Abuelos Lumiére / abuelo Meliés / abuelo Edison / reciban / este Nuevo Cine Latinoamericano / uno en la diversidad / diverso en la unidad. / Un entero continente / expresa su visión / su delirio / de magma y nieve / su indignado temblor /-pongamos la cámara a la altura del ojo del hombre- su transfiguración.
Fernando BIRRI
Hablar de maestros, como Fernando Birri, obliga a recurrir a esos apuntes que uno mantiene dispersos en la memoria, pero que tienden a ordenarse cuando hay probado interés y necesidad de hacerlo. Este es, ahora, mi caso. Es posible, sin embargo, que algunos puedan entreverarse en el intento o que ciertas imágenes se superpongan, pero se trata de hablar de sucesos vividos y, en este caso uno trata de ser fiel a la imagen que guarda de ellos, aunque, tal vez ésta no se corresponda exactamente con lo que ellos en realidad fueron. Invoco entonces a Neruda cuando se empeñaba en sostener que sólo hablaba de “cosas reales” (“Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando...”), unos versos que el propio Birri recuperó en 1964 como acápite para su libro de la Escuela Documental de Santa Fe.
Creo, si no me falla la memoria, que mi primer encuentro personal con Birri fue a mediados del 68, en Roma –un tiempo de grandes sueños-, cuando con Pino Solanas llevamos una copia de La hora de los hornos a la Mostra Internazionale de Pésaro. Guardo imágenes, casi luminiscentes, de la casa que entonces Birri habitaba, y veo una enorme cantidad de plantas y flores salpicando el techo y las paredes de una luminosa sala, que se me antoja enteramente blanca. Otro tanto me sucede con la imagen de Carmen, la paciente y solidaria compañera de Fernando –su seguro refugio, pensé entonces- a la que él buscaría horas más tarde, con apagados gritos, en la noche, entre los rieles de una pequeña y solitaria estación ferroviaria, temiendo que Carmen, su Carmen, se hubiera extraviado. Son las imágenes que me vienen ahora a la memoria de aquel viaje a Pésaro, en el que por primera vez pudimos dialogar como no lo habíamos hecho nunca en Argentina.
Conocía y admiraba entonces casi toda la obra de Birri, pero fue en ese encuentro personal donde incorporé a ella un valor más, que estaba dado por su carácter para reconocer a los otros y ubicarse a su propio nivel. En mi caso, para escuchar del alumno –así me sentía yo en aquellos momentos- como si él estuviera realmente aprendiendo. (Un sentimiento que sólo volví a encontrar después en otras dos figuras señeras de nuestro cine, como fueron don Mario Soffici y René Mugica). Fue esa, su actitud, la que lo llevó a alzarme sobre uno de sus hombros tras la exhibición bulliciosa de La hora… en Pésaro, para trasladarme en andas, junto con Pino Solanas, sobre la multitud de jóvenes cinéfilos y militantes.
Allí estaban también, en gran medida sorprendidos, los cineastas y críticos Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea, Juancho Jusid, Marco Bellochio, Gianni Toti, y el agradecido organizador de la Mostra, Lino Michiqué, junto a muchos otros, para mí desconocidos. Conservo sin embargo, la imagen de Birri mirándome desde abajo, asumiendo un rol exactamente inverso del que hubiera correspondido, para desembocar en una agitada calle, donde los carabinieri reprimían a su manera y quienes salíamos de la proyección lo hacíamos a nuestro modo, agitando consignas luminosas que a todos nos comprometían.
Imágenes de un tiempo donde lo individual y lo social, uno y los otros, eran pensados y, sobre todo sentidos, como un mismo todo. Un universo solidario en el que la diversidad era entendida como unidad, del mismo modo que ésta encontraba su sentido en lo diverso. En este sentido, la formación socialista de Birri no le impedía –nunca se lo impidió- poner al individuo en el centro de la escena, en un ida y vuelta, donde la propia historia de un pueblo dependería de la manera como concebimos o tratamos a cada ser humano. “Cada error en la interpretación del hombre –cita Birri- comporta un error en la interpretación del universo. Y es, por lo tanto, un obstáculo a su transformación”.
Tal vez nada de eso que uno recuerda de Pésaro, hubiera ocurrido, si entre otras cosas, Birri no hubiera instalado en Santa Fe diez años antes -tras su fructífera estadía en la Europa de post-guerra- la idea del documental social, consustanciada con la del neorrealismo italiano y la del realismo crítico universal. Es decir, con aquellas raíces que alimentaron nuestros primeros años de estudiantes de cine.
Yo había ingresado a la Asociación de Cine Experimental en 1963 –era la única escuela de cine entonces existente en Buenos Aires- y mis referencias de la labor de Birri eran los documentales y las propuestas que nos llegaban de Santa Fe, no tanto por iniciativa de quienes dirigían ACE –a quienes, aclaro, debo mucho de lo que después hice en el cine- sino a su pesar. ACE era una entidad creada y conducida por intelectuales y cineastas “progre”, vinculados en su mayor parte al partido Comunista y a su “política correcta”, la que se orientaba a ocupar algunos espacios de poder en la minusválida democracia de aquellos años.
Estudiábamos para supuestamente ingresar, con un poco de suerte, a la “industria del cine”, o lo que es igual, a la realización de largometrajes de ficción, los que debían someterse a las pautas formalmente instituidas: aprobación del Instituto de Cine, aprobación de la censura, aprobación de la burocracia que entonces manejaba el sindicato de la industria, aprobación de los empresarios cinematográficos. Es decir, cumplir correctamente con lo impuesto por el establishment político, cultural y cinematográfico, so pena de quedar marginados de la producción y de las salas de cine. Razón suficiente para que los alumnos de escuelas, como era entonces la ACE, sólo pudieran mostrar como tesis final de sus estudios, una secuencia ficcionada –rodada de ser posible en 35 mm- de un hipotético proyecto de largometraje, el cual, que yo sepa, nunca llegó a realizarse.
Aparecían entonces las primeras expresiones de un cine de autor –“cine culto”- sospechadas de estériles por los dueños de la industria y más aún por los exhibidores en el contexto de una cinematografía en desintegración cultural e industrial. Situación que llevaría a Birri a fijar también principios básicos para un proyecto argentino en la producción de imágenes: “Cine popular y cine culto –decía en 1962- eran falsamente presentados por esta industria como términos irreconciliables de un problema, cuando se quería decir cine “popular”, en verdad era cine “comercial”, y cuando se decía cine “culto” era cine de “élites”.
Esto explica, entre otras cosas, que las noticias y las ideas que nos llegaban de Santa Fe, y en menor medida de La Plata, obraran a manera de bálsamo para quienes pretendíamos entrar al cine de una manera distinta a la impuesta por los portavoces de una industria que había sido incapaz de sostener –precisamente por su carácter prebendario- un proyecto nacional para las imágenes argentinas.
Además, filmar no era tan difícil, preveíamos. Lo estaban demostrando muchos otros en distintas latitudes. Bastaba tener una buena idea, una cámara de cualquier formato, trabajar con el equipo humano indispensable y, sobre todo, poner la mirada, o el visor, frente al contexto social y cultural con el cual queríamos comunicarnos. Una autoreferencia de nuestra propia existencia. Y con esta seguridad, alentados por las imágenes e ideas que nos llegaban de Santa Fe y de realizadores de otras latitudes, como Santiago Alvarez, Julio Massip, Jorge Sanjinés, Mario Handler, Gerardo Sarno, Julio Bresanne, entre otros, logramos cambiar, al menos episódicamente, la política de la ACE. Con lo cual, inauguramos allí la veta documentalista y obtuvimos nuestros primeros reconocimientos, a partir de los cuales me tocó conocer y trabajar junto a Pino Solanas y luego, encontrarme con Fernando Birri y la plana mayor del nuevo cine latinoamericano.
Eran tiempos distintos a los de ahora, obviamente. Quizás en los días que corren haya exceso de escuelas de cine, mientras que en aquel entonces el reclamo permanente de quienes nos iniciábamos en este campo, era la creación de un Centro Experimental de Cine –además de una Cinemateca Nacional- tal como surgía de todos los encuentros de los “muchachos del corto” o de los “cineístas independientes”, como también se los denominaba.
En este contexto la obra de Birri resultaba aún mucho más clara y meritoria (iba a poner “heroica”, pero pienso que no es el término que a Birri le gustaría). El no había convocado sólo a los alumnos del Instituto del Litoral a realizar de manera participativa y dialogal el primer “film escuela” que se realizó en el país. Lo había hecho, también, incorporando una mirada crítica, heredera del documentalismo inglés y el canadiense, de Jori Ivens y Cris Marker, y también de las figuras señeras del neorrealismo italiano, o del realismo crítico de algunos cineastas europeos, incluyendo en dichos antecedentes la obra legada en el país por realizadores de la talla de Leopoldo Torres Ríos, Lucas Demare, Hugo del Carril, Mario Soffici y Simón Feldman, entre otros.
Fernando Birri incorporó, además, como innovación casi revolucionaria en nuestras escuelas de cine, la salida de las cámaras fotográficas a la calle para producir valiosos “fotodocumentales”, verdadera tentativa de contrainformación en los oscuros tiempos de una democracia de “mirame y no me toques” o de generalatos intermitentes. Luego lo haría con las cámaras de formato reducido para re-ver y re-escuchar las imágenes y las palabras de las víctimas del subdesarrollo o los “innecesarios” o “prescindibles” de aquel y de este tiempo. Aquellos que aún subsisten y se multiplican, con democracia o sin democracia, en las figuras de los “cartoneros”, de los “piqueteros”, de los desocupados o de los directamente excluidos, que hoy en día, por lo menos, han logrado alguna presencia en las pantallas. Lo cual no es mucho, pero es algo. Por lo menos, crece la noción de que ellos realmente existen.
En aquel entonces su imagen estaba prácticamente ignorada o vedada. Para los hacedores de películas o de programas televisivos, los marginados directamente no existían, legitimando así su omisión en las pantallas, algo así como de la vida misma. Birri tuvo entonces la lucidez y el coraje de denunciar en su labor –teórica y práctica- que las imágenes de la sociedad ofertadas por los medios, eran falsas y que excluían al pueblo, proponiendo a la vez, recuperar su existencia y su verdad. De ahí su convocatoria: ”Enfrentarse a la realidad con la cámara y documentarla, documentar el subdesarrollo. El cine que se hace cómplice del subdesarrollo es un subcine”. Términos duros, difíciles de aceptar por muchos de quienes conformaban, o de quienes hoy siguen conformando el dolce fair niente del campo cinematográfico.
Insisto que no era fácil ni cómodo sostener estas ideas y estas prácticas en aquellos años. Como tampoco lo es hacerlo hoy en día. Un valor más a considerar entonces en la obra de Birri. Porque no se trataba solamente de afrontar la censura o el control restrictivo de los gobiernos y los funcionarios de turno, sino de afrontar también los debates o enfrentamientos entre quienes aparecían como propietarios o hacedores de la obra artística y de la cultura.
En un manifiesto de la época, algunos jóvenes beatniks esgrimían a manera de feroz mandoble: ”Nos conocimos orinando en baños donde leímos que Perón o Tarzán nos salvarían; nos miramos a los ojos y sonreímos: ninguno quería ser salvado”. A lo cual, alguno de sus críticos, replicaría: “Eso está bien para los países en que todo funciona perfectamente. Pero acá, lo único que cabe es patalear contra el caos. Nuestro beatnikismo es un ikebana del escándalo”.
Polémicas apasionadas, a la vez que fecundas, que luego seguirían dentro y fuera del Di Tella, y también, en el interior del cine, entre los partidarios del “cine de autor” y los del “cine militante”, como fueron las que nunca se hicieron públicas entre “Cine Liberación” y el “Grupo de los 5”.
Era un debate que, en otros términos, se había dado también pocos años atrás, mientras Birri orientaba las cámaras de los alumnos de la Escuela en las villas santafesinas. En 1957, el “Comité de Defensa del Cine Argentino”, representante del sector “industrialista” se había enfrentado al “Movimiento de Recuperación del Cine Argentino”, portavoz de los “independentistas”, disputándose no ya posturas estéticas, sino el flamante fondo de fomento de la Ley 62/57, frente a la cual se habían alzado los empresarios de la exhibición tildándola –cuándo no- de anticonstitucional. Ley que, sin embargo, permitió con su reglamentación de 1959, la realización de 250 cortometrajes entre ese año y 1963 -gracias al 3% del fondo de fomento que se derivaba al corto- y también la aparición de toda una nueva generación de cineastas (Simón Feldman, David J. Kohon, Rodolfo Kuhn, Ricardo Alventosa, Humberto Ríos, Martín Schor, Aníbal Di Salvo, Pino Solanas, Mauricio Berú, Enrique Dawi, incluso Manuel Antín y Leonardo Favio, entre otros) que dieron vida a lo que, mal o bien, fue bautizado entonces como “nuevo cine argentino”.
En este contexto, Birri prosiguió su trabajo, que no se reducía a un cine relativamente marginal producido por una escuela de prestigio, sino que aspiraba también a ocupar crecientes espacios en las pantallas de las salas, sin por ello abandonar el espíritu innovador y crítico. Si entre 1956 y 1958 su labor se había concentrado en la creación de verdaderos “films-escuela”, como lo fue Tire dié – “realizado por los alumnos”, así rezaba en los créditos - luego se dispondría, con Los inundados, a llevar a la pantalla su propuesta personal de un cine nacional “realista, crítico y popular”, ninguneado por buena parte del establishment del cine local, pero de amplio reconocimiento –Premio Opera Prima en Venezia y Premio Especial del Jurado en Karlovy Vary, en 1962- más allá del momento en que se hizo.
Basta con re-pensar la pícara cultura de la sobrevivencia que encarnan Dolorcito Gaitán y Optima, su robusta compañera, para confirmar que las cosas no sólo parecen estar igual hoy que treinta años atrás, sino que, para muchos argentinos ellas han empeorado dramáticamente. Sino, basta con preguntarles a los inundados de nuestro tiempo, tanto a los que son producto del crecimiento de las aguas y de la desidia oficial, como también a los millones de compatriotas sumergidos y semi-ahogados en la inacabada ciénaga donde convergen las basuras tangibles e intangibles de la Argentina contemporánea.
Pero, junto con estas propuestas formativas y estéticas, Birri mantuvo siempre una visión política muy clara sobre la suerte del cine argentino. Ello le llevó a sostener, en términos todavía hoy vigentes: “Fomentos estatales, créditos bancarios, premios industriales, son también providencias que pueden estimular el desarrollo del cine latinoamericano, si bien la base de ese desarrollo, para que el mismo no sea inflacionario, es el pago de la entrada por el espectador. El filme tiene que ser amortizado por el público. Además de saneamiento financiero, el hecho de que el público pague su entrada, confirma el interés del espectador por la película, y compromete a los realizadores con su público.”
Compromiso muy claro para la labor del realizador, como es el de tratar de que ”ningún espectador salga igual que entró, cuando asiste a la exhibición de una de nuestras películas”. O como diría años después: “Que ningún cineasta latinoamericano sea el mismo que empezó a hacer la película, cuando termine de hacerla”.
En toda esa labor, Birri fue hacedor de una onda renovadora para el cine argentino. De la misma formaron parte quienes estuvieron al frente de las producciones de la Escuela del Litoral –pienso en “Cacho” Pallero, Adelqui Camuso, Juan Oliva, Manuel Horacio Jiménez, Enrique Urteaga, Carlos Gramaglia y Dolly Pussi- y también aquellos que en los créditos de los filmes aparecían como “obreros de filmación”, a la manera de Jorge Goldemberg, Gerardo Vallejo, Gustavo Moris, Mario Mittelman, y otros. La colaboración de figuras consagradas, como María Rosa Gallo, Francisco Petrone, Hugo del Carril, Salvador Sanmaritano, Agustín Mahieu, Antonio Ripoll, Roberto Raschella, Saulo Benavente, y algunos más, reforzó este proyecto del que emergieron después memorables cortometrajes documentales y nuevos realizadores. Aunque para ese entonces, Birri había regresado a su Roma, refugio y remanso, tal vez, harto posiblemente del ninguneo y el cholulaje “progre” –esto de “progre” va por cuenta mía- que entonces, como en nuestros días, está presente en la parte más visible del campo intelectual argentino. Para no hablar ya de algunas instituciones de la cultura.
Uno creció en ese hervidero de proyectos y poéticas y sin haber conocido por entonces a Birri, y menos aún las instalaciones de la Escuela de Santa Fe, se apropió de estas experiencias y las incorporó al proyecto de producción y difusión de un cine militante, asumido en los finales de los años 60. Precisamente, la última secuencia de Tire dié formó parte de un paquete de cortometrajes latinoamericanos, con los cuales, quienes integrábamos Cine Liberación experimentamos las primeras exhibiciones clandestinas que se hicieron en el país. (Paquete que todavía debe figurar en los archivos de la Policía Federal desde la fecha de su secuestro en 1967). La inclusión de imágenes de dicha secuencia en La hora… no sólo significaba un reconocimiento a la labor de Birri y de su escuela, sino, ante todo, una valoración de su aporte ideológico y testimonial –además de poético- al país y al cine de aquellos años.
En suma, sin esa experiencia previa, de la cual Fernando Birri fue motor invalorable, no hubieran aparecido proyectos como los nuestros –o habrían sido formulados de una manera muy distinta- y tampoco uno se hubiera sentido aupado en sus hombros en Pésaro. En última instancia, nosotros éramos, simplemente, algo así como un producto, con algún valor agregado, de su labor y de sus ideas.
Con él volvimos a encontrarnos en Roma, cuando me tocó sonorizar y doblar al italiano mi primer largometraje de ficción, El Familiar, en el que Birri accedió, con su indeclinable humildad, a grabar un parlamento en off, como simple e ignoto “personaje de audio”. En ese tiempo Birri habitaba, no ya la luminiscencia vegetal de la casa que compartía años atrás con Carmen, sino una antigua habitación –tal vez en el Trastevere- de muy escasas dimensiones, con techo muy alto, que le servía para elevar, poleas mediante, una bicicleta o una pequeña cama, cuando recibía visitas o necesitaba espacio para sus menesteres.
Percibí en esos días una faceta de su personalidad que tal vez lo había acompañado siempre, pero en la cual yo nunca había reparado. Se trataba de su inquietud, clara y explícita, por la experimentación y la investigación en materia de nuevos lenguajes, orientada en este caso a editar y yuxtaponer recursos sonoros de muy distinto tipo (ruidos, testimonios, músicas, recitado poético, etc.). Lo recuerdo en alguna de sus apasionadas intervenciones en un proyecto de creación poético-musical, del que participaba también Graciela Rava,colaboradora de El Familiar, y compañera del Gato Barbieri y de Bertolucci en alguna de sus películas.
Escuché alguno de los primeros resultados del proyecto y, confieso, que no experimenté nada demasiado significativo –salvo ciertas reminiscencias de Luigi Nono- pero valoré, y me conmovió, esa actitud de lúcida y corajuda búsqueda de lo que no es ni está, pero que merece ser creado. Además, ella estaba muy presente en su más mínima gestualidad, de tal modo que aparecía con el mismo entusiasmo y la misma forma de acariciarse la barba o de afilar la mirada, que, supuse entonces, tenía frente a sus colaboradores inmediatos cuando diseñaba el rodaje de alguna de sus películas.
“El problema ahora es el lenguaje –dice Birri en alguno de sus poemas- Una revolución que no revoluciona (permanentemente) sus lenguajes alfabetos, gestos, miradas, involuciona o muere”. Un espacio más para la confluencia con mis, a veces frustradas, experiencias, pero que explica el fervor con el que intentó construir nuevas miradas –nuevas angulaciones y enfoques críticos- sobre la realidad, tanto en la política, como en las artes y, desde luego, el cine. ORG, frustrada o no, como cualquier aventura experimental en ese sentido, es un claro ejemplo de esa manifiesta vocación por la innovación y el cambio. Particularmente en los lenguajes de la mirada, aquellos que tienen que ver con la utopía y para los que, el proceso tensionante de la búsqueda y la experimentación, puede valer tanto o más que los productos logrados. Birri y otros lo han repetido, el valor indeleble de la utopía no radica tanto en que podamos materializarla –ello representa su trasmutación o su muerte- como en la dinámica que nos moviliza para alcanzarla. O parafraseando a Machado, un camino que sólo se hace camino al andar.
Pero a estos y otros valores presentes en la persona y en la obra de Birri, habría que agregar uno, tal vez el más abarcador y totalizante. Me refiero a su visión internacionalista, particularmente al sentido de latinoamericanidad –cuesta escribir este término, aunque más parece llevarlo a la práctica- que ha impreso siempre a su obra. En este punto, él es tal vez el intelectual argentino que más ha expresado el pensamiento y el sentimiento de un proyecto de cine regional. Además, lo sigue haciendo, invulnerable al desplazamiento de los mapas culturales y a los tira y aflojes de la transculturación. Mantiene la convicción y la confianza, al menos eso creo, en aquellos principios que nos guiaron a muchos cineastas en América Latina a converger, como copartícipes de una misma vocación, en Montevideo en el 62, en Viña del Mar en el 67, en los encuentros, seminarios, festivales y mesas redondas, del cine o del nuevo cine o del video o el audiovisual latinoamericano a lo largo de casi cuatro décadas.
Estoy hablando de un sueño, de un hermoso sueño, al margen de que podamos verlo o no materializado en nuestras vidas. Y recupero esto de “sueño” porque es lo que distingue a una personalidad joven de una adolescente. Mientras que ésta se caracteriza por la queja, el reclamo y la culpa del “otro” –valores muy apreciados y esgrimidos por buena parte del pensamiento y la sociedad argentina- los sueños están presentes de manera particular en las personalidades jóvenes –Birri es una de ellas- y definen su existencia como tales.
Insisto, no conozco ningún otro cineasta argentino que haya intervenido en los temas del cine con una visión latinoamericana tan lúcida y visceral, tan juvenil a la vez que madura, como la que conserva Birri. Desde los años 60 él se aventuró a establecer los primeros puentes con el documentalismo de otros países hermanos dejando en uno y otro espacio claras huellas de su presencia. No lo analicé en detalle, pero sospecho que, a lo largo de su vida, él utilizó más el concepto de “cine latinoamericano” o de “nuevo cine latinoamericano” que de “cine argentino”, con el claro entendimiento de que lo nacional ya no responde a los mapas políticos tradicionales, sino a los de una cultura –además de proyecto histórico-cuyo mapa no se corresponde con el convencional, sino que se desplaza y superpone sobre otros mapas, penetrando y siendo penetrado, construyendo y a la vez siendo construidos en el marco de una tentativa identitaria –de nuevo aquí la utopía- latinoamericana.
Recuerdo su figura el día de la inauguración de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, junto a la plana mayor de la política y el cine de ese país, y también a figuras protagónicas de la cultura y el cine latinoamericano, rodeado de los primeros jóvenes inscriptos, vestidos o uniformados, todos ellos, con rigurosos mamelucos, reinstalando aquella noción de “obreros de filmación” que había colocado en los créditos de muchos documentales de Santa Fe dos décadas atrás.
Para Birri estaba muy claro que una meta fundamental para la formación de nuevos cineastas, y en particular cineastas de “tres mundos”, era la de ayudar a desarrollar individuos capaces de conocer y sentir, desde sus propias experiencias vitales, los espacios y las culturas de donde proceden. Proporcionándoles, además, las herramientas teóricas y técnicas, sin las cuales, podrían quedar reducidos a la exclusión o a la autoexclusión de la realidad que pretenden expresar o testimoniar. O como poetiza Birri: “En el baño de mercurio del tiempo, disuelto en la memoria colectiva de su pueblo, el cineasta latinoamericano no transmutará la historia, si no transmuta su visión interior, la imagen anticipatoria, lúcida y solidaria, de militantes en el futuro de la historia”.
Estoy seguro, por mi propia experiencia, que este encuadre de plano general y cámara picada o contrapicada, con lentos paneos sobre la realidad argentina y latinoamericana, que incluye también la del cine en su dimensión más amplia, le permitió a Fernando Birri procesar y construir una imagen que, por extensión, es abarcadora también de lo humano universal, aunque a partir de un determinado sitio, aquel que tiene que ver con el lugar donde cada uno define su existencia.
Una participación en lo latinoamericano, pero situado desde lo argentino, o una intervención en lo universal, desde el sitio de lo latinoamericano. O también, una presencia situada en lo nacional, a partir de la comunidad local donde habita. El sitio es lo que uno puede aportar a los otros, por lo que implica en cuanto a memoria, identidad y sueños. Temas todos que no son, sino que, como otras veces se ha dicho, están siendo, y se construyen desde la mirada de los demás y de la nuestra, desde la unidad y desde la diversidad. En momentos, además, donde la aceptación resignada de lo “posible”, opaca toda dinámica hacia lo “deseable”. De nuevo, como necesidad existencial, la validez de la utopía.
Valga entonces, como un “amén” o un “así sea”, aquello que Fernando Birri sigue, desde siempre, deseando: “Agua para la sed. Pan para el hambre. Fuego para el frío. Luz para el nuevo cine latinoamericano”.
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