En los últimos años, los temas de las Industrias Culturales (IC) y de la Economía de la Cultura tuvieron una presencia en algunos medios periodísticos como no la habían tenido nunca en toda su historia. Se venía de un período, el de los años noventa, donde el proceso de desindustrialización había estado acompañado por el de concentración y extranjerización de los principales medios de comunicación y cultura y ello había puesto en crisis la situación de algunas grandes empresas locales. El debate iniciado, que se proyectó también en el sector público, era simplemente sobre la nacionalidad de los capitales que se habían adueñado, o amenazaban hacerlo, de industrias culturales y medios locales, cuando en realidad, el problema de fondo excedía esa disyuntiva y radicaba en la calidad de la información o de los contenidos simbólicos propalados por esas industrias, fuera cual fuere el origen del capital. Es decir, apelaba a lo que era y es su función específica, ya que aunque ellas se dediquen a producir o vender libros, discos, revistas, diarios, DVDs o programas radiales y televisivos, el consumo de los mismos siempre responde al interés que pudiera existir por sus resultados intangibles y nunca, salvo raras excepciones, por el soporte físico donde ellos están impresos o replicados. O lo que es igual, por lo que esos contenidos satisfagan o no demandas en torno de la cultura, la educación, el entretenimiento creativo y la formación de ciudadanía. En suma, derechos humanos y sociales de la comunidad.
Sin embargo, esta doble dimensión –material/ inmaterial, tangible/intangible, ideológica/económica- que es distintiva de estas industrias, obliga también a dilucidar las relaciones, a menudo tensas y conflictivas, que son propias del sector y que tienen que ver, a grandes rasgos, con la cultura y la economía, dos términos que a lo largo de la historia acostumbraron marchar por separado, como líneas paralelas que, aunque podían mirarse la una a la otra con desconfianza o sin ella, parecieran estar condenadas a no reunirse nunca.Primero como concepto holístico, referido a las relaciones del hombre con la naturaleza, los dioses y los otros hombres, luego como idea de “artes”, “bellas artes”, “manifestaciones del espíritu”, y hasta no hace mucho tiempo, como “alta cultura”, ésta, la cultura, se resistió casi siempre a ser mensurada, como si la racionalidad no pudiera o debiera inmiscuirse en la medición o cuantificación de lo intangible. Tal fue la visión predominante a lo largo de muchos siglos, pese a que pensadores como Pitágoras afirmasen en su momento que todo lo existente sobre la tierra, incluida la música, es decir, el medio más emparentado con las emociones, podía ser estudiado y construido a partir de fórmulas matemáticas.
Convengamos que el tema es relativamente nuevo. Recién en las dos o tres últimas décadas, el término “cultura” pasó a formar parte de las nuevas constituciones nacionales de muchos países de América Latina, ya que sólo la constitución revolucionaria mexicana de 1917 había osado incorporarlo a sus normas. La relativa novedad de su tratamiento obliga entonces a considerar campos de estudios con características particulares, a la vez que complementarias, porque ya no se trata de entender a la cultura en su sentido más amplio y holístico, sino en sus dimensiones más perceptibles, capaces de ser diseccionadas para su análisis científico. De lo contrario, la cultura se erigiría en una especie de panacea inalcanzable para la razón y el conocimiento.
Valga una anécdota. Pocos años atrás, un investigador muy respetado en el campo académico local, sostenía en la Universidad de Nueva York que resultaría imposible cualquier tentativa de medir la dimensión económica de la Cultura, porque al igual que las IC, ellas están en todo el quehacer de los hombres. Todo es cultura, todas las industrias son culturales, no ya sólo las que tienen que ver con la agricultura, sino también las relacionadas con las mercancías, las modas, la guerra. Lo cual es cierto, pero tan parcial, como la mitad de una fotografía. Además implica el riesgo de que si aceptara esta visión, no habría posibilidad alguna para un acercamiento racional y científico al tema. Serían innecesarias, entre otras ramas del conocimiento, la sociología de la cultura, la antropología de la cultura, y con más razón aún, la economía de la cultura. Si la cultura y las industrias culturales, están en todas partes, serían algo así como el Creador mismo, si es que él existe. No se trataría ya de analizar, sino de creer en ellas o de tenerles fe. O, lo que es parecido, habría que proponer, antes que un estudio científico marcado por la racionalidad, una especie de Teología de la Cultura.
Lo cierto es que el crecimiento casi explosivo, verificado a lo largo del último tramo del siglo XX en materia de producción y mercados de las actividades, los servicios y las IC, hizo que, primeramente, los grandes conglomerados y las mayores compañías del sector, realizaran significativas inversiones en el estudio de estos temas –incorporando no sólo a los economistas, sino a los antropólogos, sociólogos, sicólogos y artistas- con el fin de utilizar sus resultados para lograr, en el interés particular de cada sector, una mayor rentabilidad económica y mejores resultados en los mercados.
La dimensión económica de estos campos de la cultura salta a la vista cada vez más a través de estudios e investigaciones realizadas por organismos intergubernamentales o por expertos de distintas procedencias. Por ejemplo, según el estudio realizado por el investigador español Lluís Bonet, el sector de la cultura y de la comunicación ha comenzado vivir una transformación casi tan radical como la experimentada con la invención de la imprenta. La aparición de equipamientos multimedia, la digitalización de los formatos así como los grandes logros en las tecnologías de telecomunicaciones, comportan un cambio radical en las formas de producción y consumo. El sector Cultura pasa a ser visto como una actividad clave en las estrategias internacionales de dominio de los nuevos mercados de las telecomunicaciones y el ocio; este hecho provoca un proceso acelerado de integraciones empresariales verticales y horizontales, y de globalización de las estrategias de los grandes grupos empresariales del sector (BONET, 2001)
A su vez, la Oficina para Europa del Banco Interamericano de Desarrollo, organismo que apenas una década atrás no tenía demasiado acercamiento a los temas de la cultura, sostenía pocos años atrás que “Las Industrias Culturales tienen una función fundamental en la creación de los imaginarios individuales y de las identidades colectivas y constituyen uno de los vectores principales de expresión y diálogo entre las Culturas. Sin embargo, hoy en día, estas empresas culturales de Europa y Latinoamérica ven amenazadas su independencia y la capacidad de reforzar su posición, debido al proceso de concentración y a la imposición de un modelo vehiculizado por la mundialización de intercambios. Estas regiones corren el riesgo de ver la cultura sometida a las leyes del mercado, y sus productos convertidos en simples mercancías. Tanto aquí como allí, intelectuales, artistas, cineastas, escritores, músicos y editores, entre otros, se niegan a considerar esta realidad como una fatalidad.”
Sea cual fuere el sistema político y económico en el cual se desarrollen las actividades, los servicios y las industrias culturales, ellas ocupan en nuestros días un lugar privilegiado en la economía, el empleo y en las políticas de desarrollo. Para la UNESCO, las cifras del año 2000 en dicho sector industrial indicaban que éste era uno de los de mayor crecimiento a escala mundial, estimándose que su facturación habría alcanzado en dicho período la suma de 831.000 millones de dólares, previéndose, además, que la misma se elevaría en 2005, a 1,3 billones de dólares, lo que supone un crecimiento de 7,2% anual.
Si a ello se suma la facturación de las “Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación” (NTCI) –recursos cada vez más interrelacionados con la Cultura y el entretenimiento- la cifra ascendió en el año 2000 a 2,1 billones de dólares, con un crecimiento sostenido que se espera alcance el 50% para el año 2004. Facturación a su vez concentrada en las naciones de mayor desarrollo si se tiene en cuenta que un 65% de la población del mundo no ha hecho nunca una sola llamada de teléfono y que existen más líneas telefónicas en Manhattan que en toda el Africa subsahariana.
A estas cifras deben sumarse las que devienen de la función reproductora de capital que algunas industrias ejercen en el sistema económico global, particularmente las relacionadas con la promoción y publicitación de mercancías y servicios en general, impulsoras de pautas y comportamientos culturales, cuya incidencia económica, política y social ha incentivado fuertemente las demandas y el consumo de todo tipo de bienes y servicios.
En cuanto a la participación de las distintas regiones en la facturación mundial del sector, apenas entre un 10 y un 20% del total corresponde a los territorios que no están comprendidos en la Unión Europea y en los Estados Unidos. Es decir, al resto del mundo, dentro del cual se encuentra los países de América Latina y el Caribe. A su vez, tratándose de intercambios internacionales, se constata para nuestra región una creciente pérdida de participación en las exportaciones mundiales. Mientras que en 1948 la presencia latinoamericana en las mismas era del 11%, ella cayó al 6,7% en 1960 y al 4,8% en 1970 al 4,8 por ciento, para representar en 1986, apenas el 4,2 por ciento. En la actualidad, América Latina y el Caribe ocupan menos del 40% del espacio que tenían en las exportaciones mundiales de 1950, pese a que en los últimos años se ha producido una indiscriminada apertura de mercados a la participación de inversores privados y se dio comienzo a la desregulación de sectores básicos de la industria y los servicios (GUZMAN, 2001).
Pero atención con estas cifras, ya que su difusión pública pueden ser también objeto de intereses diversos. Es decir, de aquellos que tratan de mostrar una realidad objetiva, sobre la cual se pueda reflexionar para mejorar las políticas públicas de desarrollo, y también de quienes, como suele suceder en la función pública del sector Cultura, enarbolan las mismas con el interés de que sus presupuestos no sólo sean incrementados, sino que también se jerarquice su labor por encima de otros sectores.
Los funcionarios responsables del sector cultural, internacionales o nacionales han encontrado de interés preguntarse por el peso de la cultura dentro de la actividad económica. El motivo parece ser no tanto analítico como pragmático: mostrar a los gobiernos que la cultura desempeña un papel importante en la vida económica, que genera empleos, representa ingresos de impuestos, contribuye al equilibrio de la balanza de pagos, quizás con la esperanza secreta de que las autoridades económicas aumenten los presupuestos del sector. El arte y la cultura aparecen subordinados a la meta que importa a los políticos: la buena salud de la economía y, un poco a contrapelo de los que denuncian la subordinación de la cultura a los imperativos económicos, este argumento justifica la idea de que hay que medir el valor de la cultura en buena parte en términos de su función económica (MELO, 2001).
Hecha esta aclaración, valga otra anécdota significativa que indica la carencia de información confiable en nuestros países con relación a estos temas. Tiempo atrás, dimos una charla en Buenos Aires ante un centenar de funcionarios y agentes de la cultura procedentes de distintas provincias, a los cuales, les informé de los resultados que había tenido un estudio sobre el VAB de las IC y su incidencia en el PIB nacional. Dijimos, en un primer gesto, que dicho valor había sido de 8 mil millones de dólares en un año determinado. Observamos la reacción de quienes participaban del encuentro y sus rostros permanecieron inalterables. En un segundo gesto premeditado, pedimos disculpas y rectificamos la cifra, diciendo que ella ascendía en realidad a 18 mil millones de dólares. Los rostros siguieron tan inexpresivos como antes. Podíamos haber dicho 800 millones o 30 mil millones y nada cambiaría sus gestos. De haber ocurrido esto frente a empresarios, funcionarios o profesionales de cualquier otra actividad económica, su reacción hubiese sido totalmente distinta.
Pero la cultura es también economía, es decir, inversiones, producción, ventas, balanza comercial, gasto público y gasto privado, empleo y pagos por derechos de autor, entre otras variables de análisis. Y convengamos, en este punto que, si bien los agentes del sector cultural no han trabajado de manera suficiente con los organismos de Economía, Hacienda, Trabajo, Banco Central, o quienes estén claramente relacionados con el tema, algo parecido sucede también con quienes tienen a su cargo dichos organismos, de igual modo que ocurre con quienes están abocados al estudio y al desarrollo de la economía.
Convengamos que la teoría económica no incluyó en el pasado ningún interés especial por la cultura. Los prohombres de la economía no hicieron sino proseguir la visión de los padres fundadores –Adam Smith y David Ricardo, sin ir más lejos- que, si bien advirtieron los efectos externos de la inversión en las artes, no consideraban que éstas tuvieran capacidad de contribuir a la riqueza de la nación, ya que, pensaban, pertenecían al ámbito del ocio. Para ellos la cultura no era un sector productivo (PRIETO, 2002).
Sin embargo, algunos países, como los de habla germánica, tenían ya por entonces una antigua tradición de estudios de economía aplicada al campo de las artes, como lo prueba el trabajo sobre El arte y la economía, aparecido en la revista alemana Volkswirtschafliche Blätter, en 1910. Pasó más de medio siglo para que algunos economistas norteamericanas comenzaran a aproximarse al estudio de la Economía de la Cultura, indagando en los procesos de la creación, producción, distribución y consumo de bienes y servicios culturales.
Tal vez, el punto de inicio de un creciente número de documentos y trabajos sobre el tema, fue el aparecido en los Estados Unidos en 1966, un estudio de los investigadores Willian Baurmol y Willian Bowen, difundido como El dilema económico de las artes escénicas (Performing Arts: The Economic Dilemma) y que estuvo encarado desde una visión restrictiva de la cultura, limitada entonces a lo que en la tradición anglosajona abarca el concepto de “Artes”, hermano de nuestro concepto de “Alta Cultura”.
La obra estimuló trabajos semejantes en distintos ámbitos académicos, llevó a la creación de la Asociación Internacional de Economistas de la Cultura (Association for Cultural Economics International) y a la aparición, en la Universidad de Akorn, del Journal of Cultural Economics, que se convirtió en la publicación de referencia para la nueva subdisciplina de la Economía. Antecedentes con los que pudo llevarse a cabo, en Edimburgo, la primera Conferencia Internacional en Economía de la Cultura.
El primer estudio oficial que se realizó en Europa sobre este tema, recién se llevó a cabo en 1984, para establecer la relevancia económica de las instituciones culturales de Zurich, y fue encomendado por el Parlamento de dicha ciudad con el propósito de “justificar las subvenciones de la Opera, el Teatro Municipal, la Filarmónica y el Museo, desde un punto de vista económico”. El análisis se centró en dos temas principales: el porcentaje de la subvención que volvía a las arcas del Estado, de manera directa o indirecta, y las influencias que tenían estas subvenciones sobre la economía y el sector privado. La primera conclusión de dicho estudio fue que la investigación había demostrados que las cuatro instituciones tienen, más allá de su relevancia cultural, una considerable importancia económica. Si bien dependen de la subvención estatal para llevar a cabo sus funciones, también es cierto que parte del dinero invertido en ellas vuelve al Estado y significa un notable impulso para la economía en general.
Más adelante, otros estudios realizados en otras partes del mundo, fueron aún más allá, probando que la cultura no sólo era rentable para el sector privado, sino que el conjunto de sus actividades, producciones y servicios, representaba una importante fuente de recursos para las propias finanzas del Estado.
En términos generales, los trabajos de investigación realizados en esa época, pretendían, como lo siguen pretendiendo de alguna manera, cumplir con una finalidad instrumentalista, como es la de legitimar la existencia o el incremento de los presupuestos públicos y privados para sostener las actividades culturales. O bien, como observa Lluís Bonet, medir el efecto económico que se desprende del gasto interior en consumo e inversión, así como el gasto exterior en bienes y servicios del sector Cultura, y su impacto directo, indirecto e inducido sobre la producción, el valor agregado, el empleo, la demanda de importaciones o cualquier otra magnitud económica relevante para el propio sector y el resto de ramas de actividad de una economía” (BONET, 2000).
Dicen los especialistas en este tema que las investigaciones realizadas en las naciones más industrializadas sobre las relaciones entre Economía y Cultura, han trabajado desde dos principales y diferentes perspectivas: Economía Cultural y Economía de la Cultura. La primera de ellas, según lo describe un informe sobre el “Impacto de la Cultura en la Economía Chilena”, podría ser definida como el estudio de la influencia de las diferencias culturales en el pensamiento y comportamiento económico, de tal manera que, se supone, que el comportamiento económico varía de acuerdo al contexto cultural. “Con esto se intenta conocer las influencias que la cultura genera en la economía en una sociedad determinada, pare revisar el pensamiento económico con vistas a mejorar su capacidad de aprehender la realidad que estudia. Por su parte, los análisis desde la Economía de la Cultura se han abocado a entregar información sobre la esfera cultural a partir del saber económico. En este sentido se comporta con un nivel más práctico para el conocimiento de la incidencia de la cultura en la economía, que el que es propio de la Economía Cultural. En definitiva, mientras que en ésta son los significados culturales los que tratan de ampliar el lenguaje económico, en la otra perspectiva, la de la Economía de la Cultura es el lenguaje económico el que se aplica a los productos culturales” (REY, 2001).
Pero no se trata de reducir el estudio de la economía de la cultura encarando solamente la incidencia de esta en crecimiento económico y del empleo, valiéndose además de las teorías y los lenguajes que son propios en la economía tradicional. Se haría necesario también comprender la incidencia que tienen los procesos culturales de identidad y autoreconocimiento colectivo en el economía y en las políticas concretas de integración nacional y regional, sin cuya existencia, sería muy sospechoso hablar de un posible desarrollo. Lo cual recomendaría que las dos perspectivas referidas se encaminasen hacia una labor conjunta y hacia una acción recíproca. Son desafíos que, suponemos, deberán ser asumidos a través de estudios interdisciplinarios, no tanto para una sumatoria de disciplinas con lógicas específicas y diferenciadas, como para construir marcos teóricos y metodológicos integrales y nuevos, a la altura del objeto de estudio. El que, además, comporta dimensiones tangibles –relativamente fáciles de analizar gracias a la lógica de la economía y la estadística- e intangibles que requieren de instrumentos de análisis más complejos, por cuanto demandan de enfoques sociales, psicosociales, antropológicos y culturales. Una dualidad de campos de estudio que obliga a construir nuevas herramientas de conocimiento.
En este sentido, cabe destacar el enfoque de la cultura como producción mercantil simbólica. Tal como describe el economista uruguayo Claudio Rama, esta definición de la cultura remite a que la creación cultural no es sólo resultado de la acción humana en cuanto producción de valores de uso, sino que aquella comienza a definirse como tal cuando dicha producción se ocupa de valores de cambio, objetos o servicios que los demás desean tener u utilizar y que se negocian en un determinado mercado. La creación es tanto un acto individual como colectivo, pero asume su significado cultural cuando ella es encarada por determinados segmentos sociales, cuando tiene un reconocimiento colectivo. Es en ese momento que alcanza la categoría y la calidad de producto cultural y no meramente de acto creativo. Es el colectivo el que le da significación y dimensión a la creación individual, que a través de un mercado se enajena del creador y asume su rol como producto cultural (RAMA, 1999).
Con lo cual, cualquier aproximación sería desde la economía al estudio de la cultura, deberá replantearse muchos de los esquemas que pueden ser válidos para otras actividades económicas, pero que posiblemente no lo sean para un campo en el que la función principal es producir bienes inmateriales e intangibles, los que requieren de una estructura económica, industrial y tecnológica parecida a otras estructuras, pero a la vez, distinta y poseedora de características específicas que no es fácil desentrañar.
Pese a la probada incidencia que las IC han tenido en esos y en otros campos del desarrollo regional, recién comenzaron a ser consideradas con alguna seriedad por parte de algunas políticas públicas y del campo académico, en la última década del siglo pasado. Hasta ese entonces, ellas fueron objeto de abordajes sectorizados y parciales (en algunas industrias más que en otras), de los cuales dieron cuenta numerosas investigaciones críticas en algunos campos académicos, y algunas legislaciones de regulación dispuestas para determinados sectores, las que, en los casos más representativos, se ocuparon también de la protección o el fomento industrial.
Una de las primeras tentativas de abordaje, no ya industria por industria, sino de verdaderos complejos industriales, fue el estudio que, con apoyo de UNESCO, organizó la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL) de La Habana, en 1987, en el que estudiamos por primera vez las relaciones existentes en la industria audiovisual (cine, televisión y video) en siete países de América Latina, con el fin de contribuir a las políticas de integración sectorial y regional. Entre las conclusiones de dicho estudio, se destacaba la creciente interdependencia de los diversos medios audiovisuales, que el desarrollo tecnológico tenderá a acentuar en los próximos años. Esto influye sobre la producción de hardware y de software, las formas de uso de las tecnologías y la circulación social y tipología de los mensajes. También se observaba que la carencia de políticas nacionales de comunicación y cultura, capaces de componer las diversas áreas del espacio audiovisual, y éste, a su vez, integrar los procesos de desarrollo educativo, científico y tecnológico, constituye un factor que acentúa el impacto negativo de los fenómenos referidos.
Dicho estudio incentivó el empleo en la región del concepto “espacio audiovisual” -adelantado poco tiempo atrás en la Comunidad Europea- abarcador de las referidas industrias, y cuya primera manifestación institucional tuvo lugar en 1989, en Caracas, donde suscribieron varios acuerdos de coproducción, mercado común e integración cinematográfica iberoamericana, que sirvieron de base a sendas leyes nacionales, sancionadas en más de diez países de la región. Este concepto de espacio audiovisual se incorporó también a la Constitución Nacional de Argentina de 1994, y a la nueva Ley de Cine de ese país, donde también, por primera vez, comenzaron a articularse las primeras, e insuficientes, relaciones del cine con la TV y el video nacional. Con lo cual se verifica que un concepto que pueda ir más allá de lo estrictamente teórico o académico, puede servir para materializarse en políticas concretas de cambio.
También en nuestro país, a principios de los años 90, el Instituto Nacional de la Administración Pública (INAP) dependiente de la Presidencia de la Nación, financió, entre 1991 y 1992, con la cooperación de UNESCO, el primer estudio sobre la dimensión económica y social de estas industrias, con el fin de mejorar las políticas y la legislación entonces existente (GETINO, 1995).
Asimismo, con el financiamiento de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) se realizaron en Argentina y Brasil estudios sobre la importancia económica de las industrias y actividades protegidas por los Derechos de Autor y Conexos en los países del MERCOSUR, encarados ambos con una metodología semejante y aportando datos y reflexiones para el conocimiento de la situación de las IC en la economía y el empleo regional.
En esa misma época, los países del Convenio Andrés Bello (CAB) diseñaron un proyecto de estudio sobre “Economía y Cultura”, dedicado en su primera fase a la investigación de las IC, según la definición que había hecho la UNESCO de las mismas (radio, televisión, revistas, música, libro, prensa, cine y video). Este Proyecto inició sus trabajos a partir de agosto de 1999 y contó con la participación de los ministerios y organismos responsables del sector Cultura de algunos países andinos, como Colombia, Perú, Chile y Venezuela. En su primer informe se sostenía que la ausencia de información confiable, adecuadamente recogida y sistematizada, es uno de los problemas para la definición de políticas públicas, planes de desarrollo y mecanismos de integración de las IC en América Latina. Tal como sostiene Germán Rey, asesor de dicho Proyecto: “El estudio sobre economía y Cultura ha demostrado la importancia que tiene para la gestión Cultural la recolección, sistematización, análisis y divulgación del estado y evolución de las Industrias Culturales en la región, así como su participación en sus economías. Se requiere que este primer esfuerzo sea profundizado, generándose las condiciones para mantenerlo y perfeccionarlo; lo que significa apoyar la infraestructura necesaria para el manejo de la información, articularla a los sistemas informativos nacionales, criticar y validar los indicadores utilizados, garantizar el seguimiento riguroso de la información vinculándola a las decisiones públicas, evaluar las instituciones que deberían proveer la información. Además de reunir estadísticas confiables y accesibles sobre los procesos de producción Cultural, es conveniente fortalecer la información sobre los procesos de distribución y consumo, encontrando las relaciones que todos estos procesos tienen entre sí” (REY, 2001).
A su vez, la Reunión del Parlamento Cultural del MERCOSUR (PARCUM) aprobó en Montevideo, a finales de 1999, el auspicio y la promoción de un estudio sobre la incidencia económica y social de las IC para la integración regional, cuyos rasgos principales fueron asumidos meses después, en junio de 2000, durante la X Reunión de Ministros de Cultura de la región que tuvo lugar en Buenos Aires. Un año después se inició la etapa preparatoria del estudio, de tres meses de duración, durante la que se llevó a cabo la recopilación y el procesamiento de datos estadísticos, procedentes de Argentina, Brasil y Uruguay, sobre la incidencia económica y sociocultural, los intercambios y las políticas de integración regional.
También en algunas ciudades, como La Paz, Bolivia se hicieron trabajos semejantes, en este caso a cargo del Programa de Investigación Estratégica de dicho país, coincidiendo todos ellos en que las IC aparecen como un instrumento idóneo para fortalecer los procesos de integración económica, política y social, así como los de carácter cultural, basamento estratégico de aquellos.
Todo esto obliga a desarrollar estudios y políticas públicas y privadas capaces de abordar el campo de estas industrias, concibiéndolas como un “universo de producción y servicios culturales”, dentro del cual coexisten y se complementan distintas “constelaciones”, cada una de ellas con sus características y lógicas particulares, pero integrantes de un poderoso entramado donde la existencia de una está condicionada por sus interrelaciones con las otras.
Un seminario internacional organizado por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) y el Consejo Nacional de Cultura de México se ocupó en marzo de 2004 de analizar las relaciones entre IC y desarrollo sustentable, para extraer algunas conclusiones y propuestas que puedan ser trasladadas a la Reunión de Jefes de Estado de América Latina y la Unión Europea que tendrá lugar este año y de la que pueden surgir algunos acuerdos de interés común en este tema.
También comenzó a gestarse ese año en la Secretaría de Cultura de la Ciudad de buenos Aires la creación de un Observatorio de Industrias Culturales (OIC), primer proyecto de ese tipo en América Latina, tanto por su temática de investigación, como por depender de un organismo público local. En él comenzaron a realizarse trabajos de recopilación, procesamiento y puesta en servicio público de datos y análisis destinados al mejoramiento de las políticas públicas y privadas del sector y de las diversas industrias que lo integran, sin lo cual tampoco podría diseñarse estrategias confiables de desarrollo. Hoy, este Observatorio forma parte de la Subsecretaría de Industrias Culturales del Ministerio de Producción del GCBA (Ver www.buenosaires.gov.ar/observatorio)
Más recientemente, los ministros y responsables del sector Cultura de los países del MERCOSUR, acordaron iniciar gestiones para incorporar la dimensión mensurable de la cultura como Cuenta Satélite dentro de los Sistemas de Cuentas Nacionales que funcionan en el sector de Economía.
Son antecedentes y experiencias que quienes están en los campos de la economía, la cultura y la gestión política deberían tener en cuenta, con el fin de evaluar la posibilidad de aportar, desde lo específico de los mismos a la comprensión de un universo tan complejo y apasionante, como es el de la cultura de nuestros pueblos y de los distintos sectores que forman parte de la misma.
Se trata de volver a integrar las capacidades de la sociedad haciendo un esfuerzo desde cada disciplina, para comprender a las restantes y aportar en lo que le sea posible, al desarrollo y progreso de las mismas. Aunque para ello deba previamente reconocerlas en sus particularidades y en sus lógicas específicas, pero sabiendo que del éxito que se obtenga en esta relación, se desprenderá un beneficio para todos quienes participen de la misma. Los que, a su vez, saldrán distintos de la experiencia hecha, como suele suceder con los auténticos diálogos entre los individuos y los pueblos.
Todo esto lleva a suponer que el estudio económico de la cultura constituye, como sostenía el economista uruguayo Luis Stolovich, recientemente fallecido: “Un gran desafío para la Ciencia Económica y para los diferentes marcos teóricos de la Economía. La Cultura, con sus innovaciones y con sus especificidades, no sólo exige elaborar un instrumental teórico y metodológico específico, lo cual ya de por sí es un desafío. Exige crecientemente un replanteamiento del pensamiento económico. Si estamos transitando hacia una “economía de la información” o hacia una “economía de la creatividad”, desplazando al viejo mundo industrial de bienes tangibles por la producción de intangibles ¿no habrá que replantearse muchas de las teorías y enfoques del pensamiento económico? En tal sentido, la Cultura es un desafío para la Economía. Más aún, cabe plantearse si la Economía, como ciencia, es capaz, por si misma, de responder a estos desafíos” (STOLOVICH, 2002).
Son temas que deberán responder tanto los economistas como los agentes más representativos del sector Cultura y del sector Economía. De la respuesta dependerá buena parte de la labor que se lleva a cabo en cada uno de estos campos.
Un dato final que, aparentemente, no es anécdota, y que ilustra esta inquietud de los hombres por considerar de manera integrada sus imaginarios, sueños y proyectos, es decir, su capacidad inmaterial e intangible, sin perder de vista la dimensión material y tangible de los mismos. Cuatro siglos antes de Cristo, los griegos habían producido una moneda de plata para el trueque de bienes y servicios, que se conocía como dracma y que luego sería utilizada además por los romanos. También lo hicieron con el tetradracma, que equivalía a cuatro dracmas. Dicen los historiadores, y pienso que puede ser cierto, que el tetradracma tenía en una de sus caras la imagen de la diosa Atenea que era, nada menos, la representación simbólica de las artes, la ciencia y la agricultura. Es decir, las tres capacidades principales del ser humano y de los pueblos (sentimientos, conocimientos y alimentación). En la otra cara del tetradracma, aparecía el buho o la lechuza, símbolo de la sabiduría. Todas estas representaciones simbólicas no hubieran existido, al menos de esa forma, sino hubieran tenido como soporte algo material y tangible. En este caso, una moneda…
Bibliografía consultada:
Bonet Agustí, Lluís (2001): “Economía y Cultura: Una reflexión en clave latinoamericana”. Investigación realizada para la Oficina para Europa del Banco Interamericano de Desarrollo.
CAB, Convenio Andrés Bello (2001): “Informe de investigación: Impacto de la Cultura en la Economía Chilena. Participación de algunas actividades en el PIB”. Unidad de Estudios/División de Cultura/Ministerio de Educación, Santiago de Chile.
Getino, Octavio (1995): “Las Industrias Culturales en Argentina: dimensión económica y políticas públicas. Período 1981-1992”. Colihue, Buenos Aires.
Guzmán Cárdenas, Carlos E. (2001): “Innovación y competitividad de las Industrias Culturales y de la comunicación en Venezuela”. OEI, Caracas.
Rama, Claudio (1999): “El capital Cultural en la era de la globalización digital”. Arca, Montevideo.
Rey, Germán (2002): “La importancia en ascenso de las relaciones entre Economía y Cultura”, en “El aporte a la economía de las Industrias Culturales en los países andinos y Chile”. Informe Ejecutivo CAB, Bogotá.
Stolovich, Luis (2002): “Diversidad creativa y restricciones económicas. La perspectiva desde un pequeño país”. Universidad de la República-Asociación Culturec, Montevideo.
Buenos Aires, 2007
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