lunes, 14 de junio de 2010

EL DERECHO AL TIEMPO LIBRE Y AL OCIO

Por Octavio Getino

Articulo 24: Toda persona tiene derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas.
Tal vez, una de las reivindicaciones menos tenidas en cuenta hasta ahora en lo que se refiere a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es la que figura en el Artículo 24, referido al derecho que tiene toda persona “al descanso, al disfrute del tiempo libre, a una limitación razonable de la duración del trabajo y a vacaciones periódicas pagadas”. Y tal vez lo sea por el prejuicio que aún existe en nuestra cultura sobre temas tales como el del “descanso”, opción distinta, y casi antagónica, al del “trabajo”.
La Declaración, afortunadamente, en el Artículo 23, el anterior al que referimos, complementa aquel negando cualquier antagonismo, cuando sostiene que “toda persona tiene derecho al trabajo, a la libre elección de su trabajo, a condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo y a la protección contra el desempleo”.
Ello merece de algunas observaciones aclaratorias.
Es sabido, o tal vez no tanto, que para las antiguas civilizaciones y culturas, me refiero por ejemplo, a las de los egipcios, griegos y romanos, el trabajo no era otra cosa, por lo menos para quienes tenían la capacidad de dejar textos escritos, que una especie de maldición de los dioses (cosa que llegó a figurar en escrituras y textos religiosos). Se referían, es natural, al trabajo manual y físico, o al que tenía que ver con la acción transformadora del hombre sobre la naturaleza y lo tangible. Así por ejemplo, un antiguo texto elaborado en el apogeo de la civilización egipcio, dice: “Escribe en tu corazón que debes evitar el trabajo duro de cualquier tipo y ser magistrado de elevada reputación. El escriba está liberado de tareas manuales; él es quien da las órdenes”.
No se hablaba todavía de “ocio”, pero no tardaría mucho tiempo para que la primera referencia sobre dicho término proviniese de Aristóteles, cuando definía el tiempo de ocio como "tiempo exento de la necesidad de labor". A lo que Platón y algunos otros pensadores griegos que gozaban también del aristotélico estatus de ciudadanía –es bueno recordarlo-, agregaría: “La Naturaleza no hace zapateros, ni herreros, tales ocupaciones degradan a quienes las ejercen: mercenarios, miserables sin nombre que son excluidos por el Estado de sus derechos políticos. En cuanto a los mercaderes, acostumbrados a mentir y a engañar, sólo serán tolerados en la ciudad como mal necesario”
Eran los tiempos en que el canto de los poetas, tal el caso del griego Antiparos, se tarareaba: “Economizad el brazo que hace girar la muela, molineros y dormid plácidamente… ¡Vivamos la vida de nuestros padres y divirtámonos ociosos de los dones que la diosa nos concede!”
Para los griegos, el ocio era entendido como scholé (σχολή) –un tiempo de la existencia de los ciudadanos –no de los esclavos- que permitía acceder al disfrute de la perfección física, intelectual y política. Es decir, de la contemplación, la especulación filosófica, la academia, la preparación para el ejercicio de la cultura y las artes, el camino hacia la belleza y la armonía espiritual y física.
Esa concepción de la vida en lo referente al trabajo y al ocio, se proyectó sobre los romanos –Séneca fue, entre otros, un claro ejemplo- y entonces el término scholé se convirtió, con algunas variantes interpretativas, en otium. Así, la negación de ambos, fue bautizada como a-scholé y negare-otium o, más simplemente, neg-otium. De tal modo que mientras el ocio era el espacio de la vida en que los hombres podían acceder o disfrutar de la belleza del pensamiento, las artes y el físico, el neg-otium, se orientaba de manera denigratoria hacia quienes trabajaban en la transformación de la naturaleza o bien, en los negocios.
Tal visión de la existencia humana y de la división del tiempo –que se corresponde también con una división del trabajo- perduraría a lo largo de los siglos, hasta que en la época en que la aristocracia, no ya interpretadora del ocio a la manera aristotélica o plutoniana, sino desvirtuadora del mismo para convertirlo en ociosidad (o vagancia, diríamos en nuestros días) topó con la naciente burguesía, reivindicatoria del aprovechamiento de los recursos naturales y de su conversión en manufacturas o mercancías, así como de la utilización del mismo, particularmente el de sus trabajadores, para el incremento de sus negocios.
Fue la Revolución Francesa quien marcó una inflexión histórica al condenar la vida dilapidada de los licenciosos y los ociosos, e  inventó e hizo practicar con deleite una y otra vez la guillotina, convirtiendo el tiempo de trabajo –base de la plusvalía- en un deber moral, tanto para la salvación de los individuos como para el desarrollo humano.
El trabajo se convirtió así en el valor fundamental del nuevo sistema social hegemónico y pronto contaría con el apoyo de los gobiernos y las iglesias. Era el caso, en nuestro país, en el siglo XXVIII cuando por disposición del Gobernador del Río de la Plata, se prohibía el juego de las cartas mientras los sacerdotes celebraban misa en la iglesia. O tiempo después, cuando los representantes del proyecto de modernización asociada y dependiente de los intereses de Inglaterra dictaron en el siglo XIX la “Ley de Vagos” que autorizaba a cualquier juez a disponer de la persona, la familia y los bienes del gaucho, entendido éste como “vago”, o de la chusma civil, como la definiría Sarmiento.
Creció así una imagen denigratoria del concepto del ocio que se reprodujo además en las corrientes ideológicas revolucionarias, aquellas que ya en el París de 1848 exigían armas en mano el derecho a trabajar - “¡Quien no trabaja no come!” - y pareciera ser que dicho tiempo quedó condenado desde entonces tanto a nivel social, como ideológico o religioso.  Más aún en momentos como los actuales donde lo que se trata es de posibilitar o incrementar el tiempo de trabajo y de empleo para afrontar las crisis globales y la “volatilidad” que el capitalismo impuso a la existencia de pueblos y naciones.
Pero la Declaración de los Derechos Humanos no menciona, tal vez por pudor o cierto sentido de culpa heredado de más de veinte siglos de historia, la palabra ocio. Si reivindica el derecho al “descanso” y al disfrute del “tiempo libre”, que de una u otra manera tienen que ver con el ocio. Y sobre todo con el trabajo, ya que en el Artículo 23 de la Declaración se resuelve también el derecho a la existencia de “condiciones equitativas y satisfactorias de trabajo”, lo que obliga además a “la protección contra el desempleo”.
El tiempo libre, entonces, no puede ser identificado necesariamente con el tiempo de ocio. Es aquella parcela de nuestra existencia, en la que estamos liberados de la obligación del trabajo mal o bien remunerado, pero no de aquellas otras cargas sociales que son propias de las horas pretendidamente libres, como las necesarias para el sueño como recuperación de energías físicas (para el trabajo obligado), el tiempo de ida y vuelta al trabajo, las obligaciones familiares y sociales, etc., con lo cual, las posibilidades del ocio se reducen a una ínfima parte de nuestro tiempo libre, aquella donde podemos hacer lo que realmente deseamos sin ninguna obligación al respecto.
Es precisamente en esa franja de tiempo humano donde actúan aquellos que tratan también de aprovecharse de la misma para hacer de ella, lo que los griegos condenaban al referirse a la a-scholé. Ahí se destacan de manera particular y hegemónica, los que se ocupan de hacer rentables y lucrativos el esparcimiento o el entretenimiento, los dueños de las industrias culturales y los medios de información y comunicación, muchas de las nuevas tecnologías –el uso o disfrute de lo que convencionalmente acotamos en el término “cultura” sólo es posible durante el tiempo de ocio- y toda esa parafernalia que el capitalismo ha ido imponiendo en la mayor parte del mundo para inducir valores, significados y sentidos a nuestras vidas, no exentos de, lo que más le importa, el negocio, aquello que egipcios, griegos y romanos condenaban en aras del ideal de un hombre cada vez más perfecto en su inteligencia, en su capacidad creativa y en su belleza física y espiritual.
En ese sentido, los Artículos 23 y 24 de esta Declaración tienen un valor claramente complementario –derecho al trabajo y derecho al tiempo libre- aunque, lamentablemente hayan omitido en sus textos, la palabra ocio, que creo debiera ser también reivindicada y reinterpretada a partir de nuestro espacio y de nuestro tiempo.

1 comentario:

  1. Gracias Octavio. Gracias en mi nombre y en de todos los q buscamos argumentos para defender las profesiones en torno al "ocio", al conocimiento lógico y estético, la cultura, la ciencia, el arte.
    En base a lo que cuentas, continuaré filosofando y creando. Tan sólo espero q aunque estas profesiónes " ociosa" no sea " negocio", desarrollarlas me permita llevar una vida digna. Eso no sólo está en mis manos. Exijamos derecho al ocio, valoremos la cultura.
    C.Descalza.

    ResponderEliminar