lunes, 14 de junio de 2010

LA CULTURA COMO CAPITAL (*)

Por Octavio Getino

Cultura y economía son dos términos que a lo largo de la historia marcharon por separado, como líneas paralelas que, aunque podían mirarse la una a la otra, parecieran estar condenadas a no reunirse nunca. Primero como concepto holístico, referido a las relaciones del hombre con la naturaleza, los dioses y los otros hombres, luego como idea de “alta cultura” o “artes elevadas”, la cultura, o mejor dicho, las fuerzas sociales que asumieron en cada momento histórico su liderazgo, se resistió habitualmente a ser medida en términos cuantificables, como si la racionalidad no pudiera o no debiera inmiscuirse en los laberintos de lo intangible, de aquello que sería privativo de las emociones y el corazón. Esta fue una visión predominante a lo largo de muchos siglos, pese a que pensadores como Pitágoras afirmasen en su momento que todo lo existente sobre la tierra, incluida la música, es decir, el medio más emparentado a las emociones, podía ser estudiado y construido a partir de fórmulas matemáticas. O que figuras de la literatura, como el Quijote, dijera en algún momento, que cuando la razón se desprende del corazón termina en locura.

Pocos años atrás, me tocó proponer a un alto funcionario del Sistema de Cuentas Nacionales de mi país, la inclusión de la cultura y en particular, de las industrias culturales, en dicho sistema, como Cuenta Satélite, con el fin de poder contar con una medición macroeconómica y social de algunos campos de la cultura, el tiempo libre y el entretenimiento. El funcionario explicó que, aunque dicho proyecto le parecía importante pero muy difícil de llevarse a cabo: nadie, nunca, había ido a explicarle qué es cultura. En consecuencia no estaba claro ni el campo medición, ni los indicadores para evaluarlo y, menos aún, las fuentes confiables que pudieran brindar la información y los datos requeridos.

Convengamos, que el tema es relativamente nuevo. Hace apenas dos o tres décadas que las nuevas constituciones nacionales aparecidas en los países de América Latina han osado introducir por primera vez, el término “cultura”. Un avance sin duda, como lo fueron los primeros estudios que se llevaron a cabo en Estados Unidos y en Europa –a partir de los años 60 y 70 del siglo pasado- sobre la incidencia de algunas actividades artísticas y culturales en la economía y el empleo de grandes ciudades.

Cuando nos referimos a este tema, estamos obligados a establecer campos de estudios con características particulares, a la vez que complementarias, porque ya no se trata de entender a la cultura en su sentido más amplio y holístico, sino en sus dimensiones más perceptibles, capaces de ser diseccionadas para su análisis científico. De lo contrario, la cultura se erigiría en una especie de panacea inalcanzable para la razón y el conocimiento.

Valga en este punto una anécdota. En un debate sostenido en la Universidad de Nueva York tres años atrás, un investigador muy respetado en el campo académico regional, sostenía que resultaría imposible cualquier tentativa de medir la dimensión económica de la cultura, porque al igual que las industrias culturales, ella está en todo el quehacer de los hombres. Simplemente, todo es cultura. Más aún, todas las industrias (manufactureras, alimentarias, aeroespaciales, bélicas, sin hablar ya de indumentaria y modas) son también industrias culturales. Lo cual es cierto, pero tan parcial, como la mitad de una fotografía. Con el peligro de que si aceptara esta visión, no habría posibilidad alguna de acercamiento racional y científico al tema. Resultarían innecesarias la sociología de la cultura, la antropología de la cultura (entre otras ramas del conocimiento) y con más razón aún, la economía de la cultura. Si la cultura y las industrias culturales están en todas partes, ellas vendrían a ser algo así como el Creador mismo, si es que él existe. No se trataría ya de analizar, sino de creer en ellas o de tener fe. O, lo que es parecido, habría que proponer, antes que un estudio marcado por la racionalidad, una especie de teología de la cultura.

Lo cierto es que el crecimiento casi explosivo, verificado a lo largo del último tramo del siglo XX en materia de producción y mercados de las actividades, los servicios y las industrias culturales, hizo que, primeramente los grandes conglomerados del sector, realizaran significativas inversiones en el estudio de estos temas –incorporando no sólo a los economistas, sino a los antropólogos, sociólogos, sicólogos y artistas- con el fin de utilizar sus resultados, manejados siempre a nivel privado, en función de una mayor rentabilidad económica y de una más refinada explotación de los mercados. Con esto el capitalismo más inteligente en la consolidación de sus intereses, amplió la rentabilidad tradicional obtenida del tiempo de trabajo de las personas y lo extendió sobre el llamado tiempo de ocio o tiempo libre, que es donde operan principalmente las actividades, los servicios y las industrias culturales. Lo cual pudo permitirle aceptar una reducción de las horas de trabajo, siempre y cuando aprovechara, simultáneamente, las llamadas horas libres, que, en realidad, ya no serían tales.

La dimensión económica de estos campos de la cultura salta a la vista cada vez más a través de estudios e investigaciones realizadas por organismos intergubernamentales o por expertos de distintas procedencias. Por ejemplo, según el estudio realizado por el investigador español Lluís Bonet, el sector de la cultura y de la comunicación ha comenzado vivir una transformación casi tan radical como la experimentada con la invención de la imprenta. La aparición de equipamientos multimedia, la digitalización de los formatos así como los grandes logros en las tecnologías de telecomunicaciones, comportan un cambio radical en las formas de producción y consumo. El sector cultura pasa a ser visto como una actividad clave en las estrategias internacionales de dominio de los nuevos mercados de las telecomunicaciones y el ocio; este hecho provoca un proceso acelerado de integraciones empresariales verticales y horizontales, y de globalización de las estrategias de los grandes grupos empresariales del sector. (BONET, 2001)

A su vez, la Oficina para Europa del Banco Interamericano de Desarrollo, organismo que apenas una década atrás no tenía demasiado acercamiento a los temas de la cultura, sostenía hace sólo tres años que “Las industrias culturales tienen una función fundamental en la creación de los imaginarios individuales y de las identidades colectivas y constituyen uno de los vectores principales de expresión y diálogo entre las culturas. Sin embargo, hoy en día, estas empresas culturales de Europa y Latinoamérica ven amenazadas su independencia y la capacidad de reforzar su posición, debido al proceso de concentración y a la imposición de un modelo vehiculado por la mundialización de intercambios. Estas regiones corren el riesgo de ver la cultura sometida a las leyes del mercado, y sus productos convertidos en simples mercancías. Tanto aquí como allí, intelectuales, artistas, cineastas, escritores, músicos y editores, entre otros, se niegan a considerar esta realidad como una fatalidad.”

Sea cual fuere el sistema político y económico en el cual se desarrollan las actividades, los servicios y las industrias culturales, ellas ocupan en nuestros días un lugar privilegiado en la economía, el empleo y en las políticas de desarrollo. Para la UNESCO, las cifras del año 2000 en el sector de las industrias culturales, indicaban que éste era uno de los de mayor crecimiento a escala mundial, estimándose que su facturación habría alcanzado en dicho período la suma de 831.000 millones de dólares, previéndose, además, que la misma se elevaría en 2005, a 1,3 billones de dólares, lo que supone un crecimiento de 7,2% anual.

Si a ello se suma la facturación de las llamadas Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación (NTCI) –recursos cada vez más interrelacionados con la cultura y el entretenimiento- la cifra ascendió en el año 2000 a 2,1 billones de dólares, con un crecimiento sostenido que se espera alcance el 50% para el año 2004. Facturación a su vez concentrada en las naciones de mayor desarrollo si se tiene en cuenta que un 65% de la población del mundo no ha hecho nunca una sola llamada de teléfono y que existen más líneas telefónicas en Manhattan que en toda el Africa subsahariana.

A estas cifras deben sumarse las que devienen de la función reproductora de capital que algunas industrias ejercen en el sistema económico global, particularmente las relacionadas con la promoción y publicitación de mercancías y servicios en general, impulsoras de pautas y comportamientos culturales, cuya incidencia económica, política y social ha incentivado fuertemente las demandas y el consumo de todo tipo de bienes y servicios.

En cuanto a la participación de las distintas regiones en la facturación mundial del sector, apenas entre un 10 y un 20% del total corresponde a los territorios que no están comprendidos en la Unión Europea y en los Estados Unidos. Es decir, al resto del mundo, dentro del cual se encuentra los países de América Latina y el Caribe. A su vez, tratándose de intercambios internacionales, se constata para nuestra región una creciente pérdida de participación en las exportaciones mundiales. Mientras que en 1948 la presencia de latinoamericana en las mismas era del 11%, ella cayó al 6,7% en 1960 y al 4,8% en 1970 al 4,8 por ciento, para representar en 1986, apenas el 4,2 por ciento. En la actualidad, América Latina y el Caribe ocupan menos del 40% del espacio que tenían en las exportaciones mundiales de 1950, pese a que en los últimos años se ha producido una indiscriminada apertura de mercados a la participación de inversores privados y se dio comienzo a la desregulación de sectores básicos de la industria y los servicios (GUZMAN, 2001).

Pero atención con estas cifras, ya que su difusión pública pueden ser también objeto de intereses diversos. Es decir, de aquellos que tratan de mostrar una realidad objetiva, sobre la cual se pueda reflexionar para mejorar las políticas públicas de desarrollo, y también de quienes, como suele suceder en la función pública del sector cultural, enarbolan las mismas con el interés de que sus presupuestos no sólo sean incrementados, sino que también se jerarquice su labor por encima de otros sectores.

Los funcionarios culturales, internacionales o nacionales han encontrado de interés preguntarse por el peso de la cultura dentro de la actividad económica. El motivo parece ser no tanto analítico como pragmático: mostrar a los gobiernos que la cultura desempeña un papel importante en la vida económica, que genera empleos, que paga impuestos, que contribuye al equilibrio de la balanza de pagos, quizás con la esperanza secreta de que las autoridades económicas aumenten los presupuestos del sector. El arte y la cultura aparecen subordinados a la meta que importa a los políticos: la buena salud de la economía y, un poco a contrapelo de los que denuncian la subordinación de la cultura a los imperativos económicos, este argumento justifica la idea de que hay que medir el valor de la cultura en buena parte en términos de su función económica (MELO, 2001)

Además, el interés creciente de algunos organismos financieros internacionales por la dimensión económica de las actividades culturales, aparece guiada no tanto por el fortalecimiento de la propia cultura, como por valerse de la misma para mejorar la balanza de pago de los países y atenuar los índices de desempleo o exclusión y violencia social.

Hechas estas aclaraciones, agrego otra anécdota significativa para mostrar la carencia de información confiable que existe en nuestros países con relación a estos temas. Tiempo atrás, me tocó dar una conferencia en Buenos Aires ante más de un centenar de funcionarios y agentes de la cultura, a los que informé de los resultados de un estudio que hicimos sobre la incidencia de las industrias culturales en el Producto Interno Bruto. Aventuré, en un primer gesto, que dicha participación era de aproximadamente 8 mil millones de dólares por año. Nadie hizo la menor observación y todos los rostros permanecieron inalterables. Pedí entonces disculpas y rectifiqué la cifra, diciendo que ella ascendía en realidad a 18 mil millones de dólares. Tampoco apareció reacción alguna. Podía haber dicho 800 millones o 30 mil millones y nada, tal vez, cambiaría sus caras de póker. La carencia de información era total. Es indudable que de haber estado ante empresarios, funcionarios o profesionales de cualquier otra actividad económica, la reacción de los mismos hubiese sido totalmente distinta.

La responsabilidad de que esto suceda no es privativa de los agentes del sector cultural. Convengamos en este punto que tampoco la teoría económica incluyó en el pasado algún interés más o menos serio por la cultura. Los prohombres de la economía no hicieron sino proseguir la visión de los padres fundadores –Adam Smith y David Ricardo, sin ir más lejos- que, si bien advirtieron los efectos externos de la inversión en las artes, no consideraban que éstas tuvieran capacidad de contribuir a la riqueza de la nación, ya que, pensaban, pertenecían al ámbito del ocio. Para ellos la cultura no era un sector productivo (PRIETO, 2002).

Sin embargo, algunos países tenían ya por entonces una antigua tradición de estudios de economía aplicada al campo de las artes, como lo prueba el trabajo sobre El arte y la economía, aparecido en la revista alemana Volkswirtschafliche Blätter, en 1910. Pero transcurrió más de medio siglo para que algunos economistas norteamericanos comenzaran a aproximarse al estudio de la Economía de la Cultura, indagando en los procesos de la creación, producción, distribución y consumo de bienes y servicios culturales.

Tal vez, el punto de inicio de un creciente número de documentos y trabajos sobre el tema, fue el aparecido en los Estados Unidos en 1966, un estudio de los investigadores Willian Baurmol y Willian Bowen, difundido como El dilema económico de las artes escénicas (Performing Arts: The Economic Dilemma) y que estuvo encarado desde una visión restrictiva de la cultura, limitada entonces a lo que en la tradición anglosajona abarca el concepto de “Artes”, hermano de nuestro concepto de “Alta Cultura”.

La obra estimuló trabajos semejantes en distintos ámbitos académicos, llevó a la creación de la Asociación Internacional de Economistas de la Cultura (Association for Cultural Economics International, ACEI) y a la aparición, en la Universidad de Akorn, del Journal of Cultural Economics, que se convirtió en la publicación de referencia para la nueva subdiciplina de la Economía. Antecedentes con los que pudo llevarse a cabo, en Edimburgo, la primera Conferencia Internacional en Economía de la Cultura.

El primer estudio oficial que se realizó en Europa sobre este tema, recién se habría llevado a cabo en 1984, para medir la relevancia económica de las instituciones culturales de Zurich,. Fue encomendado por el Parlamento de dicha ciudad con el propósito de “justificar las subvenciones de la Opera, el Teatro Municipal, la Filarmónica y el Museo, desde un punto de vista económico” y estuvo centrado en dos temas principales: el porcentaje de la subvención que volvía a las arcas del Estado, de manera directa o indirecta, y las influencias que tenían estas subvenciones sobre la economía y el sector privado. Más adelante, otros estudios realizados en otras partes del mundo, fueron aún más allá, probando que la cultura no sólo era rentable para el sector privado, sino que el conjunto de sus actividades, producciones y servicios, representaba una importante fuente de recursos para las propias finanzas del Estado.

Pero no se trata de reducir el estudio de la economía de la cultura encarando solamente la incidencia de esta en crecimiento económico y del empleo o en lo que puede redituar para las arcas de Hacienda de un determinado país. Lo es también, y fundamentalmente, para los procesos de integración nacional y regional, además de lo que puede significar para la identidad y el autoreconocimiento de los individuos y las sociedades, sin cuya existencia, sería muy sospechoso hablar de un posible desarrollo.

Desafíos que, suponemos, habrán de ser asumidos a través de estudios interdisciplinarios, no tanto para una sumatoria de disciplinas con lógicas específicas y diferenciadas, como para construir marcos teóricos y metodológicos integrales y nuevos que se sitúen a la altura del objeto de estudio. El que, además, comporta dimensiones tangibles –relativamente fáciles de analizar gracias a la lógica de la economía y la estadística- e intangibles que requieren de instrumentos de análisis más complejos, por cuanto demandan de enfoques sociales, psicosociales, antropológicos y culturales. Una dualidad de campos de estudio que obliga a construir nuevas herramientas de conocimiento.

En este sentido, cabe destacar el enfoque de la cultura como producción mercantil simbólica. Tal como describe el economista uruguayo Claudio Rama, esta definición de la cultura remite a que la creación cultural no es sólo resultado de la acción humana en cuanto producción de valores de uso, sino que aquella comienza a definirse como tal cuando dicha producción se ocupa de valores de cambio, objetos o servicios que los demás desean tener u utilizar y que se negocian en un determinado mercado. La creación es tanto un acto individual como colectivo, pero asume su significado cultural cuando ella es encarada por determinados segmentos sociales, cuando tiene un reconocimiento colectivo. Es en ese momento que alcanza la categoría y la calidad de producto cultural y no meramente de acto creativo. Es el colectivo el que le da significación y dimensión a la creación individual, que a través de un mercado se enajena del creador y asume su rol como producto cultural (RAMA, 1999).

Con lo cual, cualquier aproximación sería desde la economía al estudio de la cultura, deberá replantearse muchos de los esquemas que pueden ser válidos para otras actividades económicas, pero que posiblemente no lo sean para un campo en el que la función principal es producir bienes inmateriales e intangibles, los que requieren de una estructura económica, industrial y tecnológica parecida a otras estructuras, pero a la vez distinta y poseedora de características específicas que no es fácil desentrañar.

Pese a la probada incidencia que las IC han tenido en esos y en otros campos del desarrollo regional, recién comenzaron a ser consideradas con alguna seriedad por parte de algunas políticas públicas y del campo académico, en la última década del siglo pasado. Hasta ese entonces, ellas fueron objeto de abordajes sectorizados y parciales (en algunas industrias más que en otras), de los cuales dieron cuenta numerosas investigaciones críticas en algunos campos académicos, y algunas legislaciones de regulación dispuestas para determinados sectores, las que, en los casos más representativos, se ocuparon también de la protección o el fomento industrial.

Una de las primeras tentativas de abordaje, no ya industria por industria, sino de verdaderos complejos industriales, fue el estudio que llevamos acabo en el país a principios de los años 90, el Instituto Nacional de la Administración Pública (INAP), dependiente de la Presidencia de la Nación, financió, entre 1991 y 1992, con la cooperación de UNESCO, el primer estudio sobre la dimensión económica y social de estas industrias, con el fin de mejorar las políticas y la legislación entonces existente (GETINO, 1995).

Asimismo, con el financiamiento de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI) se realizaron en Argentina y Brasil estudios sobre la importancia económica de las industrias y actividades protegidas por los Derechos de Autor y Conexos en los países del MERCOSUR, encarados ambos con una metodología semejante y aportando datos y reflexiones para el conocimiento de la situación de las IC en la economía y el empleo regional.

En esa misma época, los países del Convenio Andrés Bello (CAB) diseñaron un proyecto de estudio sobre “Economía y Cultura”, dedicado en su primera fase a la investigación de las IC, según la definición que había hecho la UNESCO de las mismas (radio, televisión, revistas, música, libro, prensa, cine y video). Este Proyecto inició sus trabajos a partir de agosto de 1999 y contó con la participación de los ministerios y organismos responsables de Cultura de algunos países andinos, como Colombia, Perú, Chile y Venezuela. En su primer informe se sostenía que la ausencia de información confiable, adecuadamente recogida y sistematizada, es uno de los problemas para la definición de políticas públicas, planes de desarrollo y mecanismos de integración de las industrias culturales en América Latina. Recientemente fueron publicados los primeros resultados del impacto de las industrias culturales –y de algunas de ellas, en particular- en la economía de países como Chile y Colombia.

A su vez, la Reunión del Parlamento Cultural del MERCOSUR (PARCUM) aprobó en Montevideo, a finales de 1999, el auspicio y la promoción de un estudio sobre la incidencia económica y social de las industrias culturales para la integración regional, cuyos rasgos principales fueron asumidos meses después, en junio de 2000, durante la X Reunión de Ministros de Cultura de la región que tuvo lugar en Buenos Aires. Un año después se inició la etapa preparatoria del estudio, de tres meses de duración, durante la que se llevó a cabo la recopilación y el procesamiento de datos estadísticos, procedentes de Argentina, Brasil y Uruguay, sobre la incidencia económica y sociocultural, los intercambios y las políticas de integración regional.

Por su parte, el Fondo Nacional de las Artes auspició en ese mismo año un primer abordaje sobre el aporte del arte a la economía nacional, a partir de las Cuentas Nacionales (FNA, 2001).

También en algunas ciudades de América Latina, como La Paz, Bolivia se hicieron trabajos semejantes, en este caso a cargo del Programa de Investigación Estratégica de dicho país, coincidiendo todos ellos en que las industrias culturales aparecen como un instrumento idóneo para fortalecer los procesos de integración económica, política y social, así como los de carácter cultural, basamento estratégico de aquellos.

Todo esto obliga a desarrollar estudios y políticas públicas y privadas capaces de abordar el campo de estas industrias, concibiéndolas como un “universo de producción y servicios culturales”, dentro del cual coexisten y se complementan distintas “constelaciones”, cada una de ellas con sus características y lógicas particulares, pero integrantes de un poderoso entramado donde la existencia de una está condicionada por sus interrelaciones con las otras.

Un seminario internacional organizado por la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) y el Consejo Nacional de Cultura de México se ocupó en marzo del presente año de analizar las relaciones entre industrias culturales y desarrollo sustentable, para extraer algunas conclusiones y propuestas que puedan ser trasladadas a la Reunión de Alto Nivel de Jefes de Estado de América Latina y la Unión Europea que tuvo lugar poco después. Son antecedentes y experiencias que quienes estén en el campo de la economía deberían tener en cuenta, con el fin de evaluar la posibilidad de aportar, desde lo específico del mismo a la comprensión de un universo tan complejo y apasionante, como es el de la cultura de nuestros pueblos, así como de los distintos campos que forman parte de la misma.

Se trata de volver a integrar las capacidades de la sociedad haciendo un esfuerzo desde cada disciplina, para comprender a las restantes y aportar en lo que le sea posible, al desarrollo y progreso de las mismas. Todo esto lleva a suponer que el estudio económico de la cultura constituye, como sostiene el economista uruguayo Luis Stolovich, dedicado precisamente a estos temas, “un gran desafío para la Ciencia Económica y para los diferentes marcos teóricos de la Economía. La Cultura, con sus innovaciones y con sus especificidades, no sólo exige elaborar un instrumental teórico y metodológico específico, lo cual ya de por sí es un desafío. Exige crecientemente un replanteamiento del pensamiento económico. Si estamos transitando hacia una “economía de la información” o hacia una “economía de la creatividad”, desplazando al viejo mundo industrial de bienes tangibles por la producción de intangibles ¿no habrá que replantearse muchas de las teorías y enfoques del pensamiento económico? En tal sentido, la Cultura es un desafío para la Economía. Más aún, cabe plantearse si la Economía, como ciencia, es capaz, por si misma, de responder a estos desafíos.” (STOLOVICH, 2002).

Son temas que deberán responder tanto los economistas como los agentes más representativos del sector cultura. De la respuesta dependerá buena parte de la labor que actualmente se desarrolla en cada uno de estos campos.

Un dato final, que, aparentemente, no es anécdota, y que ilustra esta inquietud de los individuos por considerar de manera integrada sus imaginarios y proyectos, amalgamando capacidades tangibles e intangibles. Cuatro siglos antes de Cristo, los griegos habían creado una moneda de plata para el trueque de sus bienes y servicios, que se conocía como dracma, que heredarían luego los romanos. Dicen los historiadores, y pienso que puede ser cierto, que el tetradracma –equivalente a cuatro dracmas- tenía en una de sus caras la imagen de la diosa Atenea, o lo que es igual, la representación simbólica de las artes, la ciencia y la agricultura. Es decir, las tres “vísceras” principales de cualquier individuo y de cualquier comunidad (el sentimiento, el conocimiento y la alimentación). En la otra cara del tetradracma, aparecía el buho o la lechuza, símbolo de la sabiduría. Todas estas representaciones no hubieran existido, al menos en ese nivel, sino hubieran contado con un soporte material y tangible. En este caso, una moneda de plata, capaz de convertir valores simbólicos en valores de cambio. Un dato que nos retrotrae a los orígenes y que no debería ser ignorado por quienes aspiren a potenciar la dimensión integral de la cultura.
(*) Ponencia elaborada para la ANEC, en la Asamblea Internacional de Economistas que tuvo lugar en La Habana, en febrero de 2004.


Bonet Agustí, Lluís, Economía y cultura: Una reflexión en clave latinoamericana, Oficina para Europa del Banco Interamericano de Desarrollo, Enero 2001.

Fondo Nacional de las Artes, Monice Glenz, Gustavo Rodríguez y María L. Elizalde, El aporte del arte a la economía argentina, Buenos Aires, 2001.

Guzmán Cárdenas, Carlos E., Innovación y competitividad de las industrias culturales y de la comunicación en Venezuela, OEI, Caracas, 2001.

Melo, Jorge Orlando, Economía, cultura y mecenazgo, en “Economía y cultura: La tercera cara de la moneda”, Convenio Andrés Bello, Bogotá, 2001.

Prieto de Pedro, Jesús, Cultura, economía y derecho: Tres conceptos implicados, Universidad Nacional de Educación a Distancia, Madrid, 2002.

Rama, Claudio, El capital cultural en la era de la globalización digital, Arca, Montevideo, 1999.

Getino, Octavio, Las industrias culturales en Argentina: dimensión económica y políticas públicas. Período 1981-1992, Colihue, Buenos Aires, 1995.

Stolovich, Luis, Diversidad creativa y restricciones económicas. La perspectiva desde un pequeño país, Universidad de la República-Asociación Culturec, Montevideo, 2002

No hay comentarios:

Publicar un comentario