos públicos- pudieran servir para atenuar las dificultades económicas y sociales existentes.

En otras regiones del planeta, como Africa y Asia, particularmente en los países más influenciados por la herencia anglosajona, e independientemente de las diferencias entre los distintos contextos, se instaló también el concepto de “industrias y economías creativas”, ampliado hacia muchos otros sectores de la cultura, en base al reconocimiento de nuevos o viejos en productos, actividades y servicios de contenido creativo y para los cuales se fijaban objetivos de mercado. De ese modo, en dicho concepto se incluyeron también el patrimonio inmaterial, las expresiones colectivas y populares, el conocimiento tradicional, los mercados de arte y antigüedades, junto con el diseño, los servicios informáticos y las nuevas tecnologías.

Pero tal como observa la investigadora brasileña Ana Carla Fonseca, “al incorporar en su esencia conceptos de definición tan discutibles como cultura y creatividad, la economía creativa tiene en sí una herencia de cuestionamientos. Aunque algunas iniciativas hayan surgido ya en ese entonces, sugiriendo una preocupación por la inclusión socioeconómica de áreas o clases marginadas, el énfasis en los resultados del concepto recayó sobre las estadísticas agregadas de impacto económico, sobre todo su contribución al PIB y a la tasa de crecimiento de la economía”.

El Informe de Economía Creativa 2008 que presentó recientemente la UNCTAD, junto con referir el trabajo conjunto de dicho organismo con el PNUD, la UNESCO y la OMPI, en dicho tema, destaca que las exportaciones mundiales de bienes y servicios de las industrias creativas representó para 2005 la suma de 424,5 mil millones de dólares, o lo que es igual el 3,4% del comercio mundial. Ahora bien ¿qué productos, servicios o actividades son incluidos en ese concepto de industrias creativas, si se tiene en cuenta que no existe un modelo referencial mundial, regional o inclusive localmente, que haya sido consensuado? Diversos y cada vez más variados modelos han ido apareciendo en el campo de las teorías académicas y en el de las políticas públicas. Lo cual complica aún más cualquier tipo de definición si ella se remite a enfoques meramente teóricos o bien a espacios descontextualizados.

En ese sentido, Ana Carla Fonseca advierte, “diversos países, al comprender que hay que profundizar esa discusión en busca de un nuevo paradigma socioeconómico, pero eventualmente movidos por ingenuidad o deslumbramiento, han visto la solución británica como la luz al final del túnel del desarrollo, sin la necesaria traducción del concepto a sus propias realidades cultural, social y económica”.

Los conceptos y las definiciones no son nunca inocentes ni imparciales y además, experimentan cambios en el espacio y en el tiempo según las necesidades y posibilidades que existan en una determinada realidad o en un contexto delimitado. Además de lo que cada una de ellas comprende, existe una dimensión ideológica presente en cada concepto. Así, por ejemplo, uno de ellos puede responder a una visión que diferencia los productos culturales de otro tipo de productos, en tanto difusores de losa sentidos y los significados que están presentes en las diversas culturas, mientras que otros aparecen sirviendo directamente a una lógica eminentemente mercantilista. En este sentido, tal como observa el investigador argentino Facundo Solanas, “es preciso ser cautelosos con las definiciones porque así como la Unión Europea pudo esgrimir argumentos para salvaguardar su espacio audiovisual de la voracidad de Hollywood, una definición demasiado vasta y ambigua indirectamente puede implicar tomar partido en favor de la ya histórica postura norteamericana en el ámbito de la OMC. Y en ese caso, ¿qué país podría llegar a esbozar argumentos para proteger su turismo por ejemplo, de la misma forma que lo hizo Europa con su cine? O bien, si el turismo es parte de la” economía creativa”, la que se rige por las reglas del mercado, entonces todo lo que entre dentro de este amplio concepto también debería hacerlo”.

Estas diferencias a las que se refiere el investigador argentino, también se manifiestan en muchos otros campos de la cultura si se comparan las políticas prevalecientes en unos países y en otros. Un ejemplo de ello, es las diferentes posturas que existen en materia de derechos de autor y de propiedad intelectual entre naciones o regiones dado que, por ejemplo, las leyes del copyright vigentes en Estados Unidos, el Reino Unido, Irlanda y los países nórdicos, al favorecer a quien asume el riesgo económico del proceso creativo, chocan contra la tradición del derecho de autor continental europeo, recogida en casi toda América Latina, donde el núcleo principal de la construcción jurídica se asienta en el autor.

Otro ejemplo de estas diferencias está dado también cuando se tienen en cuenta las relaciones de poder entre unos y otros países en materia de mercados de bienes y servicios culturales. Según datos de la UNESCO los beneficios económicos del mercado internacional de bienes culturales se concentraban en 2002 en muy pocos países, particularmente el Reino Unido, los Estados Unidos y China. De otra parte, América Latina y el Caribe, sumados, no superaron el 3% de dicho mercado, mientras que Oceanía y África representaron el 1% de las exportaciones globales . A su vez, mientras que la facturación conjunta de Estados Unidos y la Unión Europea representaba en 2007 el 61,4% del mercado mundial de bienes culturales, América Latina, África y Oriente Medio no superaban el 9,7%

En este punto, la brasileña Ana Carla Fonseca: “Se hace profundamente más importante definir no cómo medir, sino qué medir: encontrar las características de la economía creativa adecuadas a cada país o región, identificar sus ventajas competitivas, su unicidad, sus procesos y dinámicas culturales, las redes de valor creadas y el valor potencial agregado de la intangibilidad y sus productos y servicios”.

Son estas y otras razones, que hacen a las diferencias históricas existentes entre unas regiones y otras, así como entre naciones de una misma región, e inclusive en el interior de las naciones, las que han dificultado o impedido hasta el momento acceder a un consenso a escala regional sobre sistemas de medición e información cultural, así como sobre indicadores cuantitativos y cualitativos para medir las relaciones entre actividades propias de la cultura y la creatividad y los distintos rubros de la economía.

Estas observaciones apuntan a la necesidad de precisar con mayor detenimiento los estudios de las relaciones entre economía y cultura, con el fin de que los mismos antes que reducirse a simples papers y documentos teóricos generalizadores o a meras resoluciones institucionales puedan servir para una aplicación política que sea congruente con el espacio y el tiempo en que ellos aspiran a ser de utilidad efectiva para el desarrollo integral y sostenible de cada espacio nacional o local. Lo cual obliga a delimitar antes que nada el campo a estudiar y a precisarlo en los términos más claros precisos, y a dar respuestas al qué es lo que nos proponemos estudiar o medir, al por qué, al para qué y al para quienes se efectúan los estudios, sean los referidos a industrias, servicios o actividades de uno u otro sector de la cultura. De tales respuestas podrá devenir en términos más racionales y sensatos el cómo deberán ser las políticas y estrategias de desarrollo y también el replanteo de los propios conceptos y las definiciones.

Es sabido que en algunos países del mundo o inclusive de la región diversas industrias culturales o inclusive de las que conforman el campo de las llamadas industrias creativas no se rigen necesariamente por apetencias de rentabilidad económica y comercial, sino que, a menudo, están guiadas por finalidades de interés de servicio público y social. Es decir, siempre son funcionales al sistema político y económico del cual forman parte. Sería poco racional pretender que un país latinoamericano, por ejemplo Cuba, impulsase políticas a favor de estas industrias basándose sólo en los beneficios económicos que las mismas le pudieran brindar a las editoriales de libros, a los medios periodísticos, a la radio o a la televisión o al sector discográfico. Ellas cumplen allí, de manera prioritaria, una función de servicio a la comunidad en términos de facilitar en ella información, comunicación, cultura y entretenimiento, según la política y los propósitos –compartibles o no- del sistema político y económico de ese país.

Algo parecido ocurría en México algunas décadas atrás, cuando las localidades de cine tenían precios irrisorios resueltos por el Estado y que forman parte de la canasta básica del presupuesto familiar, con la intención de promover la concurrencia de los sectores más relegados a las salas.

Son ejemplos que pueden también aparecer en otros países. Además, en el interior de cada comunidad latinoamericana existen también organizaciones sociales dedicadas a desarrollar actividades y servicios o bien a producir bienes culturales, sin pretensión alguna de hacer lucro con las mismas y cuya incidencia tiene a menudo una reconocida importancia en el desarrollo humano y social –diversidad e identitarios culturales- además de aquella otra de carácter económico poco estudiada hasta el momento. . Es por esa razón, el hecho de circunscribir el papel de estas industrias, servicios y actividades, llamémoslas culturales o creativas, a su dimensión meramente económica, o al impacto que tienen sobre el PIB, la PEA o la balanza comercial, puede ser legítimo en algunas situaciones nacionales o locales, pero no necesariamente podría tener vigencia en otras.

En este sentido, el concepto de economía e industrias creativas, si bien es útil para reflexionar, necesita ser redefinido para que su aplicación fáctica sea de utilidad en las políticas de desarrollo integral y sostenible, según lo que es propio de cada país y de cada cultura. Las generalizaciones al igual que las simples abstracciones, por más bien intencionadas que sean, no alcanzan a tener un valor de aplicación en cualquier país o en cualquier momento. Baste recordar aquellas primeras definiciones que hacía la UNESCO en los inicios de los años ´80, cuando entendía a las industrias culturales como aquellas en que “los bienes y servicios culturales se producen, reproducen, conservan y difunden, según criterios industriales y comerciales, es decir, en serie y aplicando una estrategia de tipo económico, en vez de perseguir una finalidad de tipo cultural

Ese concepto economicista y parcializante varió en alguna medida en los años siguientes, pero las dificultades económicas y los problemas sociales que se acrecentaron tanto en las naciones de mayor desarrollo como en las regiones periféricas, volvieron a poner de nuevo el énfasis en lo económico de la cultura –más que en la cultura como tal- y prueba de ello dan los planteos más recientes de la UNCTAD, la OMPI y la propia UNESCO.

Es por ello que resultaría tan insuficiente y erróneo sostener la importancia de la dimensión económica de la creatividad y la cultura en desmedro de los contenidos y los valores que puedan provenir de la misma, como hacerlo de estos omitiendo su incidencia en el desarrollo económico y social. Se trataría, en suma, de volver nuevamente a propiciar el encuentro entre los agentes de la economía y de la cultura, con el fin de redefinir en términos equilibrados, el valor y el papel que tienen las industrias, servicios y actividades culturales o creativas, en el mejoramiento integral de cada sociedad. En este punto habría que reconocer que la mayoría de los ministros responsables de los temas culturales en muchos de nuestros países no tienen ni el mandato ni la habilidad técnica para hacer frente a temas como producción, distribución y consumo culturales como fenómenos económicos, pero también aceptar que los ministros responsables de los temas de economía y hacienda tampoco tienen ni el mandato ni la habilidad técnica para tratar de manera eficiente los temas de la producción y la comercialización que son propios de las industrias creativas como fenómenos en los que prevalecen los contenidos simbólicos, los sentidos y significados de valor eminentemente cultural.

Un tema que llevaría a desarrollar una labor más lúcida e intensa en materia de indicadores cualitativos, para que los mismos permitan una mejor lectura de lo que hasta ahora predomina en materia de estadísticas y datos cuantitativos.

En última instancia la valoración de una política económica y social en el campo de la cultura y de la propia economía, no es tanto para apreciar la misma según resultados meramente estadísticos –facturación, empleo, valor agregado, PIB, etc.- sino para precisar aquello que dicha política ha contribuido o lo está haciendo en favor del mejoramiento de la información, la educación, el entretenimiento y los valores esenciales de una sociedad. Aquellos referidos a la inclusión y participación social, el reconocimiento de la diversidad, la solidaridad y la construcción de una ciudadanía democrática para el desarrollo de la comunidad. Un desarrollo integral que incluye obviamente a la economía y el empleo y que demanda, junto al empleo de indicadores cuantitativos el diseño e implementación de otros de carácter eminentemente cualitativo. Desafío éste que se ha instalado ya en algunos de nuestros países y al cual habría que darle mucha importancia si es que se aspira a que los caminos de la economía y la cultura, hasta ahora paralelos y en gran medida distantes, confluyan en algún momento para beneficio de nuestros pueblos.

Sao Paulo, 2009.

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