Por Octavio Getino
El tema de la incidencia económica y social del cine, podría ser abordado desde distintas angulaciones cada una de las cuales nos daría una imagen diferenciada. En nuestro caso, preferimos tratar el tema describiendo dicha incidencia en dos campos principales. El primero, de carácter endógeno referido a lo que ella representa en términos directos en el interior de las industrias del cine y el audiovisual, es decir, para beneficio de las mismas, y el segundo, de tipo exógeno, referido a sus efectos indirectos sobre la economía de los contextos socioculturales, en los que la producción audiovisual interactúa. Una labor tanto o más redituable que la de carácter endógeno, tanto para satisfacer como para promover consumos que exceden ampliamente al mercado audiovisual o el de productos cinematográficos y que impacta en numerosas áreas del desarrollo.
En lo referido al primer campo, el que ha sido más estudiado hasta ahora, cabe recordar que entre 1996 y 1997, apareció uno de los primeros estudios, promovido por la AECI y la FAPAE, de España , donde ya no aparecía el cine como el sujeto protagónico o excluyente en cuanto a incidencia económica nacional, sino que al mismo se sumaban las nuevas tecnologías audiovisuales que habían comenzado a hegemonizar el consumo y la comercialización de películas en esa época, como la TV de pago, el video y la oferta y consumo de señales televisivas satelitales. Con ese trabajo se avanzaba claramente en la recopilación y procesamiento de datos que permitían conocer la situación de la economía de las industrias del audiovisual, tomando como base indicadores de producción, mercados, financiamiento, balanza comercial y políticas vigentes. A través del mismo, y pese a la cautela con que deberían manejarse cifras no siempre de valor fiable, la incidencia del conjunto de las industrias referidas en el Producto Interno Bruto oscilaban, para el año 1996, entre 0,33% en Venezuela, a 0,96% en Argentina, con porcentajes intermedios de 0,47% en México, 0,51% en España, 0,91% en Brasil y 0,94% en Chile, haciendo así un promedio de 0,83% para el conjunto de siete países estudiados.
Si se tiene en cuenta que dentro de estas cifras se incluía junto al cine, la TV y el video, la presencia del audiovisual regional en el PBI de cada país, no alcanzaba niveles muy relevantes, aunque los mismos se acentuarían desde entonces, con la presencia de imágenes en movimiento en la TV digital, en el DVD, en el videojuego, Internet, telefonía móvil y otros medios.
De cualquier modo, lo que importa en todo caso es tener en cuenta aquello que, como parte del impacto económico y social, quedaba en manos de los países de la región, o por el contrario era derivado para beneficio de las majors o de los fondos de inversión que han comenzado a operar dentro del negocio del cine y el audiovisual. Remitiéndonos al estudio referido de FAPAE y AECI, sus conclusiones resultaban veinte años atrás bastante claras. En materia de películas para salas cinematográficas, los siete países estudiados gastaban por importaciones y pago de derechos 288 millones de dólares por año y recibían por igual razón 15,9 millones. En cuanto a video pregrabado, las importaciones representaban 385,4 millones y las exportaciones 15,9 millones. En el caso las señales televisivas, las erogaciones locales eran de 654,4 millones, mientras que el ingreso por ventas al exterior apenas llegaba a 36,5 millones. Por último la región enviaba al exterior en el rubro programas televisivos por un valor de 165,3 millones de dólares y reconocía pagos de derechos por 1.233 millones. En resumen, lo que percibían los países referidos en su conjunto como parte de su actividad comercial internacional en el sector audiovisual del cine, el video y la televisión, representaba una suma de 217,7 millones de dólares, mientras que las erogaciones de divisas por similares motivos en igual período –nos referimos al año 1996- alcanzaban los 2.351 millones de dólares. Lo cual hacía de estas industrias un sector económico altamente deficitario, en el que las cifras negativas llegaban a 2.133 millones por año.
Compárense estas cifras con las correspondientes a un solo año de la actividad cinematográfica norteamericana, en las que por ejemplo, para el año 1999, las importaciones de películas fueron de unos 200 mil dólares y las exportaciones superaron los 7,5 mil millones, alcanzando un superavit de 7,3 mil millones de dólares en la balanza comercial. No se incluyen en estas cifras las recaudaciones de los filmes locales en el mercado interno que ascendieron en ese mismo año a unos 8 mil millones de dólares .
En los últimos años han sido los organismos gubernamentales de Iberoamérica los que más interés han demostrado en reunir y procesar datos y cifras con el fin de ir teniendo un basamento científico –aunque sólo sea de carácter estadístico y cuantitativo- sobre la evolución de la economía y el empleo en las industrias del cine y el audiovisual, y también sobre su incidencia en el PBI y en la PEA de cada nación. Puede decirse que lo realizado hasta el momento es insuficiente y digno de un mayor debate. Pero no es poco si se tiene en cuenta que hasta hace muy pocos años no se había hecho prácticamente nada al respecto. En este sentido, los avances realizados aparecen como el inicio de un proceso cuyos resultados más fiables no podrán esperarse en el corto plazo. Pero que, pese a sus limitaciones, aquellos son una primera base para la formulación de políticas y estrategias que vayan más allá del mero subjetivismo sectorial. De ese subjetivismo que hasta el momento no pareciera haber aportado mucho a la construcción efectiva de industrias cinematográficas que nos representen.
Y aunque los avances referidos se han limitado en su mayor parte al tratamiento de datos cuantitativos, no cabe duda de que sin los mismos sería bastante improbable cualquier análisis serio de carácter cualitativo que intente explicar los por qué, los cómo o los para qué de la oferta y la demanda de productos audiovisuales, tanto en el interior de cada país como a nivel regional.
En esa línea de trabajo han comenzado a desarrollarse estudios de distinto tipo a nivel nacional o regional, cuyo número y calidad creció particularmente en los últimos años, pese a que los mismos no sean conocidos por muchos productores y cineastas de la región. Bastaría remitirse a los trabajos realizados con el apoyo del Convenio Andrés Bello en Colombia, Perú, Chile, Bolivia y otros países para medir el impacto de las industrias culturales –entre ellas, las del audiovisual- en la economía y el empleo de cada nación, e inclusive, para comparar aquel entre varios países, como ha ocurrido en el último año a partir de la decisión de los ministros y responsables de Cultura del Mercosur y de Sudamérica, de crear Sistemas de Información Cultural, y más recientemente, resolver la puesta en marcha de un sistema de ese carácter a nivel regional . Años atrás esta preocupación también estuvo en países como México, cuando desde el IMCINE se realizó un primer trabajo sobre los mercados externos del cine nacional, o en Argentina, donde la Cancillería, con el apoyo del BID y la UNESCO, llegó a cabo un primer estudio sobre los mercados externos de las industrias nacionales del audiovisual.
Algo parecido han realizado los organismos de cine del MERCOSUR, reunidos en la RECAM, a través de cuyo Observatorio produjeron información y análisis sobre la producción y los mercados intrarregionales del cine de esos países . También la CAACI ha iniciado actividades en esa misma orientación. Como lo han hecho otras instituciones de carácter no gubernamental, como la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, con la apoyatura de la Fundación Carolina o la AECI, a través de investigaciones orientadas a conocer la dimensión productiva y de mercados del cine iberoamericano, así como a desarrollar estudios sobre el impacto de tecnologías, por ejemplo, las de la digitalización, en la producción y en la exhibición de películas latinoamericanas, además de la formación de nuevos públicos .
Podrían agregarse otros ejemplos, como son los de algunos sindicatos y organizaciones de trabajadores del sector o de investigadores individuales o a cargo de equipos académicos, pero los ya referidos informan sobre avances realizados en lo que hemos comenzado a definir hace unos 20 años como Espacio Audiovisual Latinoamericano.
Dicho esto, como manera de recuperar parte de la memoria de lo que estamos siendo, podría concluirse que la incidencia endógena del cine y el audiovisual al interior de dicho campo, con ser relativamente significativa, no traduce una presencia protagónica de los agentes nacionales en el aprovechamiento de la misma. Y que dicha presencia, se reduce a figurar en el elenco del sector como personajes secundarios. Lo dijimos ya. Los beneficios económicos principales que se obtienen a través de la producción y el comercio de bienes y servicios audiovisuales, no quedan en el interior de nuestros países para dinamizar de manera satisfactoria las economías locales, sean las del cine o las del contexto social, sino que se derivan, a menudo de manera directa y sin regulación o fiscalización alguna, hacia las oficinas centrales de las majors o de los fondos de inversión transnacional.
Podríamos decir así, por ejemplo, que la participación del cine en el PIB de un país como Colombia, fue de apenas 0,03% en 2005, y que al mismo tiempo, la mayor parte de los 45 millones facturados en las taquillas de cine de dicho país fueron destinados a las majors y a sus exhibidores y socios locales. O que algo parecido ocurría en Perú en 2003, con los 21 millones de dólares recaudados en taquillas, cuando apenas el 4% de dicha cifra se recicló a favor de la producción local. Otro tanto puede ocurrir en Argentina, con alrededor de 93 millones de dólares de recaudación en 2007, pero que sólo reportaron el 10% para productos locales, un porcentaje parecido al de Brasil (330 millones de dólares y un 11% para películas locales para el mismo período), Colombia (83 millones de espectadores y 12% para la producción nacional), o de México, donde sólo entre el 7% y el 10% de las recaudaciones corresponde a títulos nacionales. Los porcentajes son sensiblemente inferiores en los países –la mayoría de la región- donde los volúmenes de la producción local son aún menores, y en algunos casos, prácticamente nulos.
Poco o mucho, el resultado se traduce en una apropiación de la mayor parte de las utilidades por los conglomerados transnacionales, sin que de contraparte, estos realicen aportes o inversiones significativos en la producción de contenidos audiovisuales locales o regionales. En este punto, sólo la legislación brasileña de incentivos fiscales ha motivado algunas inversiones por parte de distribuidoras de las majors en la actividad productiva local, asociadas siempre en el mercado a los intereses de los conglomerados mediáticos locales y respondiendo en todo caso a las directivas e intereses de sus oficinas centrales.
Esta situación se reproduce, incluso con mayor gravedad, en los subsectores del video, y domina ampliamente en las señales destinadas a la TV cable o satelital, haciendo de nuestras economías un lugar de probada rentabilidad, aunque sólo disponible para quienes tienen la capacidad o el poder suficiente para apropiarse de la misma. Industrias audiovisuales con balanza deficitaria en términos de intercambio, pueden ser relevantes a escala local en comparación con otros sectores de la cultura o de las industrias culturales, pero no llegan a representar siquiera, para el caso del cine, el 0,2 del PIB de la economía nacional. Y si al mismo se suman otros sectores del audiovisual como televisión y el video –sin incluir aquí la industria del disco y de la radio, que algunos incluyen en el audiovisual- la incidencia en el PIB puede trepar a un 1% o un poco más en los países de mayor desarrollo relativo en la región, pero inferior al 1.3% que, por ejemplo, tienen las industrias del audiovisual en Estados Unidos.
Abona aún más la hipótesis anterior, el hecho de que las innovaciones tecnológicas experimentadas en el sector audiovisual y la aparición de nuevas ventanas de comercialización para los productos cinematográficos ha hecho casi insignificante la presencia de títulos fílmicos en las salas tradicionales si se la compara con la que los mismos tienen en otros sistemas de exhibición. Así, por ejemplo, las pantallas de las salas de cine latinoamericanas ofertan en cada país anualmente alrededor de 200 ó 250 títulos, los que en más de un 60% proceden de compañías norteamericanas. De manera simultánea, el negocio del video pregrabado hogareño edita entre 600 y 800 títulos y en algunos países, todavía más. Por su parte, los sistemas de televisión abierta proponen en cada país la visión de entre 1.000 y 1.200 películas al año, mientras que la TV por suscripción, sea vía cable o satelital, eleva esa cifra a más de 15 mil títulos anuales. El consumo mayor de películas –como viene sucediendo desde hace más de tres décadas- no está ya en las salas tradicionales, si no fuera de ellas, con un impacto directo no sólo en la economía del sector, sino también en la percepción de los usuarios y, en consecuencia, en las adecuaciones a las cuales está obligada la oferta local –temas, narrativas, tratamientos, etcétera- para responder a los cambios operados en la demanda y en los consumos.
En términos económicos, la preeminencia de los diversos sistemas de oferta y demanda de productos cinematográficos al margen de los circuitos tradicionales de exhibición, resulta bastante clara. Basta tomar como un ejemplo un país de la región, como puede ser la Argentina, con características que pueden ser extensivas, sino totalmente, al menos en términos aproximados a los de muchos otras países latinoamericanos. Allí, los ingresos totales por comercialización de películas en salas pueden significar en la actualidad entre 100 o 110 millones de dólares, de los cuales apenas el 10% se deriva a la producción y comercialización de títulos nacionales . En cambio los procedentes del negocio de venta y alquiler de películas en video o DVD, representan, sin incluir la llamada piratería, entre 120 y 150 millones, con una participación de los títulos nacionales todavía más baja que la de las salas de cine. Si a esa cifra se agrega la procedente de la venta informal de videos o DVS pregrabados, el monto resultante superaría los 200 millones.
Por otra parte, la facturación de los sistemas de TV por suscripción –cuya oferta tiene en los títulos cinematográficos su principal atractivo- representa aproximadamente entre 800 y 900 millones de dólares por año. La mayor parte de esa facturación corresponde a las compañías de origen norteamericano –o de las mismas asociadas con grandes empresas o conglomerados internacionales- por pago de derechos de emisión de películas, correspondiendo a las empresas locales menos del 30% del monto recaudado.
Como puede apreciarse, la industria televisiva, protagonista principal del sector audiovisual, tiene una presencia claramente hegemónica en la oferta y el consumo de películas. Esta industria, es además, entre todas las del campo cultural y comunicacional, la que ejerce una mayor incidencia en la cultura, la economía y la sociedad de cada país. A través de todos sus sistemas, la televisión representa más del 50% o 60% de la programación emitida en casi todos los países de la región, ascendiendo a porcentajes mayores allí donde la capacidad productiva local es todavía mayor. Si a ello se suma la labor de la publicidad propalada por dichos medios -pese que también ella sirva a la rentabilidad de grandes empresas extranjeras anunciantes- su impacto tiene más relevancia aún, por lo que contribuye a la dinamización local o nacional de la economía y el empleo. Por lo menos esa incidencia es mucho mayor que la que tiene la producción y comercialización de películas locales, sean estas ofertadas en las salas de cine, en las tiendas de video o, incluso, en la propia televisión.
Y conste que no se considera en este análisis el impacto económico y social que está presente en muchos de nuestros países con la fabricación, aunque sea por maquila o ensamblaje, de máquinas, equipos e insumos para la producción, reproducción, emisión o consumo de bienes y servicios audiovisuales, propios más de los sistemas de televisión y video, que de la industria cinematográfica. Cualquier estudio sobre la dimensión económica y social de dicho campo permitiría verificar que la misma podría superar con creces a la procedente de la facturación de las salas de cine o de los canales televisivos.
Aunque las estadísticas pueden ser a menudo objeto de duda más que de certidumbre, los datos referidos ponen sobre el tapete la situación de dependencia económica y cultural de las industrias del audiovisual iberoamericano con respecto a Estados Unidos, y en menor medida a los países europeos. Con lo cual podría aventurarse una primera hipótesis en este tema de la incidencia económica y social del cine en los países iberoamericanos y ella sería que la misma, pese a representar algunos cifras positivas para la región, ha tenido y sigue teniendo como principales usufructuarios a las naciones que desde fuera de la región –en primer término los Estados Unidos- controlan más del 70% u 80% de la oferta y la demanda de productos audiovisuales en las pantallas grandes y chicas de nuestros países. Por lo tanto, el mayor porcentaje de la incidencia que el cine y el audiovisual tienen en las economías latinoamericanas no queda en la región sino que es apropiado desde el exterior de la misma. Es que, como ocurre con cualquier otro tipo de derechos, por ejemplo, el de la libertad, ellos pueden estar proclamados para todos, pero sólo los ejercen quienes tienen el poder de hacerlo.
Este primer enfoque dedicado a la incidencia endógena del cine y el audiovisual en nuestros países pone de manifiesto el desafío perentorio que tienen las industrias locales –ya que en la mayor parte de América Latina no existen verdaderas industrias cinematográficas- para avanzar en la elaboración de políticas de desarrollo integral que ayuden a los empresarios y cineastas locales a competir exitosamente –más allá de los resultados excepcionales de una u otra producción nacional- con las industrias hegemónicas. Bastando acotar que dichas políticas no pueden circunscribirse tampoco al plano meramente nacional, sino que están obligadas a pensarse y ejecutarse de manera ascendente y sostenible como políticas regionales. Por ello, la importancia de actualizar y reforzar los convenios y acuerdos de integración, coproducción y mercado común del cine latinoamericano e iberoamericano que se celebraron en Caracas a fines de 1989 y que se tradujeron luego en valiosos programas de fomento estatal o interinstitucional, como es hoy en día el Programa Ibermedia.
Un segundo enfoque que cabría referir en cuanto a la incidencia en la economía y en la sociedad del cine y el audiovisual, es el que está referido a los efectos exógenos del cine sobre los contextos donde se producen o comercializan productos audiovisuales. En este punto cabría destacar en primer término algunos aspectos que distinguen al producto o a la obra cinematográfica de aquellos otros originados en el campo de las industrias culturales.
Por ejemplo, obras literarias hubo siempre, desde tiempos inmemoriales, sin necesidad de que ellas debieran esperar la aparición de la industria del libro. Otro tanto ha sucedido con las obras musicales, nacidas hace miles y miles de años, desde que sonó la primera percusión o el primer lamento humano, mucho antes de que se produjera la llamada Revolución Industrial y se inventaran el gramófono y el fonógrafo. Pero el cine, como medio y lenguaje diferenciado y específico, sólo entró en la historia cuando ciencia, tecnología e industria, además de inversiones económicas, confluyeron como espectáculo de masas a fines del siglo XIX. Las obras cinematográficas no hubieran aparecido en la cultura ni en las comunicaciones humanas sin la presencia y articulación creciente de todos esos factores. Esto hace que la relación sinérgica y directa del cine con la industria, la tecnología, la economía y el desarrollo en general, sea mucho más estrecha por la reciprocidad de sus efectos que en cualquiera otra industria cultural.
La característica específica del lenguaje o del discurso audiovisivo implica la presencia simultánea –no ya sólo de mensajes superpuestos a manera de palimpsesto- sino la de imágenes y propuestas visuales que exceden el propio hilo narrativo de cada película. Es sabido que la literatura o los textos impresos en la industria editorial inducen a la imaginación del lector para que este pueda percibir más allá de los signos y significantes que aparecen en el texto escrito. La industria del disco o de la radio incide y a la vez inducen a la creación y recreación de imágenes sonoras e incluso visuales. Pero en el audiovisual, la imagen y el sonido protagonizan de manera totalizadora cada discurso, sea este documental, ficcional, informativo, educativo o de entretenimiento. Y tales imágenes remiten obligadamente a espacios, escenarios, vestuarios, objetos, arquitecturas, gestualidades, músicas, en suma, iluminan formas y modos de vida en las que se expresan o se manifiestan las relaciones que los individuos establecen entre sí, con su hábitat, con ellos mismos o con lo inaccesible, sean los “agujeros negros” o los dioses. Todo lo cual hace a la construcción de sistemas de relaciones en las que se edifica y desarrolla cualquier tipo de cultura, entendida ésta en su sentido más amplio y holístico.
Es sabido que cualquier discurso fílmico o audiovisual incide directa o indirectamente en la ideología, los valores simbólicos, en la intangibilidad de las culturas de los espectadores y los públicos, pero no menos cierto es también, que también lo hace, dado el impacto directo de todo lo que aparece en cada fotograma percibido, con efectos claramente verificables en los consumos que exceden el campo del cine y el audiovisual y se proyectan en numerosos aspectos de la vida misma y del desarrollo en general. La exposición o dramatización de modos de vida que es propia de cualquier historia ficcionada o documental implica la presencia, junto a la intangibilidad de lo simbólico, de infinidad de elementos materiales, todo aquello que hace a la existencia de la vida misma, orientados no ya a incentivar la imaginación sino a golpear en la sensibilidad del espectador con su verosimilitud y crudeza. Las imágenes hablan, expresan e informan directamente desde la pantalla de la sala o del televisor, además lo hacen sin intermediación alguna, sobre la materialidad –escenarios, personajes, objetos, etcétera- que está obligadamente presente en cada uno de los discursos o historias ya que sin ella no sería posible la propia imagen.
Es así que la tangibilidad manifiesta en la que transcurre la vida humana, y en el cine, la de sus personajes, aparece de una u otra forma, con uno u otro artilugio, en todo lo se ofrece a la mirada y el oído del perceptor de imágenes, induciendo, como en un “sin querer queriendo”, a la adopción, reproducción o consumo de modas, vestuarios, alimentos, bebidas, electrodomésticos, automóviles, tecnologías, banderas, armas bélicas, escenarios, música, gestualidades, lenguajes, tecnologías y todo aquello sin lo cual, las imágenes perderían verosimilitud. Es sabido que el cine puede promover en términos explícitos alguno de esos elementos –las películas hollywoodenses abundan, por ejemplo, en la publicitación más o menos explícita de algunos productos, incluida su bandera nacional- que contribuyen a su financiamiento económico y a su legitimación política. Sin embargo, aunque no exista dicho propósito en forma manifiesta, aquellos elementos en los que se sustenta cualquier imagen, siempre aparecerán como una propuesta implícita, a la cual el espectador o el perceptor audiovisual deberán responder –aceptando o negando-, según el campo de experiencias de cada uno. Lo que tiene que ver con sus niveles de información, educación o cultura. En todo caso, la incidencia que tiene esta oferta de imágenes trasciende a la rentabilidad que puede corresponder a los productos cinematográficos y se extiende sobre el conjunto de industrias y sistemas de producción y servicios que de una u otra manera están presentes en cada filme y en cada fotograma.
Este es un tema que, obviamente, ha sido aún menos abordado que lo que referíamos para la incidencia económica de carácter endógena, pero cabría arriesgar que es tanto o más importante que aquella para entender el desarrollo de las economías más desarrolladas a costa de las periféricas. Es así que no podría entenderse la expansión y la hegemonía de infinidad de productos de las industrias y los servicios norteamericanos, sin el auxilio que los mismos han recibido, particularmente desde la II Guerra Mundial, por parte de la difusión y comercialización de productos audiovisuales en todo el mundo (películas, seriales, comedias, documentales, video clips, video juegos, etcétera), presentes a cada minuto en las pantallas de los cines o en de la televisión.
Economía y cultura se conjugan de este modo en la producción audiovisual hegemónica y ello explica el sólido matrimonio existente entre las majors norteamericanas, siempre dispuestas a responder satisfactoriamente a las necesidades del Departamento de Estado o del Pentágono y las de estos organismos gubernamentales para proteger y promover al sector audiovisual, no ya sólo en términos económicos, sino principalmente políticos, como parte estratégica de su economía y de su política de expansión planetaria. Prueba de ello son los repetidos desencuentros que vienen sucediéndose desde hace muchos años entre los Estados Unidos y la mayor parte de las naciones en la OMC, la UNCTAD o la UNESCO.
Resumiendo: la incidencia económica y social del cine y el audiovisual se verifica simultáneamente en términos directos e indirectos. En el primero de los casos, ella favorece principalmente a los oligopolios que manejan nuestros mercados, y en el segundo, sirve en mayor medida a las cinematografías, que como la norteamericana, tienen una mayor conciencia sobre el papel estratégico de las imágenes en movimiento para promover, junto con valores simbólicos, sus otras industrias y economías.
En uno o en otro caso, es de nuestra responsabilidad intentar cambiar cuanto antes esa situación, revirtiendo el panorama planteado con el fin de que los efectos de la actividad cinematográfica de cada país sean para beneficio de la producción local y a la vez incidan en favor del desarrollo nacional y regional. Porque vale recordar que, hasta el momento, el mayor impacto que tiene el cine local en nuestros países no es tanto económico ni social, sino esencialmente cultural, como lo prueban todos aquellos filmes ocupados de expresar creativamente los imaginarios y las identidades, tanto individuales como sociales, que son propios de cada cineasta y de cada pueblo. Filmes que cuando están logrados, pueden convertirse –tal como la experiencia lo indica- en rotundos éxitos cuya incidencia además de sociocultural es también económica.
Sería recomendable en este sentido avanzar en la actualización o en la formulación de algunas enmiendas en los acuerdos celebradas en la CAACI en 1989, particularmente el del Mercado Común del Cine Latinoamericano –que puede contener implícitamente, además, propósitos de coproducción y codistribución- con el fin de incrementar los intercambios intrarregionales y fortalecer con producciones propias los mercados de la región. Porque, como se viene demostrando en los últimos años, es más fácil producir que ocupar espacios en las pantallas nacionales o iberoamericanas de cine y de televisión. Sin una clara solución a este problema, tampoco el fomento productivo augura muchos éxitos a futuro.
Pero también es necesaria la realización de estudios e investigaciones más amplios y rigurosos que los producidos hasta ahora, para profundizar el conocimiento de cada tema, sin lo cual habremos de seguir corriendo el riesgo de anteponer la subjetividad impresionista –muy propia también de realizadores y productores de imágenes en movimiento- al estudio científico y confiable de las cadenas de valor productivo del cine y el audiovisual y a su tratamiento y debate en materia de competitividad nacional e internacional, sea en el plano de la industria y la economía, o en el de la cultura y la construcción de nuevos modelos poéticos y narrativos.
Entendemos que estos son parte de los grandes desafíos que deberíamos afrontar –tanto en el sector público, como en el privado y en el social- para no seguir repitiendo las consabidas denuncias frente a quienes se han aprovechado -y siguen haciéndolo- de sus privilegios de los cuales también nosotros seremos corresponsales si, además de describir y denunciar la situación, no hacemos lo necesario para cambiarla.
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