La manipulación de los medios sobre el aniversario de la caída de las dos torres del World Trade Center fue, francamente, repugnante. Hacía muchos años que no se veía en el país tal genuflexión y servilismo de parte de los dueños de la prensa, la televisión y la radio argentinas a las instrucciones implícitas o explícitas del Departamento de Estado norteamericano y de sus servicios de inteligencia. Tampoco se había visto un cipayismo tan lamentable como el de muchas "estrellas" del periodismo local, esas que con la solemnidad de un fiscal se han erigido —por cuenta propia y de la ineptitud de la dirigencia política— en supuestos investigadores, opinadores a sueldo —en blanco y en negro— y jueces de la vida y obra de aquellos a quienes los dueños de los medios les señalan, pero no de la propia corporación que produce millonarios a una velocidad asombrosa y mucho menos de los susodichos medios.
El 11 de septiembre, el diario Clarín, por ejemplo, dedicó entre 5 y 6 páginas a reproducir textos o imágenes del doloroso acontecimiento de las torres, incluso dedicó una al aniversario de la victoria tennística de Vilas sobre Connors, pero no publicó ni una sola línea sobre un hecho tan o más monstruoso como el que enlutó al pueblo chileno y a la democracia latinoamericana; el golpe militar de Pinochet, acaecido también un 11 de setiembre hace casi tres décadas, el cual costara miles de muertos y "desaparecidos" al país hermano. Episodio que, para nuestros pueblos, fue mucho más traumático porque aquél día se inició el desmantelamiento de las libertades, las economías, la dignidad de cada nación y los derechos humanos más elementales de millones de latinoamericanos. Proceso que fue diseñado, asesorado e implementado por los dueños de las torres ahora caídas, a las que muchos hipócritas vernáculos lloran.
La dictadura del "Proceso", produjo desastres de todo tipo —como las otras orquestadas en América latina— y ocasionó cien veces más daño a nuestro país que los generados por la caída de las referidas torres. Estos procesos de genocidio y latrocinio sistemáticos fueron llevados a cabo, sin atisbo de compasión alguna, por los mismos que hoy, desde Wall Street, Washington y el Pentágono, aterrorizan con sus armas letales —bélicas, económicas y políticas— a todo el planeta. A no engañarse. Bin Laden, Sadam Hussein y demás personajes de similar perfil, son el más genuino producto del sistema que el imperio instaló con mesiánica meticulosidad en los pueblos relegados después de la Segunda Guerra Mundial. Fue el Imperio quien los armó y alimentó con su brebaje infernal para que se destruyeran unos con otros, de acuerdo a su conveniencia. Hoy ellos no hacen más que devolverle la misma medicina, como cabe esperar de aplicados y eficaces alumnos.
El terrorismo no viene de Medio Oriente, ni mucho menos del Islam, sino que es originado por las políticas mundiales del monstruo, que inevitablemente, termina experimentando en sus entrañas los efectos del veneno que produce y suministra. Jamás ese monstruo ayudó a ningún país latinoamericano —para no hablar de los de otras latitudes— a crecer en términos de democracia, de justicia social, de equidad o de derechos humanos. Su historia es la de dos siglos de invasiones, golpes militares, imposición de dictaduras por doquier, saqueo económico, matanzas sangrientas, violencia manifiesta y simbólica generalizada a los países débiles que se muestran insumisos o tienen el atrevimiento de querer ser autónomos. ¿O no está presente en nuestra memoria la secuela interminable de saqueos, invasiones y apropiaciones territoriales en el norte de México, Panamá, Santo Domingo, Puerto Rico, Guatemala, Cuba, Grenada, Nicaragua y otras latitudes? ¿O el adiestramiento en torturas y represión, la elaboración de "planes cóndores" ejecutados con su asesoramiento por militares genuflexos y sanguinarios; o el respaldo a su socio imperial, Inglaterra, durante la guerra de Malvinas, decidida por un dipsómano ahijado suyo? ¿Qué decir del terrorismo financiero a los gobiernos argentinos y latinoamericanos de turno?
Resulta entonces vergonzoso que, con tamaña omisión, las torres que se le caen al Imperio hayan ocupado decenas de páginas, horas de televisión y radio, transmisiones en cadena, para hablar de un "atentado contra la humanidad", cuando la única humanidad que históricamente los Estados Unidos han reconocido, es la propia.
El imperio está en guerra y lo está contra los pueblos y las comunidades del mundo que no aceptan ser sus súbditos. Esta guerra no se inició el 11 de septiembre, sino a fines de la Segunda Guerra Mundial, cuando los países periféricos, entre ellos los nuestros, se convirtieron en el principal objeto de conquista, de sus recursos básicos y estratégicos, de sus industrias y mercados, e incluso de sus culturas. No es ésta una guerra como las anteriores. En ella no están involucradas sólo las grandes naciones. Son ellas las que arrogan el derecho de someter o destruir a los países pequeños y débiles. Tampoco es una tradicional guerra de posiciones. Es un accionar militar, económico, político y cultural de nuevo signo, para "aniquilar" —tal es el término que se aplica en el léxico militar— la dignidad del "otro" y con-vencerlo (además de vencerlo) de que toda resistencia es inútil. Como bien apunta nuestro lúcido pensador José Pablo Feinmann, no hay un "afuera" posible, ya que si el "otro" y el "afuera" existieran, el imperio no sería el imperio; es decir, el todo.
Es lícito pensar, entonces, que nadie tiró desde el "otro" ni desde el "afuera" las famosas torres. Ellas cayeron desde el más profundo "adentro". Basta ver su imagen. Recibieron, ciertamente, uno o dos golpes y siguieron incólumes. Pero al rato comenzaron a desinflarse, como si implosionaran en cámara lenta, derrumbándose de a poco, como si ambas estuvieran mirándose, doblegadas por el brebaje monstruoso que incubaron.
¡Mister Bush, no destruya más al mundo! ¡Nadie le tiró sus torres! Sucede que al Imperio se les están cayendo, como sucediera otras veces en la historia. Salvo la hipocresía de algunos cuantos cipayos locales, nadie en el mundo se conduele con la caída. Porque son muchos los dolores y sufrimientos que las dos terceras partes del planeta padecen, precisamente por lo que esas torres —como símbolo del imperio financiero y militar más poderoso y dañino del mundo— ocasionan todos los días. Me tocó viajar por diversos países latinoamericanos y por el interior del país en los días que siguieron al cinematográfico 11 de septiembre. Hablé con cientos de personas connacionales y de otras nacionalidades y, curiosamente, no encontré a una sola que se haya condolido realmente del golpe sufrido por el Imperio —no la humanidad— cuando probó su propia medicina. Sí encontré muchas, en la televisión y en los medios, condenando dicho suceso con la misma superficial tilinguería con que se refieren a los problemas argentinos y latinoamericanos. Esto es, pensando el país más desde afuera y desde los intereses del otro, que desde adentro y del nosotros
El dolor es inevitable ante la muerte de cualquier ser humano. Pero esto no puede llevar a obnubilar la percepción del contexto donde la muerte se produce. Quién suponga que el mundo vive hoy una situación de relaciones equitativas, democráticas, solidarias y justas, sin duda habrá de sentir la caída de las torres como un cruel atentado. Para quienes, en cambio, vemos al mundo debatiéndose en un conflicto permanente, entre los derechos de las naciones a existir y de los pueblos a expresarse y luchar por sus legítimos intereses, la reacción es distinta. .
Duele sin duda la pérdida de vidas humanas. Eso creo que lo saben, e incluso lo sienten, hasta los estrategas militares más implacables. Pero por sobre el dolor, está la esperanza de construir —incluso a través del llanto solidario entre los unos y los otros— una cultura de la vida que se imponga de una vez por todas sobre la cultura de la muerte, hoy dominante.
Recuerdo una experiencia personal que viene al caso. Yo viví durante la Segunda Guerra Mundial en una pequeña ciudad de España, en el norte de Castilla. Nunca tuvimos un aparato de radio para escuchar las noticias. Yo las oía en la casa de un vecino "rico" que sintonizaba la BBC de Londres. Mi padre me enviaba todos los domingos a la mañana a comprar el diario "Pueblo" a uno de los pocos quioscos existentes, ubicado a unos dos kilómetros de distancia. La información sobre la marcha de la guerra sólo llegaba en nuestra casa a través de ese diario. Mi padre leía junto a la mesa de la cocina, página tras página, como si le quedara toda una vida para seguir haciéndolo. Finalmente se levantaba, iba hasta un pequeño mapa de Europa que había pegado en una de las paredes y que estaba punteado por alfileres de colores intensos. Revisaba los avances de unos y otros ejércitos, como para cerciorarse, y procedía a desplazar en el mapa alguno de los alfileres. Rojos, los correspondientes a los ejércitos aliados y negros para los del Eje. Yo lo observaba, desde abajo, en silencio. Mi padre sonreía contenidamente cuando uno de sus alfileres rojos avanzaba sobre territorio alemán y se clavaba en el corazón de alguna importante ciudad. Yo no lo sabía entonces, pero sospecho que mi padre pensaba que cada uno de esos desplazamientos representados por un alfiler, equivalía a miles o decenas de miles de seres humanos, con nombre y apellido, con esposos o esposas, padres o hijos, destrozados en sus sueños por las explosiones o la metralla. Pero mi padre no parecía lamentarse, sonreía. Percibía, en el interior de una humilde habitación de un rincón de Castilla, que se estaba librando una guerra. Según mi padre no se trataba de una guerra para oprimir a ningún pueblo, sino, precisamente, para construir un mundo más solidario, más democrático y más justo. El mundo que mi padre nunca conoció. Y que nosotros tampoco conocemos todavía.
Mi padre sonreía, intuyendo tal vez de qué se trataba. Yo lo hacía también, al lado suyo, quizá por imitar su gesto, pero sin tener la más remota idea de lo que estaba pasando y de lo que luego vendría. La caída de las torres volvió a traerme a la mente estas imágenes. La guerra actual comenzó a desplegarse sobre miles de millones de seres humanos desde el final de aquella. Ninguno, o casi ninguno, de ellos puede ser acusado de atentar contra el Imperio, a lo sumo su mayor delito es pretender la dignidad. Hoy, Mr. Bush, "Chirolita" Blair y algunos pocos inescrupulosos obsecuentes, pretenden llevar esta demencial guerra hasta las galaxias, pero no para construir un mundo mejor sino para apoderarse de ciertas zonas y recursos estratégicos, destruyendo al mundo —o a buena parte de él— si es preciso.
Hay todavía posibilidades de transformar esta monstruosa guerra múltiple y global, en un conflicto de resolución política y democrática. Pero presumo que ello no será posible mientras el mundo esté gobernado por dinosaurios cretinos y que, al servicio de ellos, medren todavía tantos lambiscones esperando recibir a cambio, un puñado de dólares, unos barriles de petróleo o unas palmadas en la espalda. La evidencia histórica indica que esto último es lo más probable. La destrucción en marcha no impedirá, sin embargo, que al Imperio y sus cómplices se les sigan cayendo las torres. La evidencia histórica indica que esto también es lo más probable.
Buenos Aires, 12 de setiembre 2002.
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