El mismo día que se anunció el recorte del presupuesto educativo en 280 millones de pesos y que se abonó a los acreedores multinacionales la suma de 560 millones en concepto de intereses de la deuda externa, el presidente Menem dispuso la entrega en Plaza de Mayo 250 flamantes automóviles a la Policía Federal, mientras que en el otro extremo de la Avenida de Mayo, los docentes cumplían más de dos años de huelga de hambre. Datos altamente interrelacionados y que tienen que ver directamente con el tema que domina hoy por hoy la agenda de los medios: delincuencia juvenil/inseguridad.
Convengamos que un modelo de “desarrollo del subdesarrollo” como el que nuestro país está practicando, exige la exclusión y la marginalidad de franjas importantes de la población para tener éxito. En este modelo, el Estado no sólo no ha reducido su papel proteccionista, sino que lo ha multiplicado a niveles mayores que nunca, aunque cambiando el sujeto de la protección (el establishment económico y financiero, nacional e internacional), situación que lo obliga a incrementar, en términos tal vez mayores que nunca, el desproteccionismo y el control social de los excluidos.
Por ello, en lugar de aumentar el número de docentes, de escuelas, de hospitales, de servicios sociales, mejorar la calidad de los mismos, o privilegiar la situación de la infancia y la juventud -aquellos que representan la Argentina del mañana- incrementa las fuerzas de control, lo cual incluye labores de inteligencia y de gimnasia represiva a niveles cada vez más elevados. No otra es la razón de ser de las redadas en villas miserias, urbanizaciones populares, allanamientos, persecución de indocumentados, agresiones a jóvenes y adolescentes, o registro con cámaras de tecnología sofisticada de manifestaciones populares, puebladas, actos de protesta, escraches o, inclusive, recitales musicales y eventos deportivos en los que la juventud aparece como principal protagonista.
Que nadie se engañe. La inseguridad delincuencial, tal como ella es presentada y dramatizada por algunos políticos y por muchos opinadores periodísticos de neto corte necrofílico, sólo pretende encubrir los factores causales que la alimentan y promueven. Sirve además, como contraparte, para justificar el recorte de recursos presupuestarios de las áreas de desarrollo social y su consecuente derivación a las fuerzas represivas para impedir no tanto la creciente inseguridad ciudadana, sino toda acción que amenace la seguridad específica de los que mandan y los intereses que ellos representan.
Las razones están a la vista. Si los Estados Unidos y sus socios de la OTAN se constituyen al margen de toda legislación internacional como policia universal para intimidar o destruir cualquier tentativa obstaculizadora de sus proyectos de dominación global -con lo que instalan sin rubor alguno un verdadero terrorismo de Estado a escala planetaria- las fuerzas locales habrán de implementar a escala más reducida esa misma estrategia para servir a idénticos intereses. La globalización económica demanda de una globalización del control internacional y tal intencionalidad debe reproducirse necesariamente también en el interior de cada país subalterno.
Los medios masivos (televisión y prensa, particularmente) coparticipan de esa labor y si a nivel internacional se pretende justificar en Yugoslavia la destrucción de una nación soberana (al mejor estilo nazi, aunque con tecnología de videogame), en el plano local se reinventan nuevos chivos expiatorios que justifiquen el incremento de la capacidad de control social de la población. Años atrás, con la dictadura del Proceso, los medios intimidaban con aquello de ¿usted sabe con quién está ahora su hijo?, hoy, con la democracia que pudimos o supimos construir, la intimidación se extiende desde las calles céntricas hasta los barrios suburbanos, a los “indocumentados”, “bolitas”, “mafia china”, “villeros”, “barras”, “rockeros”, “travestis” y todo aquello que supuestamente amenace la tranquilidad ciudadana.
Asistimos pues a un proyecto que trasciende cada vez más las inciertas fronteras nacionales, y que está destinado a desanimar (por las buenas, si ello parece viable), o reprimir violentamente (cuando ello resulte aconsejable), cualquier tentativa verdadera de cambio democrático, que incluya la equidad social y la justicia.
Nunca como hoy el estado argentino ha logrado inmiscuirse en la vida social y personal de la mayor parte de los argentinos. Lo cual le permite, entre otras cosas, meterse también en sus bolsillos para apropiarse del casi 30% de sus ingresos -IVA y otros impuestos, mediante- a fin de satisfacer a los dueños de este gran circo planetario, que hoy por hoy, está representado por el G-7 y por quienes manejan las finanzas internacionales.
En este marco de situación, se planifica e implementa fría y racionalmente, el acrecentamiento de la inseguridad de la población, para proteger la seguridad absoluta de los inversores extranjeros y de los locales que más tienen: inseguridad en materia de trabajo y de empleo (preguntémosle sino a San Cayetano); inseguridad en los sistemas de salud (hagamos otro tanto con la Virgen Desatanudos y los tántos curanderos televisivos); inseguridad en la educación (¿para qué sirve hoy, a fin de cuentas, un título universitario, si el ilustre Favaloro nos advierte que sobran ingenieros, médicos y científicos “a rolete”?); inseguridad en el futuro de los que se jubilen (¿quién se ocupará realmente de ellos?); inseguridad económica (veamos el índice de quiebras de pequeños industriales y comerciantes y el tembladeral que dejaron efectos “tequila”, “caipirinha”, etc.); inseguridad y desconfianza sobre los discursos de la mayor parte de las dirigencias políticas (honestamente ¿cuántos argentinos creen hoy en las promesas de quienes manejan el gobierno o lideran la oposición?); inseguridad en las relaciones familiares y de pareja (revisemos los inclasificables “si querés shorár, shorá”, de los talk show de la tarde); inseguridad en el país (observemos sino a los argentinos que han invertido o depositado en el exterior más de 92 mil millones de dólares, cifra que supera al conjunto de los depósitos bancarios nacionales).
Sólo en el marco general de esas (y otras) inseguridades que conforman la vida cotidiana de los argentinos, es posible entender que el joven delincuente se erija hoy en el nuevo estigma que hay que demonizar para que, supuestamente, la confianza vuelva a nuestros hogares. (Hace dos meses, los noteros televisivos interrogaban a los agentes policiales sobre cuántos “indocumentados” habían sido detenidos en cada uno de sus operativos; hoy lo hacen sobre la edad de los que delinquen, a la manera de la novela de Bioy Casares, pero al revés).
Ello permitiría concluir en que el tema de la inseguridad delincuencial, agravado sin duda como sucede con muchas otras lacras sociales, convierte ahora al delincuente en la metáfora de un miedo y una inseguridad generalizados, y haga de la sospecha y la desconfianza el principal ingrediente de la cultura de los argentinos, tanto a nivel colectivo como individual.
Si la sociedad argentina hubiera resuelto los verdaderos problemas de la seguridad social, que no son otros que los de trabajo y empleo, salud, educación, vivienda, situación de la infancia, la juventud y la tercera edad, desarrollo de redes solidarias comunitarias, confianza en las dirigencias, etc., la inseguridad delincuencial no ocuparía seguramente el espacio que ahora tiene en los datos estadísticos y en el ánimo de buena parte de la población.
Está claro que la vocación de atacar en serio esos problemas básicos de la sociedad no es un tema que figure en la agenda del gobierno ni de muchos actores massmediáticos de la oposición. Es sabido, además, que su resolución exigiría de adecuados presupuestos gubernamentales, con lo cual se descarta su tratamiento (preguntémosle, sino, a la ex-ministro Decibe), ya que para satisfacer las exigencias del modelo imperante, habrá de privilegiarse a sus gestores y beneficiarios. (Es bueno recordar también que la deuda externa saltó de 50 mil millones de dólares en el año 1989, el de la “hiperinflación”, a más de 150 mil millones en la actualidad, en pleno apogeo de la “estabilidad monetaria”, pese a que en ese transcurso, se dilapidó casi todo nuestro patrimonio como nación).
No nos engañemos. Los responsables principales de la sospecha y la desconfianza generalizadas que invaden nuestra vida cotidiana, son mucho más dañinos para el país, que los delincuentes que enfrentamos a diario. Y si no debatimos y clarificamos la complejidad de esta situación, quedan muy pocas esperanzas de que la seguridad y la confianza verdaderas se reestablezcan alguna vez entre nosotros. Poca certeza, además, de que la Argentina tenga futuro como tal.
Nota. Para aclarar alguna posible duda, quiero anticipar que quien esto escribe ha sido objeto en distintas oportunidades de agresiones por parte de jóvenes delincuentes -pistola en la cabeza, incluso- tanto contra su persona como contra su domicilio. Denunciadas sin pena ni gloria ante funcionarios policiales que estaban más preocupados en sacarle plata -sus sueldos daban lástima- que en ayudar a que se la devolvieran.
Buenos Aires, mayo 1999.
Convengamos que un modelo de “desarrollo del subdesarrollo” como el que nuestro país está practicando, exige la exclusión y la marginalidad de franjas importantes de la población para tener éxito. En este modelo, el Estado no sólo no ha reducido su papel proteccionista, sino que lo ha multiplicado a niveles mayores que nunca, aunque cambiando el sujeto de la protección (el establishment económico y financiero, nacional e internacional), situación que lo obliga a incrementar, en términos tal vez mayores que nunca, el desproteccionismo y el control social de los excluidos.
Por ello, en lugar de aumentar el número de docentes, de escuelas, de hospitales, de servicios sociales, mejorar la calidad de los mismos, o privilegiar la situación de la infancia y la juventud -aquellos que representan la Argentina del mañana- incrementa las fuerzas de control, lo cual incluye labores de inteligencia y de gimnasia represiva a niveles cada vez más elevados. No otra es la razón de ser de las redadas en villas miserias, urbanizaciones populares, allanamientos, persecución de indocumentados, agresiones a jóvenes y adolescentes, o registro con cámaras de tecnología sofisticada de manifestaciones populares, puebladas, actos de protesta, escraches o, inclusive, recitales musicales y eventos deportivos en los que la juventud aparece como principal protagonista.
Que nadie se engañe. La inseguridad delincuencial, tal como ella es presentada y dramatizada por algunos políticos y por muchos opinadores periodísticos de neto corte necrofílico, sólo pretende encubrir los factores causales que la alimentan y promueven. Sirve además, como contraparte, para justificar el recorte de recursos presupuestarios de las áreas de desarrollo social y su consecuente derivación a las fuerzas represivas para impedir no tanto la creciente inseguridad ciudadana, sino toda acción que amenace la seguridad específica de los que mandan y los intereses que ellos representan.
Las razones están a la vista. Si los Estados Unidos y sus socios de la OTAN se constituyen al margen de toda legislación internacional como policia universal para intimidar o destruir cualquier tentativa obstaculizadora de sus proyectos de dominación global -con lo que instalan sin rubor alguno un verdadero terrorismo de Estado a escala planetaria- las fuerzas locales habrán de implementar a escala más reducida esa misma estrategia para servir a idénticos intereses. La globalización económica demanda de una globalización del control internacional y tal intencionalidad debe reproducirse necesariamente también en el interior de cada país subalterno.
Los medios masivos (televisión y prensa, particularmente) coparticipan de esa labor y si a nivel internacional se pretende justificar en Yugoslavia la destrucción de una nación soberana (al mejor estilo nazi, aunque con tecnología de videogame), en el plano local se reinventan nuevos chivos expiatorios que justifiquen el incremento de la capacidad de control social de la población. Años atrás, con la dictadura del Proceso, los medios intimidaban con aquello de ¿usted sabe con quién está ahora su hijo?, hoy, con la democracia que pudimos o supimos construir, la intimidación se extiende desde las calles céntricas hasta los barrios suburbanos, a los “indocumentados”, “bolitas”, “mafia china”, “villeros”, “barras”, “rockeros”, “travestis” y todo aquello que supuestamente amenace la tranquilidad ciudadana.
Asistimos pues a un proyecto que trasciende cada vez más las inciertas fronteras nacionales, y que está destinado a desanimar (por las buenas, si ello parece viable), o reprimir violentamente (cuando ello resulte aconsejable), cualquier tentativa verdadera de cambio democrático, que incluya la equidad social y la justicia.
Nunca como hoy el estado argentino ha logrado inmiscuirse en la vida social y personal de la mayor parte de los argentinos. Lo cual le permite, entre otras cosas, meterse también en sus bolsillos para apropiarse del casi 30% de sus ingresos -IVA y otros impuestos, mediante- a fin de satisfacer a los dueños de este gran circo planetario, que hoy por hoy, está representado por el G-7 y por quienes manejan las finanzas internacionales.
En este marco de situación, se planifica e implementa fría y racionalmente, el acrecentamiento de la inseguridad de la población, para proteger la seguridad absoluta de los inversores extranjeros y de los locales que más tienen: inseguridad en materia de trabajo y de empleo (preguntémosle sino a San Cayetano); inseguridad en los sistemas de salud (hagamos otro tanto con la Virgen Desatanudos y los tántos curanderos televisivos); inseguridad en la educación (¿para qué sirve hoy, a fin de cuentas, un título universitario, si el ilustre Favaloro nos advierte que sobran ingenieros, médicos y científicos “a rolete”?); inseguridad en el futuro de los que se jubilen (¿quién se ocupará realmente de ellos?); inseguridad económica (veamos el índice de quiebras de pequeños industriales y comerciantes y el tembladeral que dejaron efectos “tequila”, “caipirinha”, etc.); inseguridad y desconfianza sobre los discursos de la mayor parte de las dirigencias políticas (honestamente ¿cuántos argentinos creen hoy en las promesas de quienes manejan el gobierno o lideran la oposición?); inseguridad en las relaciones familiares y de pareja (revisemos los inclasificables “si querés shorár, shorá”, de los talk show de la tarde); inseguridad en el país (observemos sino a los argentinos que han invertido o depositado en el exterior más de 92 mil millones de dólares, cifra que supera al conjunto de los depósitos bancarios nacionales).
Sólo en el marco general de esas (y otras) inseguridades que conforman la vida cotidiana de los argentinos, es posible entender que el joven delincuente se erija hoy en el nuevo estigma que hay que demonizar para que, supuestamente, la confianza vuelva a nuestros hogares. (Hace dos meses, los noteros televisivos interrogaban a los agentes policiales sobre cuántos “indocumentados” habían sido detenidos en cada uno de sus operativos; hoy lo hacen sobre la edad de los que delinquen, a la manera de la novela de Bioy Casares, pero al revés).
Ello permitiría concluir en que el tema de la inseguridad delincuencial, agravado sin duda como sucede con muchas otras lacras sociales, convierte ahora al delincuente en la metáfora de un miedo y una inseguridad generalizados, y haga de la sospecha y la desconfianza el principal ingrediente de la cultura de los argentinos, tanto a nivel colectivo como individual.
Si la sociedad argentina hubiera resuelto los verdaderos problemas de la seguridad social, que no son otros que los de trabajo y empleo, salud, educación, vivienda, situación de la infancia, la juventud y la tercera edad, desarrollo de redes solidarias comunitarias, confianza en las dirigencias, etc., la inseguridad delincuencial no ocuparía seguramente el espacio que ahora tiene en los datos estadísticos y en el ánimo de buena parte de la población.
Está claro que la vocación de atacar en serio esos problemas básicos de la sociedad no es un tema que figure en la agenda del gobierno ni de muchos actores massmediáticos de la oposición. Es sabido, además, que su resolución exigiría de adecuados presupuestos gubernamentales, con lo cual se descarta su tratamiento (preguntémosle, sino, a la ex-ministro Decibe), ya que para satisfacer las exigencias del modelo imperante, habrá de privilegiarse a sus gestores y beneficiarios. (Es bueno recordar también que la deuda externa saltó de 50 mil millones de dólares en el año 1989, el de la “hiperinflación”, a más de 150 mil millones en la actualidad, en pleno apogeo de la “estabilidad monetaria”, pese a que en ese transcurso, se dilapidó casi todo nuestro patrimonio como nación).
No nos engañemos. Los responsables principales de la sospecha y la desconfianza generalizadas que invaden nuestra vida cotidiana, son mucho más dañinos para el país, que los delincuentes que enfrentamos a diario. Y si no debatimos y clarificamos la complejidad de esta situación, quedan muy pocas esperanzas de que la seguridad y la confianza verdaderas se reestablezcan alguna vez entre nosotros. Poca certeza, además, de que la Argentina tenga futuro como tal.
Nota. Para aclarar alguna posible duda, quiero anticipar que quien esto escribe ha sido objeto en distintas oportunidades de agresiones por parte de jóvenes delincuentes -pistola en la cabeza, incluso- tanto contra su persona como contra su domicilio. Denunciadas sin pena ni gloria ante funcionarios policiales que estaban más preocupados en sacarle plata -sus sueldos daban lástima- que en ayudar a que se la devolvieran.
Buenos Aires, mayo 1999.
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