Cuando el sentido común parece abandonar a las dirigencias políticas y sociales –aquellas que tendrían que hacer uso intensivo del mismo- uno se siente obligado a intentar recuperarlo, aunque también pueda sospecharse de sus magros resultados. En este caso, se trata de lo que la patria mediática y muchos de quienes se subordinan a ella, bautizaron como “el conflicto de las papeleras”.
Acudo entonces a la memoria. Veinte años atrás, me tocó participar de un festival internacional de cine, en Dortmund -entonces ciudad de la República Federal Alemana- dedicado a premiar los mejores filmes sobre problemas ambientales, entre los cuales figuraba alguno, casi maravilloso por lo persuasivo, producido por Bayer, la conocida industria química y farmacéutica, además de contaminante… Asistí entonces a los discursos apasionados de jóvenes y no tan jóvenes militantes ambientalistas –de los que se nutrirían luego los llamados partidos “verdes”- fervorosos denuncistas de la proliferación de chimeneas en los países
industrializados y de la contaminación y el perjuicio ecológico que ello representaba para los mismos. Me tocó intervenir, como consultor internacional que entonces era –consultor responsable de la red de información sobre medio ambiente para América Latina y el Caribe del PNUMA- y para desconcierto de muchos y aceptación de muy pocos, sentí la necesidad de manifestar mi acuerdo con aquellas denuncias, con la salvedad de legitimar su existencia en las regiones más industrializadas y contaminantes del planeta –cuyas consecuencias nosotros también padecíamos- pero no así de aceptarlas acríticamente y de igual manera en el resto del planeta. Me refería a las regiones de menor desarrollo, entre ellas las de América Latina, en las que, dejé bien subrayado, el mayor deterioro ambiental no obedecía a la proliferación de chimeneas sino, por el contrario, a la ausencia de ellas.
Hablaba, claro, del deterioro del medio ambiente en las ciudades del Tercer Mundo como producto de la falta de desarrollo industrial productivo y de consecuente marginalidad social, traducida en los hacinamientos humanos –léase villas miserias, callampas, cantegriles, favelas, pueblos jóvenes, ranchadas, etc.- e incluso en el desborde poblacional de los ambulantes y los mendicantes en los más codiciados espacios céntricos urbanos, donde millones de seres humanos estaban obligados a dejar día tras día sus desechos, o a despedazar los ajenos, o bien, a alimentarse de las sobras encontradas en la calle, con sus consecuencias directas sobre la salud social y ambiental, así como sobre los más elementales derechos humanos.
Más aún, destaqué entonces, el desplazamiento compulsivo y multitudinario de pueblos enteros de Africa, Asia y luego, de América Latina, a las urbes plagadas de chimeneas, obedecía simplemente a un sentido elemental de sobrevivencia, en la medida que aquellas ofrecían una expectativa de vida que no tenían los espacios carentes de las mismas. Afirmé, casi provocativamente, que mi aspiración mayor era la de contribuir a la construcción de un país y una región fuertemente industrializados, con múltiples y enormes chimeneas humeantes, a partir de cuya existencia – pero sólo entonces, es decir, en términos simultáneos con su aparición y desarrollo- nos correspondería implementar obligadamente las medidas que entonces consideráramos necesarias para no repetir el deterioro que los ambientalistas denunciaban con justeza para sus propias realidades.
Las palabras que más me impactaron en uno de los tantos encuentros internacionales sobre el medio ambiente realizados por aquellas épocas fueron las de un indígena de la selva Lacandona, en la frontera entre México y Guatemala: "Nos vemos obligados a cortar leña y, a veces a cazar, no porque nos guste sino por el hambre. No sé por qué hablan tanto de los animalitos que llaman "especies en vías de extinción", nosotros también somos una especie en vías de extinción, pero aquí no veo a nadie que se preocupe por eso".
Más de veinte años después, sin necesidad de salir del país ni de observar obligadamente lo que sucede en el mundo industrializado, basta mirar a nuestro alrededor en los suburbios urbanos, en las grandes estaciones ferroviarias o inclusive en las nocturnas calles céntricas, para confirmar los daños producidos en el medio ambiente y, sobre todo, en el sujeto central del mismo, el ser humano, por el cierre de industrias, el desguace del desarrollo fabril y la imagen agónica de lo que décadas atrás fueron poderosas chimeneas que ahora tienden a derrumbarse, como sucediera con el proyecto industrial que nuestro país supo tener, aunque por muy poco tiempo, para su desarrollo.
Precisamente, como lógica contraparte de este deterioro industrial generalizado, millones de argentinos están contaminados por la pérdida de la autoestima –e incluso, de la dignidad humana más elemental- por la falta de empleo, la marginalidad y la exclusión social, y sobreviven lastimosamente entre una changa u otra, trabajando en negro por míseros salarios, o lo hacen aferrándose como pueden a los programas que manejan a su arbitrio los punteros barriales de turno. O bien deambulan con sus miserias junto a los desechos que arrastran los riachuelos y arroyos más contaminados –están todos al alcance de quienes quieran ver- por la ineptitud o la complicidad de los gobiernos locales, antes que por la existencia de una actividad de desarrollo industrial y nacional sostenible.
El llamado “conflicto de las papeleras” sobre el que muchos hablan pero pocos analizan de manera sensata, forma parte de este escenario. Observo, casi con vergüenza ajena, la ausencia de verdadero sentido común en nuestros gobernantes, así como el silencio hipócrita de las dirigencias políticas y sociales que los acompañan, frente a los reclamos de un pueblo hermano, como es el uruguayo, necesitado como nunca de un desarrollo industrial y productivo para enfrentar, por lo menos, el drama del desempleo y la desocupación, con sus efectos nocivos para su propia existencia. La actual y la futura. Un desarrollo que, sin duda, lo obliga también a evaluar con responsabilidad el impacto ambiental que pudieran tener las inversiones fabriles del primer mundo en su territorio –y en el nuestro- pero que exige de ambas partes un diálogo sensato, no de unos y otros, sino de un nos-otros, dado que ambos formamos parte de un proyecto integrador regional, de un mismo proyecto de Estado-Región, dañado o muerto el cual, los efectos desindustrializantes y su correspondiente catástrofe social, económica y cultural, acabará con todos.
Me siento obligado a decir esto, como creo que corresponde a cualquier ciudadano manifestar sobre este y otros temas públicos, porque entiendo la necesidad de que nuestros gobiernos, de uno y otro lado de este gran río que nos hermana– sacudidos a menudo por reacciones coyunturales sobreactuadas antes que por un elemental sentido común y una clara madurez política- deberían sentarse a deliberar, junto con los otros países hermanos de la región, sobre qué hacer frente a la situación de deterioro que vive la cuenca de agua dulce más importante del continente americano, desde sus bases guaraníticas hasta la desembocadura en el Río de la Plata, amenazada como nunca por los intereses geopolíticos de las naciones más industrializadas, léase, principalmente por los Estados Unidos.
¿Cabe alguna duda, de que si no se acuerdan condiciones favorables tanto para las necesidades de uno y otro lado de nuestros ríos, habremos de soportar la ingerencia política, financiera, e inclusive militar, de la nación más poderosa del Continente o de las que integran la Unión Europea? ¿No parece penosamente ingenuo suponer que la Corte de La Haya analice y dictamine con equidad –desde su cómodo sitial en el llamado primer mundo- aquello que nosotros no sabemos resolver con sensatez, como hermanos, por nuestra propia cuenta?
Corresponde a los dirigentes tomar nota que el "conflicto de las papeleras" pone de relieve la precariedad de las bases institucionales sobre las que pretende edificarse un proyecto estratégico como el MERCOSUR. Así como no existen políticas ni códigos ambientales concertados entre sus países tampoco los hay con referencia a otras áreas tanto o más importantes. Parece imperar, más bien, una visión cortoplacista sobre un espacio que, en lugar de ser gobernado por las decisiones políticas de los estadistas, se observa tironeado por los intereses economicistas de algunos mercachifles. Esto es de las empresas y sectores económicos, intra y extraregionales, más poderosos.
Se me ocurre que es hora de desensillar para debatir y acordar con seriedad y mesura los caminos y alternativas que contribuyan al desarrollo de nuestras capacidades industriales, de nuestras “chimeneas”, también de nuestra cultura, en suma de nuestro desarrollo sustentable, y concertar políticas de mediano y largo plazo al respecto, sin lo cual la contaminación seguirá creciendo en nuestros territorios, como lo siguen haciendo la erosión, la desertificación y tantas otras lacras ambientales y sociales.
Las dirigencias políticas y sociales de nuestros países parecen creer que ellas pueden remediarse con acciones tipo bombero, con frecuencia "contaminadas" por el marketing electoral, en lugar de un ejercicio responsable de la representatividad que, nosotros, los ciudadanos mercosureños, hemos depositado en ellas con esperanza, después de décadas de frustraciones y fracasos signados por la desestructuración del Estado en función de la hegemonía del mercado; del puñado de actores económicos que a uno y otro lado de nuestras fronteras, y desde fuera de las mismas, lo controlan en su propio beneficio.
Este lamentable suceso prueba las carencias que emergen de aquella catastrófica historia reciente y remota, la que nos enseña cómo y por qué desde el nacimiento de nuestras repúblicas los sucesivos intentos de construir la Patria Grande fueron sistemáticamente saboteados y demolidos. Se impone, entonces, aprender de ella y abocarse a resolverlas, más allá de los problemas y conflictos coyunturales que se susciten en el camino de lograr ese objetivo de orden superior.
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