Por Octavio Getino
Para Congreso de la FEISAL, 1998.
En relación al tema elegido para esta Mesa de Debate, cabría precisar inicialmente la dificultad de hablar en nuestros días de “el mercado” como abstración y la conveniencia de hacerlo de “los mercados”, debido a la creciente fragmentación y diversificación que caracteriza actualmente el consumo de cine, la televisión y otros medios audiovisuales. Mercados con características a menudo específicas e intransferibles, tanto por sus exigencias socioculturales, como territoriales o de consumo selectivo.
Usos diversos para satisfacer distinto tipo de demandas, cada vez más específicas y diferenciadas, complejizan cualquier enfoque que hoy pretenda formularse en torno a la imagen que tienen estos mercados de la tradicional escuela de cine, o de las nuevas escuelas de cine y TV, o de imagen y sonido.
Es cierto que la globalización que impera en los mercados de nuestro tiempo, trabaja en favor de los supermarket o macromarket, antes que de los minimarket o de los pequeños emprendimientos. Este proyecto globalizador actualiza y redefine las mismas pretensiones que guiaron a los viejos proyectos de dominación de los mercados -ayer conocidos como imperialistas, colonialistas o neocolonialistas- y al igual que todos ellos, se ve obligado a incorporar la tentativa de globalización cultural y comunicacional para facilitar su pretendido hegemonisno económico.
En este punto, nunca como hoy fue tan evidente el dominio de las pantallas audiovisuales -es decir, de los mercados de cine y televisión- por parte de un sólo país y de una misma industria, que es precisamente la norteamericana. También, de una misma concepción del sentido de la existencia humana. Lo cual se traduce en determinadas narrativas y usos del lenguaje audiovisual que se imponen en las pantallas de nuestros países a través del control directo o indirecto de la programación televisiva y cinematográfica de las pantallas grandes y chicas de cada territorio nacional.
El control ejercido por la industria estadounidense sobre la mayor parte de la oferta y la programación de bienes audiovisuales en casi todo el mundo, implica al mismo tiempo una pérdida de poder de las restantes industrias. Es decir, de aquellas que podrían tener la posibilidad de expresar los distintos imaginarios colectivos de cada pueblo o de cada comunidad, para enriquecer precisamente los intercambios culturales entre las naciones y democratizar la cultura universal. Una cultura que sólo puede ser mejorada y desarrollada en el reconocimiento de la diversidad y el pluralismo - aquello que los ecologistas denominan biodiversidad- sin lo cual, las capacidades de la humanidad tenderán a simplificarse y debilitarse, antes que a complejizarse y fortalecerse.
Esta inequidad en materia de relaciones de poder sobre los mercados, se ve fortalecida no sólo por la oferta de productos audiovisuales para las salas de cine y las pantallas de TV, sino, a la vez, por una acción de promoción y publicitación multimedial -especie de potenciación y globalización del conocido star system- y del manejo directo de los circuítos de comercialización, sea vía Miami para la TV por cable (“capital cultural de las Lastinoamérica”, como se la ha llamado), o la creación de complejos de multicines, cuyo diseño responde a la misma filosofía meramente consumística con que la industria norteamericana diseña sus productos.
La concentración del poder de dicha industria es, simultáneamente, vertical y horizontal. Abarca desde los niveles de diseño y producción de obras hasta los de distribución, publicitación y comercialización de aquellas, y desde el sector específico cinematográfico, al manejo multimedial, al que se hayan conectados también poderosas estrategias de dominación política y financiera a escala internacional. Una concentración diversificada, como se la denominó en nuestros países, y que implica una amenaza real para la democracia de la cultura audiovisual, es decir, para los medios de mayor incidencia en la vida social, política y cultural de nuestro tiempo. Porque como es bien sabido, quien tiene el poder de determinar lo que se oferta en las pantallas, lo tiene también para definir lo que no ha de ofertarse. Concentración o monopolización de los mercados, sean del género que estos fueren, es también una forma directa o indirecta de ejercicio de la censura, esté ella en manos del Estado, o como ahora sucede cada vez más a menudo, a cargo de los holdings multimediales manejados por intereses sectoriales y privados.
Si este control de los mercados se limitase, por ejemplo, a bienes o manufacturas meramente industriales, sus efectos podrían estar limitados al campo de lo económico (inversiones, empleo, PBI, balanza comercial, etc.). Pero tales efectos se agravan cuando se proyectan sobre la situación de las industrias o las actividades del audiovisual de nuestros países. Y lo agravan, porque estas industrias y actividades productivas, a diferencia de otras, son las únicas existentes en cada comunidad que permiten a ésta la expresión o la autorepresentación de su imaginario colectivo, es decir, de su identidad. En este punto, cabe reiterar, que la imagen de lo que somos o aspiramos a ser, la producimos nosotros o nadie podrá hacerlo en nuestro lugar. Y si la imagen constituye parte de lo esencial de una identidad y ésta es requisito indispensable para un auténtico desarrollo, la existencia de industrias y/o actividades productivas de cine y televisión en nuestros países representa un valor que excede la dimensión del entretenimiento, la cultura o la industria fílmica, y se proyecta sobre las posibilidades y el futuro de la comunidad.
Por otra parte, la incidencia de la hegemonía de las majors en nuestros mercados no se circunscribe a los beneficios económicos o culturales que devienen de la misma, sino que los mismos son acompañados de un fuerte proceso de “erosión” -rayano a veces en la “desertificación”- de la cultura audiovisual que podría ser propia de cada comunidad. Los efectos socioculturales de la “monocultura” impuesta, no compensados con ninguna labor de educación audiovisual crítica por parte de las políticas nacionales, afectan cada vez más los mecanismos de la demanda local, particularmente, los de las generaciones más jóvenes, obligando a los productores, realizadores y técnicos a adecuarse a los cambios de dicha demanda, so pena de desaparecer del mercado. En este sentido, la hegemonía multimedial sobre la oferta y el consumo, incide de manera directa, a la vez que dramática, sobre cualquier proyecto de cinematografía o audiovisual nacional y sobre las eventuales narrativas que pudieran expresar -desde lo local- los proyectos culturales y los imaginarios de cada comunidad.
Es evidente que la globalización -como ha sucedido a través de la historia con cualquier proyecto de dominación mundial- promueve en términos inversamente proporcionales la localización, es decir, necesidad de preservar lo propio, lo local, valiéndose para ello de los recursos racionales o irracionales que estén más a mano (políticos, étnicos, religiosos,culturales, territoriales, etc.). De ese modo, a mayor violencia o salvajismo del proyecto globalizador, mayor suele ser la violencia y el salvajismo de los proyectos de preservación de las identidades locales. Basta observar la información internacional cotidiana para corroborar la fragmentación de muchos países que se suponían fuertemente integrados, mientras arrecia sobre ellos la tentativa de “macdonalización” cultural. Una fragmentación - o una “globalización fragmentada”- que se proyecta no sólo sobre las comunidades, sino también en el interior de instituciones tan fundamentales como la familia, o como lo es cada individuo. El individualismo exacerbado que se advierte en nuestros días, sólo puede ser explicado por la exacerbación del proyecto homogeneizador de culturas y demandas, que caracteriza a la globalización y a los múltiples interrogantes que plantea desde la unicidad autoritaria (“globalitarismo”) de su propuesta. A fin de cuentas, la cuestion de la identidad se afirma particularmente allí donde con anterioridad lo ha hecho la incertidumbre.
No se trata en este punto de concebir la cultura de una comunidad o de un individuo como un hecho fijo o cristalizado, ya que nunca como hoy ella contó con un bagaje semejante de información, aunque ella sea producida y difundida por las tecnologías comunicacionales que controlan los conglomerados transnacionales. La cultura no es, simplemente, está siendo. Y el conocimiento del otro, o de lo que el otro nos informa de sí mismo, contribuye de algún modo a tomar conciencia también -por la confrontación de imágenes y de situaciones- de lo que somos. No es casual que la irrupción del cine hollywoodense y sus modelos de vida a muchos países relegados, estimulara en algunas de esas sociedades fuertes exigencias de mejor calidad de vida, para adecuarse a lo que dicho cine estaba mostrando, aunque ellas colisionaran con la realidad política o económica de cada comunidad.
Pero de lo que se trata, es de ubicarnos en ese universo de información ofertada y consumida en el interior de nuestros países, como sujetos que forman parte de aquel -y que de alguna manera lo explican-, pero a partir de un determinado lugar, o lo que es igual, de un espacio distinto y peculiar, con rasgos e imaginarios generalmente propios e intransferibles. Un universalismo situado, capaz de enriquecerse a partir de sus propias potencialidades, y a la vez, de las que corresponden a otros, por medio de un intercambio respetuoso de la diversidad del o de lo otro. Un intercambio democrático que, hoy por hoy, no existe -nos limitamos a consumir la imagen del otro, mientras que él ignora casi totalmente la nuestra- limitándose así el verdadero desarrollo cultural, sea éste individual, nacional o universal.
En este punto, cabría precisar que los mercados de nuestros países no tienen en cuenta a las escuelas de cine locales, para exigirles una u otra política formativa en el sector. Tampoco explicitan mirada alguna sobre las otras escuelas relacionadas con las artes o con los medios de comunicación. Por lo menos, en términos directos. Sin embargo, sus necesidades son detectadas de una u otra manera a través de los consumos cotidianos. Estudiar esos consumos y la motivación de los mismos aparece como una de las exigencias principales para definir la labor de las instituciones educativas. Sea para incentivar aquellas prácticas consumísticas que pueden contribuir al verdadero desarrollo de las identidades y las culturas de cada comunidad, como para introducir acciones críticas y correctoras que compensen la intensa labor promocional y persuasiva de quienes dominan los medios.
Al igual que sucede con el cineasta en su relación con los espectadores potenciales de su obra, corresponde a las escuelas de cine una mirada que vaya más allá de lo que se supone es la visión o la demanda del estudiante medio. La institución educativa está obligada a develar lo que los hábitos visuales y mentales encubren, o lo que es igual ha de detectar lo que los demás intuyen o suponen de la realidad, pero no formulan ni explicitan como exigencia. El cineasta, como la escuela, ofertan en su labor profesional aquello que aparentemente no había sido requerido por nadie, pero que muchos esperaban.
La globalización y la propagandización del audiovisual sobre nuestros países opromueve, además, otros mercados, como son los de los servicios educativos en dicho sector. Nunca, tampoco, como en nuestros días existió una avidez semejante por parte de decenas de miles de jóvenes y adolescentes, por adiestrarse en el manejo de los equipos y técnicas para “hacer cine”. Incorporarse a ese universo es hacerlo también, al menos imaginariamente, en el prestigio individualizado, la “modernidad” y las formas de vida que le serían propias. Situación que se torna más deseable aún en un contexto social marcado por crecientes brechas sociales y elevados indices de desocupación y carencia de oportunidades. A ello han contribuido no sólo películas (en salas o en video) y programas televisivos, sino la publicidad intensiva y permanente de las industrias musicales, vía radio, discos y TV (videoclip), las revistas para jóvenes, los suplementos culturales y de espectáculos de los diarios, los programas, audiciones y publicaciones destinados a promover el star system y las “intimidades” del universo del espectáculo.
La resignación pasiva ante las tendencias predominantes en estos mercados -alumnos interesados casi compulsivamente por el deseo de “hacer cine”- puede ser en este caso tan improcedente como el paternalismo intelectual sobre lo que debe o no producirse o consumirse. Ello obliga a desarrollar políticas simultáneas y complementarias que tiendan a reestablecer una verdadera democracia audiovisual en las pantallas de nuestros países. La existencia de imágenes que nos autoexpresen o nos autorepresenten, obliga a las escuelas de cine y audiovisual, a una labor que excede el adiestramiento de recursos humanos en el manejo de las diversas tecnologías del sector. Un tema éste en el cual tiende a concentrarse a menudo la actividad de estas instituciones -particularmente las del sector privado- para atender las demandas de un mercado educativo altamente influenciada por los medios; pero insuficiente para responder a las demandas -no siempre explicitadas- de la comunidad, cuando ésta aspira a autoreconocerse en las pantallas locales.
Es obvio que la escuela de cine tiene como responsabilidad ayudar al alumno a manejar las leyes espacio-temporales del lenguaje audiovisual, a educar y disciplinar su visión, a estructurar su discurso, a manejar los recursos técnicos elementales. Pero le corresponde como elemento contenedor y orientador de esos aspectos, promover por parte del alumno una aproximación a la substancia de su realidad cultural, a fin de que la misma pueda orientar el sentido de los medios a emplear. A fin de cuentas, el manejo del lenguaje cinematográfico equivale al de una segunda lengua o un segundo idioma que uno incorpora y que obliga a ir más allá del conocimiento de las reglas de ortografía, sintaxis y gramática, para expresar en ese nuevo idioma -con todo el esfuerzo reflexivo e intelectual que ello comporta- las ideas y los sentimientos que son propios del aspirante a cineasta.
En este aspecto, corresponde discernir entre las presiones de un alumnado que sólo aspira a dominar el manejo (adiestramiento) de equipos y recursos técnicos -aunque carezca a menudo de idea alguna sobre el sentido que debe imprimirse a los mismos- y la formación de realizadores y técnicos, capaces de aportar a las demandas de autoreconocimiento de los diversos públicos (mercados) locales, y definiendo a partir de ello, los adiestramientos necesarios que mejor respondan a dicha finalidad.
Formar en la actualidad profesionales del audiovisual, supone adentrarse en la investigación y el conocimiento del conjunto de las experiencias universales -y no sólo en las de una determinada industria o cultura- así como en las experiencias concretas (creativas, técnicas, industriales, comerciales, críticas, etc.) que las sustentaron. El reconocimiento de lo otro es a todas luces indispensable para contar con una mejor imagen de lo propio.
Sin embargo, nuestro aporte a este discurso y a este necesario intercambio, radica antes que nada en la formación que cada alumno vaya teniendo en el reconocimiento de la cultura -la identidad- de la cual forma parte. Particularmente, cuando se trata de diseñar productos audiovisuales que interesen -que sean objetos de demanda- en el mercado, o en alguno de los posibles mercados, del territorio nacional. En este aspecto, conviene reiterar que ninguna industria o actividad cinematográfica en toda la historia de este medio logro trascender las fronteras de su país si previamente no lo hizo en el interior de ellas. Esa es la experiencia del cine mundial a lo largo de su siglo de existencia. Como lo es la de la televisión de cada país, así como la de sus diversos géneros. Las demandas de los mercados internacionales, han sucedido habitualmente a las del propio territorio nacional. Prueba de ello la da el cine y la televisión de cualquier país altamente desarrollado y también la de los países eufemísticamente denominados “en desarrollo”.
Volver los ojos hacia el contexto local, hacia los imaginarios colectivos de cada comunidad, así como a las prácticas, obras y acciones culturales donde se exprese el conflictuado proceso identitario, forma parte indispensable de cualquier proceso formativo que tienda al desarrollo de las capacidades (y de los mercados) audiovisuales en los distintos países. Esto supone, a la vez, el reconocimiento de los vínculos de los países vecinos, a fin de convertir el “otros” con que aun los concebimos, como el “nos-otros” indispensable para el fortalecimiento de los intercambios (y a la vez de los mercados). Lo cual conduce a concebir la formación de nuevos cineastas en el reconocimiento de la diversidad y las contradicciones que son propias de las sociedades y de las culturas. Y también en la verificación de que las obras que a través de la historia han logrado una verdadera dimensión universal, son aquellas que, sin perder sus raíces o su color local, pusieron en primer plano elementales derechos humanos, claramente reconocibles en cualquier comunidad.
A esto se suma la necesidad de formar mercados “a futuro”, aptos para apreciar y demandar productos audiovisuales que se correspondan con la evolución de las culturas locales. Tales mercados no son otros que las nuevas generaciones, aquellas que en su mayor parte no integrarán los planteles de las escuelas de cine, pero si los mercados audiovisuales, de cuya existencia depende en cada país la posibilidad de productores y profesionales del audiovisual.
La educación audiovisual de la población -en todos lo niveles, formales e informarles- es una de las principales exigencias que se plantean hoy en día para formar espectadores con una visión democrática del cine y la televisión (educar implica promover el conocimiento de lo diverso). Lo cual incidirá también directamente sobre las escuelas de cine, ya que supondrá la existencia de alumnados previamente educados en este medio, con exigencias de un nivel muy distinto al que pueden tener aquellos cuya relación con el audiovisual se dio casi exclusivamente a través del consumo acrítico del medio.Y decimos “casi” porque el consumo de bienes culturales no es nunca pasivo, sino que puede contener -según la complejidad del campo de experiencias de los sujetos consumidores- elementos de resemantización, creativos o recreativos, o abiertamente de resistencia.
A fin de cuentas el mensaje audiovisual, como cualquier otro mensaje comunicacional, es antes que nada un “mensaje-virtual”, cuyo verdadero valor se redefine como “mensaje-real” según la mirada, las ideas y los sentimientos de quién lo recibe. El cineasta propone, pero es el público quien dispone, según el contexto en que ha desarrollado su existencia.
Buenos Aires, diciembre 1998.
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