lunes, 14 de junio de 2010

EL TURISMO COMO PARTE DEL “TIEMPO DE OCIO”

Por Octavio Getino
“¡O Meliboe, Deus nobis hoec otia fecit!”
(“¡Oh, Melibeo, esta ociosidad nos la ha dado un dios”!)

VIRGILIO, “Bucólicas”

Una inteligente mirada sobre el turismo no es aquella que se circunscribe a lo específico del sector como tal, sino la que lo enmarca en un campo más amplio y totalizador que es el del llamado “tiempo de ocio”, una instancia que ha merecido reflexiones y políticas por parte algunas naciones desarrolladas, en particular después de la Segunda Guerra –incluso algunas naciones llegaron a tener sus ministerios o secretarías gubernamentales del “tiempo libre”- pero que adolece todavía de preocupación alguna por parte de las políticas oficiales de los países subdesarrollados e incluso de investigadores y cientistas locales. Carencia que sólo es equiparable a la que existe sobre el tiempo de trabajo sea para posibilitarlo efectivamente –lo cual sería un verdadero éxito en el contexto de desempleo y exclusión que muchos países padecemos- o bien para, una vez instalado, hacer del mismo un recurso que exceda la simple labor productiva y sirva a los trabajadores para el desarrollo de su formación y aptitudes integrales. Con el consecuente beneficio del conjunto del tiempo –tiempo de trabajo y tiempo libre y de ocio- como integralidad.

Cabe distinguir en este punto, lo que algunos estudiosos han demostrado como las diferentes categorías de tiempos sociales que coexisten en la sociedad actual: tiempo de trabajo obligado y remunerado que incluye los momentos relacionados con él, por ejemplo, los que ocupan el desplazamiento al lugar de trabajo; tiempo de trabajo no remunerado, el dedicado al estudio o a la formación profesional, por ejemplo; tiempo familiar, de atención y relaciones en el interior de la familia; tiempo biológico, destinado a la alimentación y al sueño para recuperar energías; y tiempo libre que incluye las actividades libremente destinadas a prácticas políticas, sociales, religiosas, artísticas, de entretenimiento y de ocio. Es dentro de estas últimas donde ubicamos las de carácter turístico.

En última instancia, se trata de enfocar el tema del turismo como parte inseparable del tiempo libre de los individuos –en particular del tiempo de ocio- y a éste en su estrecha interdependencia del tiempo de trabajo. Tiempos ambos que deberían ser concebidos, como una posibilidad y una necesidad social que es la de potenciar las capacidades de los individuos, para el ejercicio pleno de su libertad.

El turismo y el tiempo de ocio o tiempo libre, son dos elementos inherentes a la naturaleza humana y pueden ser encontrados juntos o por separado a través de todas las culturas, desde la aparición del hombre sobre la tierra. Pero a diferencia del tiempo de ocio que fue enaltecido y disfrutado por las primeras grandes filosofías de la historia, el tiempo de ocio, tal como hoy lo conocemos, apareció hace poco más de un siglo, como producto de una conquista sobre el tiempo de trabajo. Un tiempo de relativa libertad que nació a su vez de otras conquistas adquiridas en el marco de cierto progreso social.

La relación resulta clara: mientras mayores sean los derechos que una sociedad posea sobre su tiempo de trabajo (actividad heterónoma), mayores serán los existentes sobre su tiempo libre (actividad autónoma). O, de igual modo, a menores derechos en uno de esos tiempos, menores serán también las posibilidades en el otro.

O también, a tiempo de trabajo enajenado, corresponderá por igual un tiempo libre enajenado. Tal como señalaba Carlos Marx hace casi siglo y medio, en la sociedad capitalista que define o al menos condiciona fuertemente el sentido y el valor del tiempo que vivimos, el trabajador no es desde que nace hasta que muere, más que fuerza de trabajo. “Por tanto, todo su tiempo disponible es, por obra de la naturaleza y por obra del derecho, tiempo de trabajo y pertenece, como es lógico, al capital para su incrementación. Tiempo para formarse una cultura humana, para perfeccionarse espiritualmente, para cumplir las funciones sociales del hombre, para el trato social, para el libre juego de las fuerzas físicas y espirituales de la vida humana –aun en la tierra de los santurrones adoradores del precepto dominical: todo es pura tontería. En su impulso ciego y desmedido, en el hambre canina devoradora de trabajo excedente, el capital no sólo derriba las barreras morales, sino que derriba también las barreras puramente físicas de la jornada de trabajo”.

La explicación es simple: el tiempo del hombre, como el de las leyes de la naturaleza, es uno solo e indivisible. Son los conflictos entre fuerzas y clases sociales los que han proyectado sus antagonismos en el tiempo a manera de escisiones. Tiempo libre o de ocio y tiempo de trabajo, término este último que denota claramente la inexistencia de libertad (no libre) que lo caracteriza, con lo cual el llamado tiempo libre tampoco es tal, dado que para serlo dicha libertad debería existir también en el de trabajo. De lo cual se deduce que sólo cuando éste último se viva como tiempo libre, y a su vez éste como tiempo productivo y creativo, se restituirá la unidad e integridad del tiempo, sin aditamentos de ninguna clase. Todo esto tiene que ver con el turismo, dado que cualquier definición que se haga del mismo, alude a los dos tiempos referidos.

En la década de los 60, la Unión Internacional de Organismos Oficiales de Turismo (UIOOT), actual Organización Mundial de Turismo (OMT), definía al turismo como “la suma de relaciones y de servicios resultantes de un cambio de residencia temporal y voluntario, no motivado por razones de negocios o profesionales” ; es decir, por razones de lo que conocemos hoy como “trabajo”.

Con ligeras variantes, casi todas las definiciones posteriores coinciden en los mismos criterios, asociando el turismo al empleo del llamado tiempo libre y excluyéndolo de los asuntos relacionados con el trabajo y los negocios. La actividad turística queda sí enmarcada en el espacio de lo que la cultura griega concebía como schole, y la latina como otium. Opuesta, por lo tanto, a los propósitos de quienes practican el a-schole o el negare-otium, es decir, el neg-otium o neg-ocio.

Partiendo de estas definiciones, queda claro que el turismo resultaba impensable hasta el siglo XIX en los términos con que lo concebimos en la actualidad.

Hasta el siglo pasado, ni en los pueblos más primitivos, ni en toda la Europa de la Edad Media y del Renacimiento, podemos encontrar un solo ejemplo de sociedad que considere el trabajo como fuente de virtudes cívicas. El trabajo, antes que derecho, era simplemente un castigo divino, tanto para los egipcios como para la tradición judeo-cristiana y, con ligeras variantes, para la civilización greco-latina.

A este respecto, dice así un antiguo texto elaborado en el apogeo de la civilización egipcia: “Escribe en tu corazón que debes evitar el trabajo duro de cualquier tipo y ser magistrado de elevada reputación. El escriba está liberado de tareas manuales; él es quien da las órdenes”. Los propietarios de esclavos de Egipto o de Grecia no concebían al hombre en el trabajo manual, sino en el servicio de los dioses, los juegos corporales o el ejercicio de la inteligencia. Esto es lo que los griegos denominaban schole. “Yo he visto al metalúrgico cumpliendo su tarea en la boca del horno, con los dedos como los de un cocodrilo —agrega el texto egipcio— Hiede peor que la hueva del pescado. ¿No quieres adquirir la paleta del escriba? Ella es la que establece la diferencia entre tú y el hombre que maneja un remo”.

Los griegos repiten, sin mayores variantes, la misma concepción. Platón, sentencia al respecto: “La Naturaleza no hace zapateros ni herreros, tales ocupaciones degradan a quienes las ejercen: mercenarios, miserables sin nombre que son excluidos por el Estado de sus derechos políticos. En cuanto a los mercaderes, acostumbrados a mentir y a engañar, sólo serán tolerados en la ciudad como mal necesario. El ciudadano que resulte envilecido por el comercio será perseguido por tal delito. Si lo ha hecho por convencimiento será condenado a un año de prisión. Y a cada reincidencia la pena le será doblada”.

El hombre libre de ese entonces, no el esclavo, obviamente, tenía la obligación de dedicarse exclusivamente a los juegos corporales y al ejercicio de su inteligencia. Era un auténtico y específico homo sapiens y tenía la irrenunciable necesidad de cultivar su inteligencia, además de su físico, por lo cual le estaba vedada cualquier otra actividad considerada inferior. La política incluso, no constituía un fin en si misma, sino un medio del que se servían los ciudadanos –los nobles de la época- para conservar su privilegiada condición de hombres libres.

“Economizad el brazo que hace girar la muela, molineras, y dormid plácidamente. ¡Que el gallo os advierta en vano la llegada del día!…¡Vivamos la vida de nuestros padres y divirtámonos ociosos de los dones que la diosa nos concede!”, tal era el canto del poeta griego Antíparos, según Paul Lafargue, yerno de Carlos Marx, quién a su vez nos recordaba también en 1883: “Jehová, el dios barbudo y hosco, dio a sus adoradores el supremo ejemplo de la pereza ideal: tras seis días de trabajo, descansó toda la eternidad”.

El trabajo y el negocio estaban, de esta manera, aceptados antes de Cristo como “males necesarios”, luego se reducirían a maldición divina. “La inmensa mayoría de la población europea medieval tiene la necesidad de ganarse el pan con el sudor de su frente, pero ni siquiera la Iglesia pretende extraer virtudes de ese aspecto de la condición humana. El pueblo trabaja porque no tiene más remedio, pero quien logra llegar al lugar selecto del grupo de holgazanes, dedicará el resto de sus días a consolidar la nueva situación”.

La justificación filosófica, religiosa o moral se correspondía con la necesidad de conservar los privilegios de los “hombres libres” o de los “ciudadanos”, y luego, de las clases sociales dominantes. Además, el ocio no era improductivo, ya que a través del ejercicio de la religión, el pensamiento, las artes o la política, participaba activamente en la conducción de civilizaciones, por otra parte imposibles en un sistema económico y social democrático justo, según lo entenderíamos hoy.

Legitimado el ocio durante siglos en el Viejo Continente, fue literalmente abolido tras la Conquista en el nuestro. La acumulación de riquezas que con auxilio de la Cruz y la Espada guiaba a la Corona Española, impedía el disfrute de dicho tiempo inclusive a quienes estaban a cargo de evangelizar o de ganar batallas. Los vencidos entraron de lleno en el trabajo esclavizado -aunque algunos evangelizadores lo condenasen en nombre de la Divinidad- y la ociosidad, que tampoco era legitimada en algunas de las civilizaciones precolombinas, pasaría a figurar en el léxico común como una mala palabra. “Vicio de gastar el tiempo inútilmente”: tal la definición que se incorporaría tiempo después al “Pequeño Diccionário da Lingua Portuguesa”, conocido popularmente como “Aurélio”. (Aún hoy, el “Petit Larousse” define a la ociosidad como “vicio de no trabajar: perder el tiempo”).

Sin embargo, en la vieja Europa, el ocio fue un ideal que rigió durante muchos siglos en las elites ilustradas y en los dueños del poder, concebido como un tiempo necesario al disfrute de sus privilegios. Incluso se mantuvo hasta ya muy avanzado el proceso de descomposición de la monarquía en el siglo XVIII. Aquellos hidalgos españoles, por ejemplo, que la novela picaresca nos muestra optando por una espantosa miseria antes que sufrir la degradación del trabajo, o aquella nobleza tambaleante y exhausta que se aferraba todavía a sus desmesurados privilegios en momentos que la Revolución Francesa ya había difundido a los cuatro vientos una nueva visión de la justicia y de los derechos del hombre, estaban defendiendo, aun sin saberlo, el ideal humano de los griegos, aunque luego no supieran qué hacer con sus vidas.

Pero si no existía el derecho al ocio, salvo para las elites y los nobles, tampoco existía como tal el derecho al trabajo, ni en Europa ni en América. Este, como ya se sabe, aparecía como maldición, lo que obligaba al hombre ejecutarlo en esos mismos términos desde antes que saliera el sol hasta mucho después de que aquél se ocultase, y sin otros momentos “libres” que fueron los dedicados a cumplir con las obligaciones religiosas. Todo tiempo de no-trabajo era impuesto desde afuera, a manera de fatalidad, por causa de sequías, heladas, epidemias, guerras o catástrofes.

Las condiciones de vida eran tan precarias que la propia idea de felicidad, por inimaginable, fue desconocida en Europa y por su intermedio en nuestro continente, hasta finales del siglo XVIII.

“Desde el inicio de la civilización hasta la Revolución Industrial —recuerda Bertrand Russell— un hombre podía producir por regla general y con arduo trabajo poco más de lo que requerían para subsistir él y su familia, aunque su esposa trabajara cuando menos tan duramente como él, y sus hijos contribuyeran con su trabajo apenas llegaran a la edad posible. El pequeño excedente por encima de las necesidades puramente dichas no quedaba para quienes lo producían, sino que era apropiado por los guerreros y los sacerdotes”.

El derecho a trabajar, como hoy lo concebimos, data desde hace dos siglos aproximadamente; se origina particularmente a partir de la Revolución Industrial, cuando el naciente capitalismo se ve forzado a incorporar a sus fábricas a masas de trabajadores miserablemente remunerados, pero remunerados al fin. Entonces apareció la posibilidad de concebir o asumir el tiempo de diferentes formas. Mientras que la población campesina seguía sin reconocer la existencia de horas de trabajo claramente diferenciadas de las del descanso —como sigue ocurriendo hoy con las grandes masas rurales de nuestro continente—, los trabajadores industriales y de servicios comenzaron a regirse por una hora de entrada y una hora de salida, situación ésta radicalmente distinta a la que había sido común a lo largo de las civilizaciones pasadas. Sin importar que a principios del siglo XIX la jornada de trabajo fuera de 15 horas en los adultos y de 12 en los niños, lo cierto es que el hombre tomaba conciencia de un tiempo cedido al dueño de la fábrica o de la oficina, y de otro tiempo que, al menos teóricamente, le correspondía: un tiempo de sufrimiento y un tiempo de goce. Además, comenzaba a disponer de algunos días feriados decretados por ley, pese a la indignación de algunos sectores de las clases altas.

El capitalismo se resistía inicialmente a conceder otro tiempo “libre” que no fuera el de descanso indispensable para la reposición de fuerzas y el mayor aprovechamiento de la capacidad física de los trabajadores. Tal como señalaba Paul Lafargue, “la moral capitalista, piadoso remedio de la moral cristiana, flagela con sus anatemas las carnes del trabajador; su ideal es reducir a un mínimo sus necesidades, suprimir sus ocios y condenarle al papel de máquina sin pasiones, que trabaja sin descanso ni protestas.”

Desde mediados del siglo XIX, cuando la nueva clase capitalista se afirmó en el poder con los avances de la Revolución Industrial, para el hombre medio “el trabajo es el padre de todas las virtudes y la holganza la madre de todos los vicios. La palabra ocio aparece siempre como contrapuesta a trabajo y bastará aplicare a éste toda clase de virtudes para que aquel aparezca necesariamente como el abismo donde se esconden las peores abominaciones”.

En la Francia que surge con la Revolución y proclama los “Derechos del Hombre”, Napoleón sostiene, en 1807: “Mientras más trabajen mis pueblos, menos vicios habrá. Soy la autoridad… y estaría dispuesto a ordenar que el domingo y después de la hora de los oficios, se abriesen las tiendas y los obreros fuesen a trabajar”.

La Iglesia completaría esta necesidad de desarrollo capitalista y de incrementar la masa de trabajo en las flamantes fábricas, así como el número de horas dedicado al mismo. De ese modo, Thiers sostendrá a su vez en la Comisión para la Instrucción Primaria de la República Francesa: “Quiero hacer poderosa la influencia del clero porque tengo puestas mis esperanzas en él para que propague la buena filosofía que enseña al hombre que sólo está aquí abajo para sufrir, y no esa filosofía que, por el contrario, le dice al hombre: ¡Goza!”.

Con el sólido respaldo de la Iglesia, el imperio español ya se había ocupado un siglo antes de denunciar y censurar en América Latina las prácticas que eran comunes en los momentos de ocio de los pobladores rurales y urbanos, en particular de los sectores más relegados. Así por ejemplo, el gobernador del Río de la Plata prohibía en 1715 que se pronunciasen palabras “sucias y deshonestas” en las pulperías y que se jugase a las cartas mientras los sacerdotes celebraban misa en la iglesia. De igual modo, el cura de San Nicolás, un pueblo de la campaña bonaerense, denunciaba en 1809 a los pobladores del lugar por cuanto “pasan el día en la taberna o en una de las muchas casas destinadas al abrigo de las gentes de este jaez y la noche en el fandango y deshonestidad. Para alimentar estos vicios necesitan de dinero, pero con la habitual holgazanería les es un obstáculo la ocupación y el trabajo y se arrojan sin moderación a los bienes del pobre hacendado”.

Cabe recordar también que en la Argentina rigió durante casi todo el siglo XIX la llamada “Ley de Vagos”, mediante la cual el juez del lugar disponía de la persona, la familia y los bienes del gaucho, aunque en nuestro caso no era para obligarlo a incorporarse a las fábricas que no existían, sino “para ensanchar el hinterland del progreso agropecuario o a ser milicos de la conquista del desierto que conquistaron para otros”.

El “Martín Fierro” de José Hernández se ocuparía de describir poética y dramáticamente esa situación del gauchaje –la “chusma civil” de la que hablaba Sarmiento- como no lo hizo ningún otro producto cultural de la época. Una realidad que erigía el trabajo forzado y la sumisión como fatalismos ineludibles y vigilaba celosamente las formas de entretenimiento o de “ocio” que eran propias de los sectores relegados.

Entretanto, el otium en su sentido más estricto sólo estaba reservado a las clases dominantes y a las elites vinculadas al poder económico y político en sus veladas sociales, sea en los aristocráticos y afrancesados palacios y residencias porteñas, en los salones literarios –en los que el mate era desplazado por el té y los bailes típicos de la colonia por danzas europeas- o en los flamantes teatros líricos de diseño italiano programados según los patrones europeos en boga.

El desarrollo de las nuevas fuerzas sociales en las naciones en vías de rápida industrialización, exigía una transformación de la imagen del hombre. Si para los griegos y los romanos el hombre libre había sido el homo sapiens, es decir, el cultivador de la inteligencia, para el capitalismo la nueva imagen valorada no era otra que la establecida por las aptitudes físicas laborales. El ocio, antes que ser una virtud indiscutible, se había convertido en un serio obstáculo para el desarrollo de la nueva sociedad. Era, por consiguiente, un privilegio imposible de mantener en momentos en que las flamantes clases capitalistas sabían del valor que había empezado a tener el tiempo. Los trabajadores, por su parte, también comenzaban a establecer la valoración de su capacidad laboral y las horas que dedicaban al trabajo.

Las primeras insurrecciones obreras del siglo XIX proclamaban por ello consignas tan elocuentes como aquellas de ¡Quien no trabaja no come! o ¡Plomo o trabajo!. Poco después comenzarían las campañas para la reducción de las horas de trabajo y en consecuencia por la aplicación del llamado tiempo “libre”.

Para Carlos Marx, dicho tiempo empieza solamente allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la finalidad exterior; por su naturaleza, se encuentra más allá de la esfera de la productividad propiamente dicha. A lo cual agrega: “Solamente se puede considerar tiempo libre aquél que permite el desarrollo de las cualidades humanas”.

El capitalismo fue el primero en percibir la nueva posibilidad lucrativa del tiempo de ocio. El desarrollo tecnológico le permitió mantener la producción y ampliar los márgenes del tiempo no ocupado. Si las movilizaciones obreras exigían menor cantidad de horas de trabajo, y la tecnología en su revolución permanente posibilitaba lograr lo mismo en menor cantidad de tiempo, ¿por qué no comenzar a estudiar la manera de hacer también lucrativo el llamado tiempo libre de las grandes masas proletarias?

La interrogante tuvo pronta respuesta: hacia fines del siglo pasado confluyeron tanto los avances tecnológicos capaces de facilitar nuevas formas de empleo del tiempo de ocio, como la ampliación gradual de éste, que dejó realmente de ser tal, es decir, libre, para convertirse en una nueva forma de apropiación por parte de industriales y comerciantes y, también, de los primeros exponentes del turismo como industria.

Si en el siglo XIX la semana de trabajo era de 70 a 90 horas, y en los países industrializados ella oscila actualmente alrededor de las 40, no puede afirmarse, a no ser de manera polémica, que el hombre disponga hoy de un tiempo verdaderamente libre. Y no sólo porque de las 128 horas semanales restantes —suponiendo que trabaje 40 a la semana— deben deducirse las dedicadas a desplazamientos cada vez más prolongados y complicados entre el hogar y el trabajo, o a realizar infinidad de tareas imprescindibles para la sobrevivencia física (adquisición de alimentos, atención del hogar, cuidado de los hijos, etc.) sino, principalmente, porque la totalidad del tiempo disponible para una actividad autónoma encuentra al individuo de la sociedad industrial prácticamente desprevenido.

Sin saber realmente qué hacer, el trabajador de las grandes urbes vive entre la inacción y el hastío, situación que aprovechan los industriales y comerciantes del tiempo libre para ejercer su labor persuasiva e instalar, las más de las veces, necesidades falsas, manipuladas a través de los medios masivos de comunicación y de infinidad de recursos cada vez más atractivos y sofisticados. De esta manera el uso del tiempo comienza a ser heterónomo, es decir, manejado por otros.

En relación a este tema, los trabajadores de los países industrializados, sin duda los más beneficiados con el incremento del tiempo libre, han exteriorizado en reiteradas oportunidades su opinión crítica. Hace pocos años una de las más poderosas centrales sindicales de Francia, la CFDT, denunciaba la situación en estos términos: “En el estadio actual del desarrollo capitalista, la situación de los trabajadores está cada vez más marcada por su existencia fuera de la empresa (...), por el cuadro de vida (transportes, vivienda, medio ambiente, etc.), la información, la cultura, la enseñanza, la salud, el consumo, el tiempo libre, etc. A través de su acción en esos dominios, la sociedad industrial capitalista tiende a modelar un tipo de ser humano subordinado al funcionamiento del sistema, pudiendo explotarle así en esos nuevos mercados. Lo que el capitalismo se ve obligado a ceder en la empresa, tiende a recuperarlo a nivel del cuadro de vida, desatendiendo los equipamientos colectivos en su conjunto, salvo evidentemente los que son necesarios como infraestructura o desarrollo desde el punto de vista capitalista”.

El llamado tiempo libre en una sociedad industrializada de tipo capitalista no es un tiempo realmente de ocio, o un tiempo no ocupado, antes bien, constituye una mercancía que tiene para el sistema dominante un proceso específico, costos de producción y redes de distribución y consumo. El capitalismo, allí donde le resulta conveniente y cuando ello le reditúa beneficios, estimula el empleo del tiempo libre —su producción y consumo— como puede hacerlo con automóviles, videocaseteras o computadoras. En la medida que se adueña del tiempo de trabajo de la población, la sociedad de consumo se ha apropiado también del resto del tiempo; ha impuesto gradualmente nuevas formas de “trabajo” sobre los momentos de ocio: por ejemplo, programas de TV que la persona no elige, pero sin cuyo consumo la sociedad capitalista no se retroalimentaría, razón por la cual el individuo los ve o, privado de alternativas para un uso realmente creativo del tiempo libre, es condenado al hastío. Las leyes del consumismo se convierten todo el tiempo en una unidad indivisible de producción y consumo mercantil e “imponen progresivamente un régimen de explotación del tiempo total, según el cual el llamado ocio constituye un tiempo en el que, a pesar de que el hombre o individuo no realiza labores remuneradas, sufre una explotación tan efectiva como la del trabajo propiamente dicho. En pocas palabras, podríamos decir que el capitalismo no deja tiempo alguno disponible “.

Cabe recordar además que la importancia económica que alcanzó el tiempo de ocio, supera a la de muchas de las más decisivas actividades económicas de la sociedad. Por ejemplo, los norteamericanos invierten en dicho tiempo –en lo que llaman “industria del entretenimiento”- un volumen igual o superior al que se destina en el presupuesto nacional a los gastos de defensa. Asimismo, se estima que en los países más industrializados los ingresos de la población dedicados a actividades relacionadas con el tiempo libre alcanzan porcentajes considerables: los trabajadores industriales y agrícolas gastan en él más del 20 por ciento de sus ingresos y los ejecutivos un promedio del 30 por ciento.

Dentro de este contexto global de la importancia del tiempo libre y de su evolución a través de la historia, se deben ubicar también los antecedentes del turismo, en tanto este recurso no puede ser explicado al margen de la situación referida. Sin embargo, cabe recordar que junto al análisis global de este problema, se debe insistir en las características diferenciadas y peculiares de nuestros países. Se habla, por ejemplo, de “derecho al trabajo” y “derecho al ocio”, pero tales derechos no tienen la misma vigencia en las naciones industrializadas y hegemónicas que en las nuestras. Allí el trabajo está, cuando menos, relativamente garantizado; por lo tanto, también lo está el ocio, sea cual fuere el uso que se haga del mismo.

En los países subdesarrollados, en cambio, el derecho al trabajo todavía no existe para las grandes masas; en consecuencia tampoco podemos hablar del derecho al ocio, en su sentido de disfrute del tiempo. Abunda y se multiplica el subempleo y el desempleo, el hastío, la marginalidad, la frustración más o menos generalizada, y el aprovechamiento de ese estado de inacción social por parte de las empresas multinacionales o locales incapaces de concebir otra práctica que la del consumismo, incluso allí donde la capacidad de consumo es reducida o nula.

En este sentido podríamos afirmar con certeza que, en nuestra situación, el derecho al descanso y al ocio proclamado en la “Declaración Universal de los Derechos Humanos” en 1945 todavía no nos pertenece. Es por eso que hablar de tiempo libre y de turismo en un sistema como el nuestro significa hacerlo, en el mejor de los casos, a manera de un derecho relativo que han conquistado solamente reducidos grupos sociales de clase media y alta, importantes en algunos países pero de escasa significación si se los visualiza en el marco de la situación global latinoamericana.

Efectos socioculturales del turismo

“Lo mejor que el mundo tiene es la cantidad de mundos que contiene.”
Eduardo GALEANO

Aunque el turismo es el producto que genera una sociedad para servir a su desarrollo, no se parece a muchos otros productos comercializables y exportables. No se trata de un artículo ni de una mercancía definibles físicamente, antes bien, supone la existencia de una experiencia social, cultural y física por parte de personas que se valen de la misma, sea para proporcionarla o bien para disfrutarla.

En diversas oportunidades se ha expuesto sobre los impactos positivos que tiene la actividad turística internacional en los países ofertantes del recurso, aunque algunos de ellos también podrían ser incorporados a la experiencia del turismo interno. Recientemente, la OMT destacaba que las actividades del sector pueden “ayudar a estimular el interés de los residentes por la cultura propia, por sus tradiciones, costumbres y patrimonio histórico, puesto que los elementos culturales con valor para los turistas se recuperan y conservan, de manera que pueden ser incluidos en la experiencia turística. Este despertar cultural puede constituir una experiencia positiva para los residentes, aportándoles cierta concienciación sobre la continuidad histórica y cultural de la comunidad… Además, el turismo puede ser el factor que acelere los cambios sociales positivos, en términos de mayor tolerancia y bienestar. El efecto demostración puede ser beneficioso cuando anima a los residentes a luchar y/o trabajar por cosas de las que carecen, por ejemplo, incremento del nivel de calidad de vida o valor de igualdad”.

Al igual que ocurre con los aspectos socioeconómicos, casi todas las investigaciones realizadas sobre el impacto sociocultural se han dirigido a los espacios emisores del recurso en su relación con los flujos turísticos internacionales. Pocos estudios tratan con seriedad la naturaleza y el grado de los efectos socioculturales que afectan a los turistas mismos, como consecuencia de la experiencia realizada, aunque esos efectos tienen un valor considerable y constituyen el bagaje de conocimientos y sentimientos que el país receptor del recurso —emisor de los flujos turísticos— incorpora en el proceso de su crecimiento. Sin embargo, la característica predominante en los países en vías de desarrollo es la del turismo receptivo, razón por la cual podría justificarse más un breve análisis de los efectos mencionados en el interior del espacio emisor dedicado a la producción, procesamiento y oferta del recurso.

Los efectos socioculturales comenzaron a ser motivo de creciente preocupación a partir de la década de los 70, momento en que se inició su discusión en las conferencias intergubernamentales sobre políticas culturales patrocinadas por la UNESCO. En ese ámbito se puso de relieve la importancia de dicho tema como factor decisivo en el desarrollo de las naciones. Pero no fue sino hasta los últimos años de esa década que cobró vigencia la relación del turismo con los asuntos culturales, incorporándose así su tratamiento en numerosos eventos nacionales o internacionales.

Durante la Segunda Reunión Mundial de Turismo, efectuada en México en 1982, se debatieron las ventajas y desventajas de la actividad turística y aunque predominaron las voces dedicadas a enfatizar la visión del turismo como “industria” generadora de empleos, ingresos y prestigio nacional, se alzaron también otras que observaron los posibles peligros que dicha actividad estaría incubando, particularmente en el campo de la cultura de los países en desarrollo.

Varias naciones africanas, por ejemplo, destacaron en dicha reunión que los países relegados son hoy en días “víctimas de la corriente extranjera que llega a nuestras naciones a corromper, a acabar con tradiciones y a deformar nuestra cultura”. Esta preocupación queda justificada si se considera la excesiva presión turística sobre algunos países del norte de Africa. Basta recordar que diversas naciones de ese continente lindantes con el Mediterráneo han pasado a incorporar rápidamente el empleo del turismo en sus tentativas de desarrollo.

En Túnez, por ejemplo, se cuenta anualmente con un turista por cada tres habitantes. Ciudades como Djerba viven casi exclusivamente del turismo. Las costas del golfo de Hammamet han sido prácticamente tomadas por asalto, mientras que a sólo cien o doscientos metros de la playa la región permanece desierta. “El turismo —señala el tunecino Abdelwahab Buhdiba— ha sido introducido deliberadamente, y la población parece haber descubierto que los servicios, el sol y el mar son productos de consumo como los demás y que pueden ser comercializados (...) Al mismo tiempo sucede que las consideraciones de orden económico son las únicas que se han tenido en cuenta, lo cual es comprensible dada la urgencia de la lucha contra el retraso económico y la manera como se planteaban los problemas del desarrollo. Raros eran entre nosotros los que establecían una diferencia entre desarrollo y crecimiento y consideraban que no debían descuidarse los factores humanos y culturales. Es pues de manera espontánea e imprevista como los problemas humanos se han impuesto por su propio peso. Y poco a poco hemos debido cobrar conciencia de las consecuencias que el turismo tiene sobre nuestras actitudes, nuestros valores, nuestras creencias y nuestra concepción del mundo”.

Especialistas de las naciones dominantes han realizado a su vez estudios en los países subdesarrollados o en dependencias coloniales con mayor volumen de flujos turísticos. Los datos recogidos en dichos estudios varían aunque muchos de ellos coinciden en reconocer los efectos positivos de dicha actividad. En las Islas Vírgenes estadounidenses se habría expresado una opinión favorable respecto del encuentro con forasteros, el intercambio de pareceres y, sobre todo, de la práctica de idiomas. En Santa María, Colombia, cerca de la mitad de los encuestados declararon que el turismo les daba una ocasión propicia de conocer gente que hablaba, pensaba y vivía de manera diferente, y permitía distintas formas de intercambio cultural. Otro estudio realizado en Trinidad-Tobago señaló, en cambio, que el 57 por ciento de los habitantes del área urbana tenía aspecto positivo, pero que también presentaba influencia negativa en asuntos socioeconómicos, como el suministro y los precios de los alimentos; entre lo recuperable de los efectos se señaló la ordenación de las playas y de las actividades recreativas .

A su vez, en la Bahamas el turismo indujo a muchas mujeres a salir de sus hogares, alterando su papel social. Esos cambios crearon conflictos familiares como, entre otros, una modificación del papel autoritario del padre y un aumento de los divorcios.

Según otros estudios el turismo ha tenido también una influencia perjudicial en la religión. Las frecuentes tomas de fotografías y la proliferación de indicaciones y perturbaciones durante las ceremonias han comercializado esas instituciones, que estarían perdiendo su ambiente tradicional. Así, las exóticas ceremonia religiosas del Lejano Oriente, por ejemplo, sufren proceso de deterioro debido a la actividad turística. En su estudio sobre Bali, McKeen critica la transformación de las ceremonias, las prácticas religiosas, la música, los bailes y las ofrendas de los templos en un especie de espectáculo teatral para los turistas extranjeros y también para los habitantes de la isla.

El turismo estimula a su vez la producción artesanal, habitualmente réplicas de objetos de uso cotidiano o de valor ritual o sagrado para la población indígena; hecho que genera una categoría de “productos elaborados para la venta”, semejante a la de los cultivos comerciales frente a los alimentos de subsistencia o a la del trabajo asalariado en contraposición a las obligaciones tradicionales.

En un estudio sobre el impacto del turismo en las artes y las artesanías en Africa, se señala que hay evidencias claras de que algunas tribus han alterado su producción de acuerdo a los valores estéticos de sus consumidores, exagerando los rasgos de sus máscaras con diversos estilos del continente, para que las mismas puedan ser vendidas en los aeropuertos –“arte de aeropuerto”- como símbolo de Africa.

Las danzas, los espectáculos populares, las festividades religiosas y todo aquello que pueda ponerse en valor para su oferta al visitante internacional, tienden a desligarse de su significación cultural y social. Los artistas y artesanos llegan a producir así para un mercado indeterminado sin conocer lo que el producto significa en su propia cultura. Y si “este fenómeno se da en la gente del pueblo se agudiza en el turista, para el cual las artesanías constituyen apenas souvenirs que lleva a su casa como signo de que estuvo en un país, de que entró en un ámbito cultural, aunque no lo conozca en realidad”.

En ese juego de la oferta y la demanda turística el nativo o el indígena, cumplen un rol casi indispensable en esa oferta del recurso cultural local, en la medida que su imagen “legitima” la autenticidad del país o del lugar visitado. Ello explica que se elijan personas con rasgos faciales, color y vestimenta característicos de la región, haciendo que la figura humana se haga presente en medio de las ruinas históricas o en la oferta de artesanías locales, para, como dice George Cazes, “reanimar la historia, asumiendo una verdadera función arqueológica”.

Pese a que la comunidad indígena puede mantenerse intacta, los efectos de esta actividad productiva revisten considerable importancia; así, la venta de réplicas —sostiene Nelson Graburn— puede conducir a una dependencia frente al ingreso monetario predisponiendo a la gente hacia cultivos comerciales y el trabajo asalariado. Simultáneamente, el ingreso monetario pasa a ser destinado en adquisiciones de artículos con nuevos efectos a largo plazo como las herramientas de metal o manufacturados que se imponen a los sistemas tradicionales, estéticos o de prestigio; o el alcohol y los alimentos procesados, actuando sobre la salud y la nutrición.

Por su parte, un documento del Instituto Nacional de los Recursos Naturales Renovables y del Medio Ambiente (INDERENA) de Colombia, reseñaba los efectos negativos del turismo receptivo sobre las comunidades indígenas ubicadas en el Sistema de Parques Nacionales. “El impacto del turismo sobre estas comunidades nativas —sostiene el estudio— puede ser considerado como altamente perjudicial. Entre algunos de los aspectos generales que se enumeran, aparece la falta de sensibilidad del turista hacia la comunidad nativa, el cambio en el sistema de valores colectivos (tradición) por parte de la comunidad a raíz del contacto y la modificación de los hábitos de consumo (productos, alimentación, etc.)”.

La mayor parte las investigaciones existentes sobre los efectos socioculturales de la actividad turística poseen el mismo carácter que las que se acaban de reseñar ya que en ellas se destaca la preocupación por los espacios donde el turismo internacional tiene un mayor control, y también la de preservar aquellos, pero en función de las expectativas del turismo receptivo, antes que de las necesidades de desarrollo global de cada espacio. En todo esto aparece la tendencia a congelar la cultura de diversos países subdesarrollados, acicalándola en sus aspectos exóticos y originales, a manera de reservorios o museos, para el consumo de asombrados dueños de traveller´s checks.

Esta tendencia a inmovilizar los procesos histórico-culturales —pese a la coartada de estar preservándolos— resulta a fin de cuentas tan parcializante como aquella otra resuelta directamente a destruirlos a través de su comercialización y saqueo más descarado. Ambas coinciden en impedir una visión integral del patrimonio sociocultural y de su empleo, así como de sus relaciones con las restantes áreas de la vida de una comunidad; proceso éste que exige a veces el relegamiento o sacrificio de ciertos recursos en beneficio de otros, si es que ello contribuye al verdadero desarrollo.

De cualquier modo cabría destacar que los efectos conflictivos o negativos de la actividad turística internacional -o en el interior de un país- resultan sin duda más evidentes cuando más evidentes son las diferencias económicas y sociales entre visitantes y residentes. Así, por ejemplo, observa la OMT, “son focos de tensión social a tener en cuenta: la aparición de ghettos de gran lujo dominados por la pobreza, la ocupación de los puestos de trabajo más cualificados por trabajadores extranjeros, la menor retribución salarial a los trabajadores nacionales, etc. Para muchos países en desarrollo, el turismo establece las bases de una nueva forma de colonialismo basado en la dependencia de las divisas extranjeras como vía para el desarrollo económico. Por ello, en algunos destinos ha sido evidente el aumento del crimen, la prostitución, el juego, el terrorismo y los conflictos causados por las drogas… La mercantilización extrema de las tradiciones locales, despojándolas de su verdadero significado, puede fomentar un proceso de desculturización, que a la vez puede acabar destruyendo los atractivos que en su día iniciaron el flujo de turistas. En definitiva, se debe tener presente que determinados tipos de turismo –como el turismo de masas- no permiten la existencia de un verdadero intercambio cultural entre visitantes y residentes, por lo que favorecen la difusión y permanencia de imágenes estereotipadas sobre determinados países y sus habitantes”.

Lo cierto es que aunque muchos de los efectos socioculturales no puedan ser mensurables, ellos aparecen en toda actividad turística, alcanzando más impacto en los países con mayor nivel de dependencia, y principalmente en aquellos donde el sector turismo adolece de políticas coherentes con el desarrollo nacional.

Estos efectos pueden observarse en los cambios de los sistemas de valores, los modos de vida colectivos, las relaciones familiares, el comportamiento individual, las expresiones culturales y religiosas, el idioma, la conducta moral, los criterios sobre el consumo, la salud y la educación, las oportunidades sociales, los sistemas políticos y las formas de gestión y organización de la comunidad.

Organismos internacionales vinculados con el turismo y estudiosos del tema han elaborado con apreciable margen de coincidencias, diversas relaciones de posibles efectos benéficos y perjudiciales como resultado de la actividad en los aspectos socioculturales.

En la enumeración de los efectos positivos se han destacado, entre otros, los siguientes:

. Contribución a la divulgación e integración de las manifestaciones culturales, al facilitar el intercambio de costumbres, tradiciones, expresiones artísticas y folklóricas.

. Mejoramiento social por medio del acceso a servicios de salud más adecuados, saneamiento, medio ambiente, aumento de los niveles de empleo e ingresos, mayores oportunidades para la mujer, desarrollo de las oportunidades educativas.

. Incremento de las actividades recreativas, con instalaciones concebidas para el turismo pero utilizables también por ciertos sectores de la población local.

. Mayor protección del patrimonio nacional, principalmente de parques y recursos geográficos, flora y fauna silvestres, y también del patrimonio histórico-cultural, bases de la oferta turística.

. Intercambio de experiencias entre distintos países, lo cual incide en el plano de la imagen internacional de cada país, lo cual incide en el plano de la imagen internacional de cada país, en los sistemas políticos vigentes y el acercamiento de espacios diferentes en lo idiomático, religioso, formas de vida y valores predominantes.

. Dinamización de las sociedades más subdesarrolladas a través de la reducción de formas conservadoras y acceso a expectativas y exigencias para su actualización y desarrollo.

Entre los efectos negativos, suelen señalarse éstos:

. Deterioro y destrucción de espacios culturales locales; degradación de las manifestaciones folklóricas, religiosas, artísticas e idiomáticas; presiones sobre los juicios de valor, las costumbres y las normas de comportamiento; disminución de la propia estima cultural.

. Aumento de los conflictos sociales, delincuencia, prostitución y consumo de drogas, hacinamiento y tensiones familiares, competencias propias del individualismo carentes de sentido social; destrucción de la espontaneidad social.

. Incremento del consumismo; cambios en los hábitos de consumo, imitación del comportamiento y las pautas de los visitantes; producción de bienes y servicios no necesarios para la comunidad local.

. Crecimiento del costo de vida y de la apetencia de bienes materiales; aumento de la importancia de los intereses comerciales y de la economía monetaria.

. Aumento de las tensiones políticas; introducción de formas neocoloniales en la política y en la economía con efectos socioculturales; deterioro de los valores entendidos como nacionales e imposición de criterios universales contrarios a la identidad cultural nacional.

El esquema global de los impactos socioculturales del turismo fue reseñado por la OMT, en 1997, del siguiente modo.


RESUMEN DE LOS IMPACTOS SOCIOCULTURALES DEL TURISMO

Factores asociados con Impactos positivos Impactos negativos

el turismo


Uso de la cultura como Revitalización de las artes Cambios en las actividades

atracción turística tradicionales, festivales y tradicionales. Invasión de la

lenguas. Incremento de las privacidad

culturas tradicionales

Contactos directos entre Ruptura de los estereotipos Aumento comercialización.

turistas y residentes negativos. Aumento de las Introducción enfermedades.

oportunidades sociales Efectos demostración

Cambios en la estructura Mayores oportunidades Conflictos y tensión en la

económica y roles sociales económico-sociales. comunidad

Disminución de desigualdades

sociales

Desarrollo infraestructuras Aumento de las oportunidades Pérdida de acceso a las

de ocio actividades de recreo y ocio

Aumento de la población Mejora de las condiciones Congestión, multitud,

de turistas sanitarias, educación y calidad aumento de la criminalidad

de vida

Fuente: OMT, 1997.

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