La consolidación de un espacio iberoamericano que reconoce la multiplicidad de matices, conlleva voces que dialogan con otras culturas. Es necesario fortalecer las estructuras regionales de cooperación con la finalidad e crear mejores condiciones para la inserción de Iberoamérica en el escenario global.
De la “Carta Cultural Iberoamericana”
Memorias y antecedentes
La historia de las relaciones entre los países que hoy integran el MERCOSUR con los que conforman ese vasto escenario que es América Latina y el Caribe y con los que a su vez integran la Unión Europea es tan antigua como la que transcurre entre los procesos independentistas del siglo XIX y los proyectos de integración latinoamericana que prosiguieron en el siglo XX y los que todavía están vigentes para hacer posible un ideario de una “América Nuestra”, o como diría Atahualpa Yupanqui, nuestro poeta y pensador: “América Latina, un mismo poncho”.
Es en ese contexto donde puede evaluarse mejor la relación de las políticas culturales y comunicacionales del MERCOSUR tanto con América Latina como con el Viejo Continente. Adelantando que, mientras que las coincidencias histórico-culturales con la región de la cual forma parte han sido siempre importantes, con la UE, por el contrario, ellas se caracterizan, salvo algunas excepciones, por intereses predominantemente económicos, arancelarios y de intercambio comercial.
Resulta evidente que los países de América Latina y el Caribe afrontan en nuestro tiempo desafíos distintos a los de dos siglos atrás, como son las posibilidades de inserción en un mundo globalizado y las insuficiencias existentes aún para un afianzamiento de los procesos de integración regional, base de un desarrollo integral sostenible, pero no menos cierto es también que el carácter y el tratamiento de dichos desafíos sigue respondiendo de algún modo a los idearios que condujeron la independencia de España y que incluían en ella, tal como señalaba Simón Bolívar en su Carta de Jamaica, la “idea grandiosa de pretender formar de todo el Nuevo Mundo una sola nación, con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo”. El proyecto de una “nación de repúblicas” tenía sólidas bases fundantes, como era las de “un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, y por consiguiente (la necesidad) de tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse”.
En aquel contexto aparecían en dramática colisión no sólo los intereses de los pueblos latinoamericanos con España, sino también con las naciones europeas, bastando recordar que las mismas demoraron muchos años para reconocer la independencia de las nuevas naciones del Nuevo Mundo, por cuanto estaban unidas en un sólido frente conservador en torno de la Santa Alianza que respaldaba a España en sus nostálgicas pretensiones imperiales sobre las ex colonias. El reconocimiento recién comenzaría a partir de las alianzas que Gran Bretaña estableció –empréstitos y alianzas comerciales mediante- con las oligarquías que surgieron tras la independencia y con la derrota de los proyectos de un nacionalismo continental esgrimido como resistencia a las acechanzas y ataques exteriores. A lo que pronto se sumaría el proyecto imperial de la los Estados Unidos, destinado a desplazar de la región a España –y más tarde a Europa- e instalar con la Doctrina Monroe de 1823 la idea de una “América para los americanos”. Obviamente los americanos del norte, ya que tal como proponía el senador Lodge en 1901 en el Congreso de su país, “tenemos más inteligencia y un mayor espíritu de empresa”, retomando las ideas de Woodbine Parish, el premier cónsul inglés en la Argentina, quien había escrito en 1824: “Muy poco se han alterado las costumbres de estos selváticos hijos de las llanuras sudamericanas: medio salvajes, medio cristianos… Cada adelanto de nuestra maquinaria contribuye a la comodidad y bienestar de las clases más pobres de aquellos remotos países, al mismo tiempo que perpetúa nuestros predominio en sus mercados”
Con esa presunción, tanto desde el imperio del norte como desde las naciones europeas, se alentaría un proceso de desmenbramiento regional, cuando no de ocupación militar de territorios, como ocurriría con la apropiación de más de tres millones de kilómetros cuadrados –la mitad de la nación mexicana- por parte de los Estados Unidos, o la balcanización del norte de Sudamérica, arrebatando a Colombia su provincia norteña e inventando allí la “soberanía” de la “República” de Panamá. Un proceso que se extendería en el istmo centroamericano y el Caribe –además de otras partes del mundo, baste recordar Filipinas- que ya tenía sus antecedentes en el siglo XIX en el sur de la región, y que estaría representado por lo que el senador norteamericano Preston había esgrimida ya en 1838, cuando anunciaba: “La bandera estrellada flotará sobre toda la América hasta la Tierra del Fuego, único límite que reconoce la ambición de nuestra raza”.
En ese contexto, las oligarquías locales asociadas inicialmente a Gran Bretaña y otras naciones europeas, y luego a los Estados Unidos, se ocuparon de acrecentar sus intereses sectoriales, iniciando en las grandes ciudades-puerto el período de “organización nacional” o de formación de las nuevas naciones. De ese modo erigirían no sólo fronteras con los países vecinos sino también otras de carácter interior en cada país con el lema de terminar con la “barbarie” y de erigir en su lugar la supuesta “civilización”.
Aquella consigna bolivariana, compartida por todos los grandes libertadores de la región, de “Sólo la unión de los pueblos latinos de América los hará grandes y respetables ante las demás naciones”, sería seguida pocos años después por un declarado desapego de las elites dirigentes nacionales por la causa integradora, a lo que se agregaría la desconfianza sobre los vecinos transfronterizos y el inicio de conflictos limítrofes que se tradujeron a veces en sangrientas guerras tanto entre países de América del Sur como en Centroamérica. Baste recordar para el siglo XIX la llamada Guerra de la Triple Alianza donde los ejércitos de Brasil, Argentina y Uruguay, con el respaldo de Inglaterra, arrasaron el Paraguay o la llamada Guerra del Pacífico entre Chile y Perú. O las confrontaciones políticas y militares del siglo XX, entre Perú y Ecuador; Bolivia y Paraguay; Honduras y El Salvador; Argentina y Chile, etcétera. Gueras cruentas, sin duda, pero muy lejanas de la barbarie que ha sido común en las contiendas libradas en Europa a lo largo del siglo pasado y del actual.
Las políticas educativas, culturales y comunicacionales se caracterizaron entonces a lo largo del siglo XIX y en la mayor parte del siglo XX por la creación de prejuicios y estereotipos con relación a los pueblos de las naciones limítrofes, con la convicción etnocentrista de que lo bueno sólo podía estar del lado interior de las fronteras. Una visión para lo cual, y a la manera sartreana, “el infierno son los otros”.
Tal como observaba el sociólogo argentino Gregorio Recondo: “Las elites dirigentes no se atrevieron a plantar en el jardín iberoamericano las semillas que hicieran florecer una educación común para la integración. La educación levantó muros interfronterizos en lugar de construir puentes” . Sólo en algunos, aunque contados momentos, donde aparecieron claras amenazas de agresión a ciertos países, América Latina estrechó filas, como sucedió, por ejemplo, frente a las amenazas de España contra Perú y Ecuador en el siglo pasado, la ocupación francesa de México, el bloque europeo a Venezuela en 1902, el conflicto por el canal de Panamá entre este país y los Estados Unidos en los años ´60, y más recientemente, la guerra de las Malvinas, en 1982.
Pese a estas limitaciones impuestas por la asociación de intereses económicos y políticos de las elites locales con naciones europeas o con los Estados Unidos, la historia latinoamericana ha demostrado la presencia permanente de un proyecto integrador regional que con sus flujos y reflujos, estuvo a cargo de los más esclarecidos hombres de la cultura. Ello se extendería desde el siglo XIX y a lo largo del siglo XX, con figuras como el poeta y patriota cubano José Martí (“El deber urgente de Nuestra América es enseñarse como es, una en alma e intento”), o el joven uruguayo José Enrique Rodó (“Patria, es para los hispanoamericanos, la América española”) quien con su obra Ariel, de 1900, dio inicio del “arielismo” en el que confluyeron organizaciones de jóvenes militantes de la cultura en la mayor parte de América Latina, o poco después, el Ateneo de la Juventud en México, con José Vasconcelos y Pedro Henriquez Ureña, entre otros, procedentes de una cultura “hispanista” aunque pronto orientados a rescatar las propias raíces de la cultura mexicana. En este proceso se sumó también la prédica de pensadores de todo el continente, como fue el caso del argentino Manuel Ugarte –un socialista y a la vez nacionalista democrático- opuestos firmemente a la noción del “panamericanismo” que impulsaba Estados Unidos y dedicados en las primeras décadas del siglo XX, a promover el “hispanoamericanismo” y a ”fomentar el acercamiento de las repúblicas hispanas y combatir en todas sus manifestaciones el imperialismo del Norte”, para lo cual se planteaba la creación de la Unión Latinoamericana y el concepto de “Patria Grande” en América Latina como línea histórica continuadora de lo que habían proclamado las guerras independentistas de inicios del siglo XIX.
Junto a estas manifestaciones latinoamericanistas, hispanoamericanistas o iberoamericanistas, aparecieron también grandes movimientos políticos y sociales cuyo ideario recuperaba la vocación de integración regional, marcada por las características propias de cada país. En Perú, por ejemplo, se incorporaba por primera vez en una constitución latinoamericana, a finales de los años ´60 el ideal integracionista, sosteniendoque “Perú promueve la integración económica, política, social, y cultural de los pueblos de América Latina, con miras a la formación de una comunidad latinoamericana de naciones”. De una u otra manera, estos idearios estuvieron implícitos o explícitos en grandes movimientos “nacionales y populares” además de democráticos –bautizados como “populistas” por las izquierdas y derechas ideológicas del establishment internacional - con una visión latinoamericanista antes que estrictamente local, y que representaron pese a sus limitaciones el rasgo político e ideológico más original y distintivo que surgieron en el siglo XX en tierras de América.
Proyectos de integración desde la Segunda Guerra Mundial
En este esbozo de algunos acontecimientos históricos de los siglos XIX y XX, se inscribe la proliferación de proyectos bilaterales, multilaterales y regionales de articulación o integración entre las instituciones políticas, la economía, la educación, la cultura y la comunicación de los países latinoamericanos. Proyectos que en algunos casos más recientes, se extendieron también a la Península Ibérica, en particular a España, y en mucha menor medida a otras naciones europeas.
Entendemos que podría ser de utilidad proporcionar ciertos datos de la evolución más reciente –en particular la del último medio siglo- de algunos proyectos de cooperación e integración regional en materia económica, institucional, educativa y cultural. Aunque su enumeración puede resultar tal vez excesiva, ella tiende a facilitar, sobre todo a lectores poco informados, algunas referencias básicas dentro de las cuales correspondería evaluar el significado que ha tenido la creación del MERCOSUR y las relaciones de sus Estados Miembros y Asociados con el conjunto de los países latinoamericanos y con la UE.
Al finalizar la Segunda Guerra y en el marco de una situación en la que los Estados Unidos habían comenzado a hegemonizar la economía y la política –y también los recursos militares- en buena parte del mundo, las naciones latinoamericanas –a la manera de lo que ocurría en Europa, Asia y Africa- comenzaron a implementar acuerdos de cooperación e integración, circunscriptos inicialmente en su mayor parte a los asuntos de la economía y el comercio internacional.
Estados Unidos, con el acuerdo de los gobiernos de la región, suscribió en 1948 la creación en Bogotá de la Organización de Estados Americanos (OEA) -su Carta Orgánica entró en vigor en 1951- una institución intergubernamental sobre la cual tendría luego un hegemonismo casi total, ratificando con ello su vocación “panamericanista” –aquella de “América para los americanos”, con el fin de “evitar las injerencias ajenas al continente”. Incluidas las de aquellos países de la región que contraríen la voluntad del imperio, como ocurrió a principios de los ´60 con la expulsión de Cuba, poco tiempo después de haber triunfado en ese país la Revolución.
Una década después, los países latinoamericanos comenzaron a crear sus propios organismos de carácter regional, no siempre sujetos a la tutela de Estados Unidos.La década de los años ´60 marcó así una relativa inflexión en lo que había sido la historia anterior. Fue precisamente en 1960 cuando se constituyó la Asociación Latino Americana de Libre Comercio (ALALC), la que sería acompañada poco después, en 1965, por el Instituto para la Integración de América Latina y el Caribe (INTAL), unidad del Banco Interamericano del Desarrollo (BID) organismo dedicado a reunir y difundir información sobre las ventajas de los procesos de integración económica regional. Seguidamente, los países de la subregión andina (Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela), suscribieron el llamado Acuerdo de Cartagena o Pacto Andino, que fue replanteado en 1990, con el fin de privilegiar, como Comunidad Andina (CAN), el mercado y la competitividad, e incrementar el comercio intrasubregional.
En 1975, veintiséis países dieron vida al Sistema Económico Latinoamericano (SELA), del que participó Cuba y otras naciones caribeñas, a lo cual siguió, en 1980, la constitución de la Alianza Latinoamericana de Integración y Desarrollo (ALADI) que agrupa a once naciones de América del Sur, junto con México.
Paralelamente, también en algunas subregiones, como la de los países centroamericanos, fueron creados la Organización de Estados Centroamericanos (ODECA), el Sistema de Integración Centroamericana (SICA) y el Mercado Común Centro Americano (MCCA), y en el Caribe, en 1973, la Comunidad del Caribe (CARICOM), que agrupa a catorce países y representa un avance sobre lo que inicialmente fue la Asociación de Libre Comercio del Caribe. Actualmente, trece países del CARICOM, cinco del MCCA, y cuatro que no pertenecen a ningún grupo de integración económica, crearon en 1994 la Asociación de Estados del Caribe (AEC).
Siempre con postulados preferentemente economicistas, aparecen nuevas formas de acuerdos, aunque estos se vinculan más a las estrategias norteamericanas que a propósitos de integración latinoamericana. Es el caso del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA), que incluye a México con Canadá y Estados Unidos
Como una forma de contrarrestar la fuerte presencia estadounidense en la OEA, nació a fines de 1986, y con el antecedente del llamado Grupo de Contadora (Colombia, México, Venezuela y Panamá) y su grupo de apoyo (Argentina, Brasil, Perú y Uruguay), el Grupo de Río, establecido como ”Mecanismo Permanente de Consulta y Concertación Política”. Sus pretensiones van más allá de lo económico y comercial y se extienden, como lo señaló en 1997 la XI Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno del Grupo de Río en la Declaración de Asunción, a la defensa común de principios compartidos (paz, justicia, democracia, integración y autodeterminación), así como a valores de solidaridad, equidad, diversidad e identidad cultural. Un avance sin duda en relación a proyectos anteriores.
Los proyectos en la comunicación y la cultura
En el plano institucional también se han logrado acuerdos que exceden el campo del comercio y la economía e intentan el abordaje de temas relacionados con el desarrollo desde una perspectiva regional. Entre ellos figuran los acuerdos que permitieron crear en 1964 el Parlamento Latinoamericano; en 1980 el Parlamento Andino; en 1986 el Parlamento Centroamericano; en 1989, el Parlamento Amazónico, y en 1991 la Comisión Parlamentaria Conjunta del MERCOSUR, tras lo cual se realizó en 1996, en Buenos Aires, el Primer Encuentro del Parlamento Cultural del MERCOSUR (PARCUM), proyectos y siglas que, bueno es decirlo, tienen a menudo una incidencia más formal y declarativa que real.
En el campo de la integración educativa y cultural, también existen algunas instituciones regionales, cuya aparición tuvo que ver con las acciones originarias de la UNESCO, particularmente las Declaraciones sobre Políticas Culturales (Bogotá, 1978 y México, 1982). Pero uno de sus primeros antecedentes locales fue la firma, en 1970, del Convenio Andrés Bello, destinado a promover la integración educativa, científica, tecnológica y cultural de la región. Creado por un pequeño grupo de países latinoamericanos, actualmente conforman esta institución un total de trece naciones de Iberoamérica, dentro de las cuales se incluye España.
A finales de los años ´80, los ministros de Cultura y Responsables de las Políticas Culturales acordaron en Brasilia (1989) apuntalar la integración regional en su dimensión plural, étnica, cultural y lingüística partiendo del patrimonio autóctono y las aportaciones de otras culturas. En ese sentido ratificaban una idea integracionista regional que había surgido de una reunión previa efectuada en San José de Costa Rica en 1986 donde se acordó la creación del proyecto de Sistema Iberoamericano de Integración Cultural (SIIC).
Tiempo después, en una declaración emitida en 1990, fue ratificada la inquietud de crear un Banco de Datos Culturales Latinoamericano y se aprobó la llamada “Carta de México”, en la que se afirmaba: “Los países de América Latina y el Caribe conforman una región multiétnica y pluricultural que muestra la variedad de nuestros orígenes y las peculiaridades de cada historia y sociedad. Compartimos (…) la voluntad de construir unidos un futuro de paz, democracia y bienestar y mayor equidad social”.
Pueden agregarse aquí en este campo de la cultura diversas acciones de la OEA y el INTAL en materia de cooperación multilateral, especialmente en materia educativa. Su impulso más reciente provino del Grupo de Río, cuando este organismo, en el marco de la ALADI, firmó en 1998 un Acuerdo de Alcance Parcial de Cooperación e Intercambio de Bienes en las Areas Cultural, Educacional y Científica. Precisamente, dentro del Grupo de Río tuvo lugar, en 1989, la Primera Reunión de Ministros de Cultura. En ese contexto fueron creados el Fondo Latinoamericano de las Artes y el Fondo para el Desarrollo de la Cultura, junto con la Biblioteca Popular Latinoamericana y del Caribe, los que se sumaron al Centro Regional para el Fomento del Libro (CERLALC), del que forman parte todos los países de Iberoamérica y el Caribe, incluyendo a Portugal, país que recién se adhirió en 2005.
A todas estas iniciativas y acuerdos –algunos de ellos más declarativos que efectivos- podrían agregarse otros correspondientes al sector educación, ya que los proyectos de integración en este campo fueron puestos en marcha en los años ´80 a través de Tratados y Protocolos bilaterales, y también, en las sucesivas reuniones de Ministros de Educación de América Latina y el Caribe, donde se intentó dar inicio a la coordinación de las respectivas políticas educativas nacionales con miras al nuevo milenio. Como parte de este tipo de proyectos, se destaca también la existencia de instituciones orientadas a la integración en el rubro universitario, como la Asociación de Integración Regional Universitaria (ADIRU), creada en 1990 con la participación de 9 universidades de la región.
La presencia de la Unión Europea comenzó a sentirse inicialmente a través de España poco después de su ingreso a los procesos de integración comunitaria y ella se hizo presente desde 1991, en la I Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno, que tuvo lugar en México, y de cuyas reuniones participan actualmente más de 20 Estados iberoamericanos entre los que se incluyen España y Portugal.
En ese marco se destacan los propósitos que alentaron la aprobación de la “Carta Cultural Iberoamericana”, como instrumento de integración regional llamado a convertir la cultura en uno de los ejes básicos de las relaciones actuales de cooperación internacional, “en el que la cultura cobra una importancia especial, por constituirse en espacio propicio para la integración iberoamericana que se sustenta en una base política.”
En dicha Carta –tal vez el más lúcido documento sobre la cultura y los procesos de integración en Iberoamérica- se reconocen y valoran también los programas de desarrollo cultural realizados por los organismos internacionales y mecanismos de cooperación regional y, en especial, el papel que cumple la Organización de Estados Iberoamericanos para a Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), un proyecto que nació en 1949 como Oficina de Educación Iberoamericana y que se convirtió en 1957 en un organismo intergubernamental integrado por Estados soberanos, cuyos actuales estatutos fueron acordados en 1985 en reemplazo de los anteriores.
Más recientemente, y prosiguiendo con el espíritu de cooperación e integración regional iberoamericana, se destaca la realización de las Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado y de Gobierno, integradas por “los Estados de América y Europa de lenguas española y portuguesa”. La primera de esas Cumbres tuvo lugar en Guadalajara, México, en 1991 y como producto de esa labor, fue creada en 2003, Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) como órgano permanente de las reuniones anuales de Jefes de Estado.
Lo subregional como producto de una integración regional inconclusa
El panorama antes referido da una idea más o menos aproximada de la multiplicidad habida en América Latina de acuerdos, convenios y proyectos integrativos en todos los campos del desarrollo, incluidos los de la comunicación y la cultura. También sobre la persistencia de siglas de distinto tipo y la superposición de objetivos y finalidades de cada uno de esos emprendimientos, todo lo cual indica un relativo fracaso de aquel ideario de “Patria Grande” que movió a los países de la región en el siglo XIX y en los inicios del siglo XX. Ello quedó evidenciado en sucesivas frustraciones de diversos congresos y conferencias regionales, como ocurrió con el abortado Congreso Hispanoamericano de 1826, el Congreso Bolivariano de 1882 o el de Montevideo de 1888, así como las de las Conferencias Internacionales Americanas manejadas por el “panamericanismo” estadounidense con el fin de enfrentar la concepción bolivariana de una Confederación Latinoamericana. A lo cual se agregó en el siglo XX la resignación o la complicidad con que la mayoría de las naciones de la región asistió a sucesivas agresiones de la política y las fuerzas armadas norteamericanas contra distintos movimientos reivindicativos y democráticos en Centroamérica, Caribe y América del Sur.
Sin embargo, pese a dichas frustraciones, nada indica que haya desaparecido el proyecto integracionista latinoamericano e iberoamericano. Más aún, éste ha resurgido fuertemente en la última década a partir de los cambios políticos e institucionales experimentados en países como Venezuela, Bolivia, Ecuador, Paraguay, Nicaragua y otros, y con menos radicalismo, en las tentativas de integración subregional –MERCOSUR, Centroamérica, Caribe, Comunidad Andina- como paliativo de aquella frustración. Tentativas, que bueno es señalarlo, tienen hasta el momento un horizonte más acotado, por cuanto se limitan espacialmente a lo subregional y a lograr una mayor competitividad en los mercados globales en base a finalidades básicamente economicistas. Si en la UE un ideario de integración económica y política estuvo presente en la mayor parte de las gestiones emprendidas por un capitalismo hegemónico con gran capacidad competitiva en el plano mundial, en el plano subregional latinoamericano ese ideario fue muy escaso en la mayor parte de las burguesías locales, históricamente dependientes del poder internacional de turno y la consecuente inestabilidad política e institucional que predominó a lo largo de décadas en muchos países de la región.
Según advierte Recondo, los líderes de algunos países o subregiones de América Latina aceptan una dependencia de los principales centros del poder mundial con tal de crecer económicamente a través de una supuesta competitividad que generan los bloques regionales. Una fórmula que sería algo así como mercado grande con dependencia. Es que los modelos de integración de estos tiempos no tienen demasiado que ver con los proyectos, ideas y tentativas integracionistas de las grandes figuras que llevaron a cabo la independencia regional en el siglo XIX y de quienes continuaron sus idearios. Predominan hoy la competencia y no la solidaridad; el economicismo y no la defensa de una identidad cultural compartida; la diferenciación y exclusión entre los sectores sociales y no los parámetros de igualdad y justicia que debieran regir a las naciones.
De ese modo, en la mayoría de los esquemas subregionales de integración, la dimensión cultural y comunicacional, aunque ella esté formalmente presente, no tiene un lugar destacado en las agendas de negociación de los gobiernos, limitándose las políticas culturales a cumplir con tareas burocráticas de carácter formal, más que a encarar acciones efectivas de cambio para la democratización efectiva de los medios de comunicación y el fomento de las industrias culturales de cada país.
En este sentido el proyecto de integración al que aspiran los pueblos de la región y algunas de sus nuevas dirigencias excede con creces a los acuerdos sectoriales y comerciales que puedan establecer en cada país los sectores económicos dominantes. Sin subvalorar la importancia de estos acuerdos cualquier ideario realmente integracionista ha de poner en primer término propósitos tales como la paz, la independencia, la justicia social, el respeto a las identidades culturales, el desarrollo integral. Porque, habría que recordarlo, la integración nunca es un fin en sí misma ya que ser así ella se agotaría en su mera realización. Para que cumpla sus finalidades esenciales debería ser formulada “desde adentro” y convenida “desde abajo” con la participación de todos, antes que estar marcada por un “desde arriba” o un “desde afuera”. Aquí se recupera parte de la visión política del pensador peruano José Carlos Mariátegui cuando proclamaba: “Hispanoamérica, Latinoamérica, o como se prefiera, no encontrará su unidad en el orden burgués. Ese orden nos divide, forzosamente, en pequeños nacionalismos. Los únicos que trabajamos para la comunidad de nuestros pueblos somos, en verdad, los revolucionarios (…) El porvenir de América Latina es socialista”.
El MERCOSUR y América Latina
En este esbozo descriptivo de la situación regional cabría agregar la situación específica del espacio mercosureño. Este comprende a los llamados Países Miembros que son los que suscribieron en 1991 el Tratado de Asunción (Paraguay) –Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay- y acordaron las bases para la creación de un Mercado Común, ratificadas tres años después con el Protocolo firmado en Ouro Preto, Brasil, en diciembre de 1994. Allí se delinearon sus aspectos institucionales (“Protocolo Adicional al Tratado de Asunción sobre la Estructura Institucional del MERCOSUR”), que desde un punto de vista jurídico-económico servirían para conformar una estructura intergubernamental con personalidad jurídica de derecho internacional.
La dimensión económica y social de este proyecto de integración –sin incluir a Venezuela, país que gestionó su incorporación como Estado Pleno en diciembre de 2005 – se traduce en una superficie de casi 14 millones de km2., una población estimada en alrededor de 250 millones de personas, un PIB calculado para el año 2000 en algo más de 980 mil millones de dólares y una PEA de 86 millones de personas. Lo que representó en el momento de su creación más de la mitad del territorio, la población y los recursos de América Latina y el Caribe.
Entre los órganos de naturaleza intergubernamental establecidos en el Tratado de Asunción y mantenidos como parte de un sistema de toma de decisiones por consenso, figuran el Consejo Mercado Común (CMC) como órgano político superior; el Grupo Mercado Común (GMC) como órgano ejecutivo; la Comisión de Comercio del MERCOSUR (CCM) órgano de acompañamiento de implementación de la unión aduanera; la Comisión Parlamentaria Conjunta (CPC), en representación de los parlamentos nacionales en el proceso de integración, y un Foro Consultivo Económico Social, en representación de los sectores económicos y sociales.
El tema de la cultura en las gestiones de integración apareció por primera vez, aunque muy tímidamente, en julio de 1991, durante la Reunión Preparatoria sobre la “Dimensión Cultural y Educativa del MERCOSUR”, donde se iniciaron tratativas para la creación de la Reunión Especializada en Cultura, dentro de la estructura institucional del MERCOSUR, y cuyo primer tratamiento tuvo lugar a finales de 1992, en la Reunión del GMC que tuvo lugar en ese año.
En 1995 se llevó a cabo en Buenos Aires la Primera Reunión Especializada en Cultura y allí se designaron siete Comisiones Técnicas para tratar diversos aspectos de la cultura subregional. Una segunda Reunión se llevó a cabo en ese mismo año, en Asunción, Paraguay, y en la misma se propuso que la Reunión Especializada en Cultura se transformase en Reunión de Ministros de Cultura, jerarquizando su rol en el interior de la estructura institucional y haciendo coincidir sus reuniones con las del Consejo del Mercado Común. A partir de ese momento se inició una sucesión de encuentros periódicos a través de los cuales comenzó a tratarse, aunque sin demasiada claridad del tema, la situación de las industrias culturales y en particular la del cine y el audiovisual.
En la reunión de Jefes de Estado del MERCOSUR que se llevó a cabo en la ciudad de Fortaleza, Brasil, a finales de 1996, y que contó con la participación del CMC, se aprobó la creación del sello “MERCOSUR Cultural” al mismo tiempo que fue suscrito el “Protocolo de Integración Cultural del MERCOSUR”. Este documento reafirmó la voluntad de un proceso de integración que trascendiese el plano comercial y formalizó la decisión de los Estados Miembros de facilitar la creación de espacios culturales, priorizando la coproducción de aquellas acciones culturales que expresen las tradiciones históricas, los valores comunes y las diversidades de los países miembros del MERCOSUR.
El Protocolo señaló algunas finalidades que se preveían para el sector. “Las acciones culturales contemplarán, entre otras iniciativas, el intercambio de artistas, escritores, investigadores, grupos artísticos e integrantes de entidades públicas o privadas vinculadas a los diferentes sectores de la cultura. Favorecerán producciones de cine, video, televisión, radio y multimedia, bajo el régimen de coproducción y codistribución, abarcando todas las manifestaciones culturales. Promoverán la formación común de recursos humanos involucrados en la acción cultural. Promoverán la investigación de temas históricos y culturales comunes, incluyendo aspectos contemporáneos de la vida cultural de sus pueblos, de modo que los resultados de las investigaciones puedan servir como aporte para la definición de iniciativas culturales conjuntas. Impulsarán la cooperación entre sus respectivos archivos históricos, bibliotecas, museos e instituciones responsables de la preservación del patrimonio cultural, con el fin de armonizar los criterios relativos a la clasificación, catalogación y preservación, con el objeto de crear un registro del patrimonio histórico y cultural de los Estados Partes del MERCOSUR. Recomiendan la utilización de un Banco de Datos común informatizado, confeccionado en el ámbito del Sistema de Información Cultural de América Latina y del Caribe (SICLAC), que contenga calendarios de actividades culturales diversas y un relevamiento de los recursos humanos e infraestructuras disponibles en todos los Estados Parte.”
A este proceso se sumó además la labor de los grupos parlamentarios de los países de la región, los que constituyeron en 1995 el PARCUM (Parlamento Cultural del MERCOSUR), dentro de cuyos objetivos figuraba también el tratamiento de algunos temas culturales.
Pese a estas intencionalidades, la práctica concreta de los acuerdos en el sector cultura, se han limitado a algunas acciones en materia, por ejemplo, de preservación y restauración del patrimonio cultural; intercambio de escritores y artistas; cursos de capacitación en gestión cultural; muestras y espectáculos culturales en espacios fronterizos; listados de restricciones arancelarias y no arancelarias que afectan el intercambio comercial y cultural; creación de un foro cultural subregional comenzando por las industrias del libro y el disco; acciones contra la piratería; encuentros entre autores, empresarios y gestores de algunas industrias culturales; solicitudes de asistencia técnica y financiera internacional para proyectos culturales; realización de algunos estudios de la legislación cultural comparada; adopción de un logotipo para el MERCOSUR Cultural.
Un campo sobre el que han existido mayores coincidencias en los últimos encuentros de Ministros y Responsables de Cultura ha sido el de las industrias culturales, claramente relegadas en la labor inicial de las comisiones técnicas. Se destacó en este sentido la aprobación en el año 2000 del primer estudio que tuvo lugar en América Latina sobre la dimensión económica y las políticas públicas de las industrias culturales en la subregión, el que contó con apoyo del GMC y de la OEA y que se adelantó a los valiosos trabajos emprendidos poco después sobre este tema por el CAB en Colombia y en varios países andinos.
La industria del cine y el audiovisual también encontró un importante respaldo por parte del GMC con la creación de la RECAM (Reunión Especializada de Autoridades Cinematográficas y Audiovisuales del MERCOSUR), un proyecto que tiene como propósito mayor fomentar los intercambios y la integración de las cinematografías locales y tender a superar las asimetrías existentes entre países grandes como Brasil y Argen tino y pequeños, como Uruguay y Paraguay. Este proyecto, único en su género en el sector cultural a escala subregional tuvo como antecedente la existencia de la Conferencia de Autoridades Audiovisuales y Cinematográficas Iberoamericanas (CAACI), organismo creado en Caracas, en1989, con la participación de los responsables cinematográficos nacionales de América Latina y el Caribe –y un menor compromiso por parte de España y Portugal- y del que surgirían los Acuerdos de Integración, Mercado Común y Coproducción Cinematográfica Iberoamericana, aprobados con fuerza de ley por los Parlamentos de más de una decena de países latinoamericanos. Precisamente, en el Artículo 1° del “Convenio de Integración Cinematográfica Iberoamericana”, el único acordado inicialmente con España, los países firmantes se comprometieron a “contribuir al desarrollo de la cinematografía dentro del espacio audiovisual de los países iberoamericanos y a la integración de los referidos países mediante una participación equitativa en la actividad cinematográfica regional”.
La primera decisión intergubernamental para la creación de la RECAM fue adoptada por el Grupo Mercado Común en Montevideo, en diciembre de 2003, invocando tratados y protocolos previos y considerando “la conveniencia de establecer un foro destinado al análisis y desarrollo de mecanismos de promoción e intercambio de la producción y distribución de los bienes, servicios y personal técnico y artístico relacionados con la industria cinematográfica y audiovisual en el ámbito del MERCOSUR”.
De esa manera, el GMC acordó “crear la Reunión Especializada de Autoridades Cinematográficas y Audiovisuales (RECAM), con la finalidad de analizar, desarrollar e implementar mecanismos destinados a promover la complementación e integración de dichas industrias en la región, la armonización de políticas públicas del sector, la promoción de la libre circulación de bienes y servicios cinematográficos en la región y la armonización de los aspectos legislativos”.
Tras esta decisión del GMC, se llevó a cabo en Mar del Plata, en marzo de 2004, la primera Reunión de la RECAM, participando de la misma las delegaciones de Argentina, Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia y Chile. Allí se acordó “priorizar los principios de solidaridad, reciprocidad y complementariedad en las relaciones entre todos sus miembros, poniendo énfasis en reducir las asimetrías que afectan al sector, disponiendo para ello tratamientos especiales para la coproducción y codistribución que favorezcan a los países de menor desarrollo en la región”. Asimismo se señaló “como un objetivo fundamental la formación de público a través de programas de producción y distribución de películas dedicadas a la infancia, juventud y adolescencia; así como la enseñanza del lenguaje audiovisual en la educación formal de los países miembros”.
Entre 2004 y 2008 se llevaron a cabo diversas reuniones de las autoridades de la RECAM en las que se avanzó también en la creación del OMA (Observatorio MERCOSUR Audiovisual), cuya puesta en marcha se efectuó a finales de 2004, convirtiendo a este sistema de información subregional en el único de ese carácter que existió efectivamente en América Latina desde ese año hasta fines de 2007.
Más recientemente, la instalación en la Secretaría de Cultura de la Nación de Argentina de un Laboratorio de Industrias Culturales, avanzó aún más en la línea de estudios sobre la dimensión económica del sector, dando paso a la creación del llamado Sistema de Información Cultural Argentina (SINCA) y al inicio del procesamiento de información cultural entre los países del MERCOSUR, una labor que hasta ese momento había sido encarada para el conjunto del espacio iberoamericano por el CAB, la OEI, la AECI y el Ministerio de Cultura de España. Sin embargo, la iniciativa de los ministros de Cultura mercosureños de poner en marcha un proyecto de Sistema de Información Cultural MERCOSUR (SICSUR) llevó a convocar en Caracas, en octubre de 2008, un Seminario subregional con funcionarios de dichos organismos donde fue presentado un primer estudio sobre el Comercio Exterior de Bienes Culturales en América del Sur, del que participaron Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Perú, Uruguay y Venezuela.
Tal vez esta dinámica en el terreno de las industrias audiovisuales pudo ser vista en otros países de Iberoamérica como parte de una iniciativa subregional, un tanto aislada y competitiva, no discutida ni consensuada con el resto de la región, pese a que la misma sólo estuvo orientada a instalar modelos referenciales de trabajo de cuyos resultados podrían apropiarse aquellos. Un proyecto de complementación y refuerzo, más que de sustitución o aislamiento, ya que intenta aportar desde lo subregional a lo regional y se inscribe en la tentativa de reactualizar el ideario integracionista latinoamericano –y por extensión, iberoamericano- tal como lo prueban las relaciones fluidas entre la RECAM y la CAACI y las de los Ministros de Cultura de la región, en cuya creciente articulación institucional inciden cada vez más los recientes acuerdos intergubernamentales de la Unión Sudamericana de Naciones (UNASUR), la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), el Grupo de Río y la flamante Cubre de América Latina y el Caribe (CALC) cuyo primer encuentro tuvo lugar en Brasil, en diciembre de 2008.
Acuerdos que forman parte de un auspicioso proceso en el cual se explican los avances dados en materia de cooperación intrarregional, no sólo como ya se ha dicho para el cine y los sistemas de información cultural, sino también para iniciativas comunicacionales de alcance latinoamericano, como son las de Telesur, un sistema televisivo regional con base en Caracas, y Televisión de América Latina (TAL) cuya presidencia la tenía a finales de 2008 quien fuera Secretario del Audiovisual en Brasil en años precedentes.
Las relaciones del MERCOSUR y la Unión Europea
En lo que concierne a las relaciones entre el MERCOSUR y la Unión Europea, ellas son de fecha mucho más reciente que las que han tenido lugar entre el proyecto mercosureño y los otros proyectos de integración regional.
A diferencia de lo que une desde hace siglos a los países MERCOSUR con los de toda América Latina y el Caribe –memoria histórica, lenguas compartidas, culturas afines, proyectos semejantes- las relaciones con Europa han estado marcadas históricamente por la tensión, cuando no por abiertos enfrentamientos. Basta recordar las políticas coloniales, el exterminio de las poblaciones originarias, los regímenes genocidas de la esclavitud, y, consecuente, la apropiación y el saqueo de los recursos básicos de la región. A lo cual se sumaron en los últimos tiempos políticas y estrategias destinadas a competir con el hegemonismo económico estadounidense presente en muchos países latinoamericanos, aunque con las mismas finalidades de aquel y sin ningún otro beneficio constatable –al menos hasta el momento- para la región.
Esto explica el interés prioritario cuando no excluyente que han tenido la economía, los aranceles y los mercados en todo lo que estuvo presente en las negociaciones de la UE y el MERCOSUR. Las gestiones realizadas entre ambas agrupaciones regionales para definir un marco negociador se plantearon en 1994, durante una reunión de Cancilleres de ambas regiones, al cabo de dos años de haberse formalizado un primer convenio de cooperación. La finalidad principal de las mismas era la de evaluar la posibilidad de conformar una zona de libre comercio los países europeos y los latinoamericanos, con especial atención a los mercosureños, considerando la importancia estratégica que los mismos habían comenzado a tener en el conjunto de la región.
Dos acontecimientos contribuyeron a delinear las opciones de la Comisión en sus relaciones iniciales con América Latina: la incorporación de México al proceso de integración en América del Norte, y el inicio de negociaciones para la creación de un Área de Libre Comercio de las Américas en la Cumbre de Miami en 1994. La opción posterior por el MERCOSUR fue producto de varias circunstancias que en definitiva llevaron a la conclusión de un Acuerdo Marco Intrarregional: la crisis de México, las definiciones en el MERCOSUR en materia del Arancel Externo Común, y la aprobación del Protocolo de Ouro Preto con la adopción de la estructura orgánica y de toma de decisiones.
Según el experto uruguayo Lincoln Bizzozero, de cuyas apreciaciones nos valdremos especialmente en estas notas, la perspectiva del MERCOSUR en el tratamiento de estos acuerdos estuvo orientada, en primer término, a lograr el desbloqueo del tema comercial, específicamente el agrícola, con vistas a fortalecer los mercados ampliados regionales. En segundo lugar se trataba de asegurar la continuidad en la construcción de diferentes canales de asociación entre empresarios con vistas a inversiones estratégicas propulsoras de desarrollos regionales articulados. Y como tercera prioridad, la asociación estratégica con la UE importaba en términos de la transición del sistema internacional, y sobre todo del impulso de lógicas cooperativas en ámbitos internacionales y multilaterales. Sólo en un cuarto nivel se trató de la cooperación existente en distintos canales entre actores políticos y sociales y diferentes asociaciones civiles, que otorgan una lógica democrática y plural de valores y especificidades culturales.
“Desde la perspectiva europea, las diferencias existentes en la toma de decisión dificultaron las posibilidades de una interacción positiva. De todas formas, la posibilidad de concretar las bases de la negociación para una asociación interregional resultaba relevante para el MERCOSUR y para la UE por varios ejes de referencia. En primer lugar, en lo que concierne a la posibilidad de contribuir al establecimiento de una alianza estratégica fundada sobre la identidad de temas en que existen posiciones convergentes, lo cual posibilitaría las negociaciones concertadas en el escenario internacional sobre temas específicos (paz y seguridad, derechos humanos). En segundo término, la asociación interregional contribuiría a la promoción de diferentes modelos de desarrollo sostenible que apoyaría la posibilidad de gestar un pluralismo de regiones con una inserción competitiva en el sistema internacional. Finalmente, el diálogo entre las dos asociaciones permitiría integrar las instancias representativas de las sociedades civiles y con ello marcar la diferencia con otros procesos y regímenes”.
El objetivo principal del Acuerdo Marco Interregional de Cooperación UE-MERCOSUR suscrito en 1995 fue el fortalecimiento de las relaciones existentes y la preparación de las condiciones para la creación de una Asociación Interregional, que deberá tener en cuenta la liberalización del comercio de bienes y servicios, y también sentar las bases para una cooperación y un diálogo político más profundos. Después de tres años de trabajo preparatorio entre la Comisión Europea y MERCOSUR, a mediados de 1998 la Comisión Europea presento a los Estados Miembros de la UE una propuesta de mandato de negociación para un Acuerdo de Asociación Interregional con MERCOSUR, el que fue presentado en junio de 1999 en la Cumbre de Río de Janeiro, en la Reunión que tuvo lugar entre los El mandato negociador de la UE fue aprobado formalmente por el Consejo de la UE en 1999. En este mandato se ordenaba a la Comisión Europea iniciar negociaciones sobre aspectos no arancelarios de inmediato, sobre aranceles y servicios en julio de 2001 y entretanto mantener un dialogo con el MERCOSUR sobre aranceles, servicios, agricultura y otros, en vista de la ronda OMC.
De ese modo, recién a partir del año 2000 se inició una sucesión de rondas negociadoras en ciudades del MERCOSUR y de la UE. La primera de la cual se llevó a cabo en Buenos Aires en abril de ese año, cuando Argentina tenía la presidencia pro tempore del MERCOSUR. Durante la misma se establecieron tres Grupos Técnicos de trabajo, ocupados exclusivamente de aspectos comerciales y arancelarios, así como de intercambio de información, según los sectores que corresponderían a cada uno de ellos.
El tema cultural y comunicacional estuvo prácticamente ausente en el conjunto de esas negociaciones, aunque se observan algunos avances en ese sentido. Tras cuatro años de gestiones por parte del GMC y la RECAM, la Comisión Europea aprobó un proyecto de cooperación presentado desde el MERCOSUR por la RECAM estimado en 1,5 millones de euros, con el fin de "incrementar el conocimiento y la conciencia de la identidad regional y el proceso de integración a través de la ayuda al sector cinematográfico y audiovisual" y "apoyar el desarrollo, distribución, accesibilidad y promoción del trabajo audiovisual del Mercosur."
No se trata simplemente de apoyo financiero para desarrollar programas sino, principalmente, de generar sinergias y estrategias entre ambos bloques para intercambios efectivos entre las cinematografías de ambas regiones. La cooperación estaría orientada a: Consolidar o crear centros regionales para la producción audiovisual; desarrollar estudios, datos relevantes y políticas comunes relativas a acti vidades audiovisuales a través de Observatorio Audiovisual del MERCOSUR; apoyar actividades de formación destinadas a profesionales del sector audiovisual; ayudar al sector para el desarrollo y producción de proyectos con claros contenidos y valores relacionados con la región. Sin embargo, pese a que esta cooperación estaba comprometida todavía no existían señales claras a finales de 2008 para el inicio de su ejecución.
Pese a las limitaciones aún existentes en materia de cooperación cultural y comunicacional entre la UE y el MERCOSUR, debe señalarse que dicha cooperación ha tenido lugar en las últimas décadas a través de acuerdos y convenios bilaterales suscritos por diversos países de la región con naciones europeas. Se destacan en este sentido los efectuados con España, país que a su vez ha incrementado en los últimos años su presencia a escala iberoamericana, lo que está presente no sólo en la SEGIB y en las Cumbres de Jefes de estado, sino en programas de cooperación como son los de la OEI, la AECID, el CAB, los programas ACERCA, Ibermedia e Iberescena, el CERLALC, Televisión Educativa Iberoamericana, el ADAI (Apoyo al Desarrollo de Archivos Iberoamericanos), la red de Centros Culturales, y la labor de distintas fundaciones estatales como Carolina y Cervantes.
No es que en otros países europeos se carezca de programas de intercambio y cooperación cultural, técnica y científica –en este sentido, casi todos los países de América Latina han firmado acuerdos con la mayor parte de las naciones europeas- pero ellos no han alcanzado aún el mismo nivel de importancia y efectividad que los que fueron suscritos con España. A ello contribuye sin duda una raíz histórica y cultural, así como al mestizaje que se ha producido en muchos países de la región con motivo de sucesivas intercambios migratorios –décadas atrás de España e Italia hacia América Latina- y últimamente entre esta región y España y otras naciones europeas.
Volviendo a los inicios
La existencia del MERCOSUR como proyecto subregional representa una alternativa estratégica en el proceso de integración latinoamericana en la medida que ha probado su posibilidad articular algunos programas y actividades culturales, respetuosas de la diversidad y de los procesos identitarios de cada país, los que antes que competir con los de otras subregiones del Continente, aportan a una experiencia regional cada vez más compartida.
En este punto, también cabe subrayar que no se trata de integrar las diversidades y los imaginarios que son propios de cada cultura, tanto en el plano regional como en el interior de muchos países, sino de advertir que todo proyecto de construcción de una conciencia identitaria colectiva puede ser frustrado cuando la unidad nacional y regional no se concretan. Esto hace de un proyecto de integración el deber ser del porvenir político y económico latinoamericano, de igual modo que el ser efectivo y diferenciado de cada pueblo, cuando es respetuoso de las otras identidades, puede contribuir en términos decisorios al encuentro y al diálogo democrático de culturas –y no a su disolución- posibilitando la unidad buscada en lo político-institucional y en lo económico.
Tal ideario parece haberse reactivado en los últimos años con los cambios políticos y las nuevas emergencias sociales aparecidas en algunos países de la región, tanto en América del Sur como en Centroamérica. Destaquemos un solo ejemplo. En diciembre de 2008, más de treinta naciones y países de América Latina y el Caribe –al margen de cualquier ingerencia de Estados Unidos y la Unión Europea- comenzaron a dialogar sobre nuevos acuerdos en la llamada Cumbre de América Latina y el Caribe (CALC), los que exceden el interés meramente económico e implicarían aspiraciones más ambiciosas en lo político y lo sociocultural.
Es sin duda un hecho histórico, reclamado desde hace más de 200 años, y en él tienden a confluir por primera vez proyectos, programas y organismos intergubernamentales, como MERCOSUR, Comunidad Andina, CARICOM, UNASUR y el Grupo de Río. Aparece así la renovada posibilidad de entramado entre las distintas subregiones latinoamericanas y en ello podría afirmarse de nuevo el sueño de “Nuestra América” como “unidad de la diversidad”, en una región política y económicamente integrada, el mismo que movilizó a muchos pueblos de la región entre los siglos XIX y XX y que hoy es más necesaria que entonces dado los tiempos que corren, caracterizados como nunca por la globalización y los continentalismos.
Sin embargo, pese al optimismo que renace en las gestiones de integración y desarrollo regional, las acechanzas que históricamente ha vivido América Latina para impedir su existencia como “nación de repúblicas” siguen en pie, y obligarán a redoblar esfuerzos si se pretende cumplir con esas viejas y, a la vez, renovadas aspiraciones.
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