sábado, 12 de junio de 2010

LA NOSTALGIA COMO ANTICIPO

Por Octavio Getino

La gente nunca deja de participar políticamente cuando participa culturalmente. La intención no es abandonar la visión política, sino ejercitar esa visión política en la práctica cultural.

NELSON PEREIRA DOS SANTOS

Hablar de la obra de Nelson Pereira dos Santos es apelar, antes que nada, a la memoria. Pulsemos entonces el rewind, seleccionando dos o tres escenas, algunas reflexiones y una que otra anécdota. El primer stop pone en pantalla imágenes de los años 60. Entonces apenas comenzábamos a formar parte de pequeños grupos de estudiantes de cine, autoconvocados en gran media en la única aula del único centro formativo que existía en Buenos aires – la Asociación de Cine Experimental- y también amuchados en las recordadas proyecciones que daba el Lorraine o el Cine Club Núcleo. Formación que se reforzaba, como natural hilo de continuidad, en los acalorados devaneos teóricos y críticos junto a la mesa de alguna cafetería céntrica.

En estos primeros escarceos alrededor del cine, conocíamos mucho de la producción europea –neorrealismo, realismo crítico, nouvelle vague, cine soviético y polaco, free cinema, y agnosticismo sueco- y poco y nada de la iberoamericana –apenas Buñuel, Bardem, Berlanga y Saura y algunos cortometrajes cubanos difundidos clandestinamente. Menos aún sabíamos de la originada en Brasil, ese hermano gigante con quien teníamos, igual que seguimos teniendo, cientos de kilómetros de frontera compartida. Ignorábamos casi por completo que, en 1955, cuando aquí comenzaban a insinuarse los primeros filmes del bien o mal llamado nuevo cine argentino-, Pereira dos Santos había realizado Río, 40 graus, guía e inspiración de lo que sería luego el cinema novo brasileño. Un filme que, por otra parte, nunca pudimos ver en ese entonces ni en el Lorraine ni en ninguna otra sala de Buenos Aires.

Habíamos apreciado, sin embargo, a mediados de los 50, gracias al éxito que había obtenido en Cannes, O cangaceiro, de Bruno Barreto, aquel filme calificado de exótico por algunos detractores, pero sorpresivo y novedoso para quienes, como uno, encontraba en sus imágenes escenarios y personajes no menos fabuladores que los que producía con gran éxito la industria hollywoodense o la de otras partes del mundo. Luego, la gente de la escuela de Santa Fe, con Pallero, Gramaglia y Dolly Pussi a la cabeza, nos facilitó cuatro documentales –con los cuales habían participado en Brasil- y que, quienes integraríamos poco después los grupos de Cine Liberación, comenzamos a difundir allí donde podíamos. Las imágenes de la cultura y la sociedad brasileña se renovaron así ante nuestros ojos, con Viramundo, de Geraldo Sarno, Memoria do cangazo, de Paulo Gil Soares, Os suterráneos do futebol, de Maurice Capovilla y Nossa escola de samba, del argentino Manuel Horacio Jiménez, que había sido asistente de Fernando Birri en Los inundados y en alguno de sus cortometrajes.

Muy poco después, accedimos a O pagador de promesas, de Anselmo Duarte, y a Deus e o diablo na terra do sol, el filme de Glauber Rocha que nos conmovió hasta los tuétanos. Fue precisamente en esa especie de epifanía de las imágenes del país hermano –acompañada de sus teorías sobre el cine- que tuve el privilegio de asistir a una de las primeras proyecciones de Vidas secas, la primera obra de Nelson que se difundió en nuestro país.

Por eso, rendir homenaje a una de las figuras más importantes del cine latinoamericano, como es Pereira dos Santos, es hacerlo también al contexto cultural y cinematográfico que, de una u otra forma e incluso sin saberlo demasiado, compartíamos en aquellos años. Es apelar, además, a la nostalgia. Lo cual no sólo es bueno y saludable en nuestros días, sino también, maravilloso. Entiéndase: hablo de la nostalgia, no de la melancolía que corresponde tal vez al campo de la medicina. Y al hacerlo estoy mentando ese don básico de toda identidad cultural que refuerza desde el pasado nuestra autoconfianza -–inducida por una imagen, un gesto, el rumor de algo, la melodía casi olvidada, lo que sea- recreando nuestras ideas y emociones en función de lo que deseamos emprender. La nostalgia no nos empuja hacia el pasado. Por el contrario, se apropia de las parcelas más apreciadas del mismo, aquellas que se han vuelto inolvidables hasta en nuestras más íntimas percepciones, para cementar la identidad individual o colectiva, no del ser, como categoría de lo estático, sino del estar siendo, propio de lo deseado y necesario para el cambio.

Tengo, confieso, una profunda nostalgia por lo que Pereira dos Santos, como una de las expresiones máximas del cinema novo, comenzó a construir a mediados de los 50 y que abarcó tres circunstancias que el cine latinoamericano, con honrosas excepciones, ha ido perdiendo en las últimas décadas. Me refiero a la producción de obras articuladas con los problemas socioculturales de su tiempo; la reformulación de la narrativa y la poética fílmica desde la cultura local, junto con los cambios experimentados en el cine y la cultura universal, y la participación activa en los movimientos orientados a la creación de una industria nacional, sin la cual, la continuidad de la producción y el mejoramiento de la calidad de las obras se verían gravemente afectados. Nelson fue y todavía es un claro referente de estos tres requisitos.

Pulso nuevamente el play de la memoria y aparece mi primer encuentro con Vidas secas, y con las renovadas imágenes de Fabiano y su familia desahuciada buscando míticos horizontes. Recuerdo aún la enceguecedora fuerza de aquel sol abrasante, el del sertáo, seguramente distinto al de otros lugares, su luz implacable y distintiva que, según Luis Carlos Barreto, fotógrafo y productor del film, podía ser calificada de luz nacional. Ninguna trilha sonora acompañaba el éxodo de la familia. Lo hacía sólo el rechinar de la carreta de bueyes, los mudos gestos, y alguno que otro diálogo seco, tan seco como la propia tierra nordestina.

Glauber, el gran analista del fenómeno de la despersonalización cultural, marcó en su momento las claras diferencias entre la mirada de Nelson y la que hubiera tenido un filme moldeado por lo que él llamaba “cine populista”, entendido como el que se limitaba a copiar los códigos del cine norteamericano. Un film trabajado en esos códigos, decía Glauber “habría mostrado a Fabiano cantando sus xaxado junto al fuego, creando una subliteratura en torno a un puñado de hierba. Al final Fabiano hubiese matado al soldado-policía y la gruñona sinhá Vitoria estaría también muerta. Fabiano, después de haber recibido un pedazo de tierra de la reforma agraria, se habría caso con la bella campesina y plantado su huertecillo junto a la presa de la SUDENE, la organización estatal para el saneamiento del nordeste de Brasil”.

Porque lo que Nelson narraba no era, principalmente, el problema de la seca, sino el de la injusta distribución de la tierra y el de su apropiación por parte de quienes, en el mejor de los casos, contrataba a la familia campesina, bajo la mirada vigilante del policía del lugar, para cuidar su ganado. Así al menos percibí la historia que el cineasta contaba, con un estilo despojado de recursos innecesarios –algo así como una estética de la seca- capitalizando y reformulando la herencia de las mejores obras del neorrealismo italiano (La terra trema, Ladrones de bicicletas, Paisá, etc.) o del realismo crítico latinoamericano (Las aguas bajan turbias, Los olvidados, Los inundados, etc.) incorporando a la vez una mirada personal e intransferible destinada a denunciar la situación del pueblo nordestino. Como él sostenía casi cuatro décadas atrás: “Isto significava náo contar com a intermediacáo do capital para se fazer um cinema nacional: “o autor e a realidade”, “o seu póvo como artista”…”

Aunque la labor de Pereira dos Santos y del cinema novo coexistieron en sus primeros años con las movilizaciones reivindicativas de las, para nosotros, eran las míticas “ligas agrarias”, sus obras fueron también un claro anticipo de la historia brasileña. Con su tozuda resistencia a la exclusión a la que parecen condenarlo la naturaleza y los senhores da terra, Fabiano, y con él, Nelson, se anticiparon, en años, a los tiempos en que millares de familias campesinas alzaron las pancartas de los sem terra, tan parecidas a los piqueteros de nuestro país, los sin trabajo, los sin ocupación, excluidos como aquellos y movilizados de igual manera para dejar de ser lo que son. Es decir, para estar siendo. El Brasil de este nuevo siglo que ahora comienza, al igual que buena parte de la sociedad argentina, testimonia de manera dramática y conmovedora esa voluntad y esa confianza.

Pero la voluntad y la necesidad de cambio que aparecen en las imágenes de Vidas secas, se acompañan también de un enfoque semejante sobre el quehacer del productor y del realizador cinematográfico e instala una nueva mirada para encarar críticamente las estructuras mismas de la industria y el mercado del cine.

Refiriéndose a la experiencia de su primer largometraje, Río, 40 graus, punto de partida para un proyecto integral de cambio, Pereira dos Santos hace también rewind y explica: “A pretensáo, o objetivo de (este filme) era exatamente romper com as barreiras e preconceitos que existian no comportamento cultural cinematográfico. Fizemos entáo um grupo porque náo havia um productor para financiá-lo. Acabamos fazendo o filme em regimen de cooperativa: cada um entrava com o trábalo e com o capital, fizemos una grande cooperativa, en regime de cotas de participacáo. O filme teve um sucesso policial muito grande, foi prohibido, inclusive um sucesso razoável de critica e foi mais ou menos bem en bilheteria”.

El proyecto de esos años se orienta a la confluencia de voluntades y capacidades, más que al mero trabajo personal, sin por ello renunciar a la individualidad de las miradas en cuanto a la narrativa o a la poética de cada obra. En ese movimiento cultural convergen teóricos y críticos, productores independientes y sobre todo, realizadores que, inspirados en los aportes de la literatura nacional –como los de Jorge Amado y Graciliano Ramos- ejercitan una lúcida crítica de la vida social y cultural del país.

“Era un grupo enorme –recuerda Pereira dos Santos- de formacao universitaria querendo fazer cinema mas que náo foie a formula da Vera Cruz, que propunha o modelo hollywoodiano de producáo de visáo nda realidade. A grande producao da Vera Cruz (un ambicioso proyecto empresarial según el modelo de los grandes estudios hollywoodenses, argentinos y mexicanos) era baseada no conceito de que cinema era um produto industrial que podia ser feito em cualquer clima, com a mesma fórmula, tanto fazendo o diretor ser brasileiro ou italiano: o que importa é a técnica. Nós tinhamos uma posicáo definida e aberta contra essa forma de se fazer cinema”.

El dominio del mercado local por parte de los monopolios extranjeros, con su directa incidencia en lo que el crítico Alex Viany definía como “processo sistemático de despersonalizacao nacional” hacía reunir las voluntades de directores, productores y técnicos, en encuentros realmente históricos para el cine brasileño. Uno de ellos fue, por ejemplo, el I Congresso Nacional do Cinema Brasileiro que tuvo lugar en 1952 y entre cuyas resoluciones figuraban, la “reafirmación de la utilización de temas e historias nacionales en la elaboración de los filmes brasileños, la recomendación de crear, con urgencia, una Escuela Nacional de Cine, y la denuncia de todos los tratados o convenios que dieran preferencia a determinados países en detrimentos de otros, en la importación de películas en Brasil”.

En coincidencia con esa mirada crítica sobre el modelo de producción hegemónico, grupos de cineastas, críticos y productores se diferenciaron pronto del cine local de visión meramente industrialista a la manera hollywoodense. El trabajo mancomunado, con intercambio de roles, apareció desde un inicio en muchas de las producciones de los nuevos realizadores. Una de ellas fue, precisamente, Cinco veces favela, donde coincidieron, en 1962, los episodios de Miguel Borges, Carlos “Cacá” Diegues, León Hirszman, Joaquin Pedro y Marcos Farías, de los que participaron también, como responsables del montaje, el propio Pereira dos Santos y Ruy Guerra.

Esta visión crítica de la realidad social y a la vez crítica también de las estructuras y las práctica habituales del cine local, fue lo que contribuyó a la aparición del cinema novo, marcado tanto por la diversidad de miradas, como por la coincidencia en una cultura de caráter nacional que fuera capaz de proyectarse además sobre el mundo, pero a partir del tratamiento de los grandes temas brasileños y de las poéticas personales que fueran congruentes con los mismos. Este fue sin duda nuestro segundo encuentro con la obra de Nelson y con la del cinema novo. Ya no se trataba para nosotros de apreciar solamente sus películas, o de proponernos hacer cine de calidad en abstracto, ni siquiera de guiarnos por criterios de carácter político o social, sino de cuestionarnos al mismo tiempo las estructuras y las prácticas mismas del cine en el mismo sentido que comenzaban a hacerlo otros cineastas del continente. Labor que, además, mostraba las falencias de la labor meramente individual y exigía de acciones mancomunadas –obligando a menudo al cambio de roles en el equipo realizador- promoviendo la formación de grupos y colectivos, caracterizados, esto sí, por una mirada compartida tanto del cine como de la realidad nacional.

En su Revisáo crítica do cinema brasileiro, Glauber Rocha, sostenía en 1963, en momentos donde la mayor parte de los cineastas de la región –excepto la cubana- deambulaban de un lado a otro buscando algún crédito o subsidio para producir sus películas personales: “Tudo é muito claro: o que se precisa é a uniáo dos independentes contra o trust americano –a primeira batalha foi interna, contra a chanchada. A segunda é mayor, é uma luta igual ás outras da industria brasileira, e mais do que nunca, agora, este instrumento fundamental no desenvolvimento cultural e no amadurecimiento político de um povo necesita da legenda: “o cinema é nosso”, como no caso do petróleo… O cinema é mais do que a imprensa, a forca das idéias novas no Brasil; as idéias de independencia económica, política e cultural da exploracáo imperialista”

Estas ideas sólo tenían como antecedente en nuestro país las conclusiones a que había llegado la Escuela Documental de Santa Fe por boca de Fernando Birri: “Ponerse frente a la realidad con una cámara y documentarla, documentar el subdesarrollo. El cine que se haga cómplice de ese subdesarrollo, es subcine”. Faltaban sin embargo algunos años para que en otros países de América Latina algunos cineastas comenzaran a poner en marcha grupos operativos de trabajo, con ideas y basamentos muy cercanos a los del cinema novo, aunque diferenciados a la vez, según las circunstancias socioculturales y políticas de cada país.

A mediados de los 60, Jorge Sanjinés, había construido con Oscar Soria y otros cineastas el Grupo Ukamau. Pronto aparecerían en nuestro país los grupos de Cine Liberación y el Cine de la Base, mientras que en las otras márgenes del Río de la Plata, ocurriría algo parecido con la creación de la Cinemateca del Tercer Mundo. Eran grupos o pequeños movimientos, cuyos integrantes sólo tenían como antecedente inmediato en sus respectivos países la labor de realizaciones individualizadas y experiencias escasamente compartidas. En ninguna otra parte de América Latina –exceptuando al cine cubano, necesariamente aglutinado detrás de la política del ICAIC y de la Revolución- se logró entre los años 50 y 60 una confluencia política cultural tan creativa y productiva como la que se alcanzó en Brasil, a partir de las primeras obras de Pereira dos Santos y de quienes integraron luego, cada uno a su manera, dicho movimiento.

El rewind continúa y con él, la apelación a la memoria y a la nostalgia como deseada anticipación.

La escena resulta ahora casi anecdótica. Incluso, podría ser innecesaria. Pero siento que quizás tenga alguna utilidad todavía. Al menos para los más jóvenes. Se trata de mi tercer encuentro con la obra de Nelson, a mediados del 68, en una vereda nocturna de esa ciudad fantasmal que era Praga. Las imágenes ilustran también, sospecho, parte de la situación que vivíamos algunos cineastas latinoamericanos en aquellos años. Me acompañaban Paulo César Saraceni y Julio Bressane, tan encabronados como yo por el ninguneo al que había sido sometido el cine latinoamericano por las autoridades del festival de Karlovi-Vary, mientras que, como contraparte, rendía ruidosos homenajes a la figura de Martin Luther King, aunque sólo para congraciarse con los actores, directores y productores de la delegación norteamericana.

Veníamos de la Europa capitalista, donde algunos festivales, como el de Pesaro, habían rendido tributo a nuestras cinematografías y acabábamos de escuchar a Walter Achugar –alma mater de la Cinemateca del Tercer Mundo- explicando, como en una barricada, la forma en que las juventudes parisinas amagaban con derribar la sociedad de consumo y dar rienda suelta a todas sus hermosas utopías. Y en la ciudad de arquitectura aristocrática donde se había llevado a cabo el festival –uno de los pocos existentes en el bloque comunista- nos habíamos topado con oscuros funcionarios, que enviaban nuestros filmes al rincón de los desperdicios. (Me tocó soportar, durante una proyección de La hora de los hornos, realizada para un grupo de cineastas y funcionarios de los países del este -en una improvisada sala y con un proyector de 16 mm metiendo ruido entre algunas sillas- los ronquidos de algunos representantes de la cultura y el régimen comunista, así como el reiterado pedido de silencio que hacía Istvan Szabo a sus camaradas: único cineasta presente, interesado en conocer lo que sucedía en esta parte del continente).

Algo parecido habían experimentado las dos figuras del cinema novo, deseoso como yo de impedir el sueño de los vecinos praguenses. Fue Paulo César, si la memoria no me engaña, quien –botella de vodka mediante- narró la frustrada tentativa de venta de Vidas secas a la empresa estatal checa. Posiblemente exageraba los hechos, pero creí a ojos cerrados todo lo que nos contaba. Ocurre que el funcionario a cargo de decidir la suerte de la película de Nelson, habría negado su compra para la exhibición en las salas monopolizadas por el gobierno. ¿El pretexto? El filme contenía escenas “terriblemente violentas” que podrían confundir al público. Las escenas argumentadas no tenían nada que ver con los padecimientos de Fabiano y su familia, ni las experimentadas en el calabozo o ante Soares, el senhor da terra, sino que estaban remitidas a un momento muy particular del filme. “¿De qué momento se trata?”, preguntó inquieta la persona que ofertaba los derechos del filme. “¿Acaso usted no lo recuerda?”, replicó sorprendido, el funcionario. Y como si denunciase un grave pecado, anunció, deletreando las palabras: “¿Se olvidó acaso usted de la ingrata escena en que el protagonista mata a su perro…?”.

Hago un breve stop en lo de “ingrata” porque este calificativo fue lo que más me impactó en aquella noche de Praga.

Eran, sin duda, otros tiempos de la historia brasileña (y también de la nuestra). Pero los nuevos tiempos de este hermano país no serían necesariamente los que hoy experimenta, si es que aquellas situaciones no hubieran existido. Y más aún, sino continuara viva en la memoria de nuestro cine, del cine latinoamericano, lo intentado y realizado por uno de sus más enriquecedores movimientos casi medio siglo atrás. Un desafío claramente precisado por Nelson hace casi treinta años: “A intencáo, quando comecei a filmar Vidas secas, era muito a de participar, a través de linhas culturais, da política. A gente nunca deixa de participar políticamente quando participa culturalmente. A intencáo náo é abandonar a visáo política, mas ter essa visáo política na práctica cultural”.

Esta visión subsiste tanto en buena parte del cine brasileño como en el nuestro. ¿Pero hasta qué punto ella se ha fortalecido? La respuesta no es fácil. Hoy como treinta o cuarenta años atrás los intercambios entre ambas cinematografías continúan siendo nulas, o en el mejor de los casos, insignificantes. Sigue siendo totalmente injusto que las imágenes en movimiento de ambas culturas estén impedidas de proyectarse más allá de las fronteras de cada país. Creo que en este homenaje a Nelson y, a través de él, a los cineastas que han intentado siempre expresar los imaginarios de sus pueblos, junto con los propios, representa un avance efectivo en la superación de injustas fronteras ya que está orientado a construir sobre lo que nos une, que es mucho más que lo que nos separa.

Una necesidad imperiosa si es que aspiramos a que los numerosos Fabiano que aún resisten allá y acá puedan encontrarse, no tanto para intercambiar las quejas, sino para celebrar la fiesta del necesario encuentro. Y algo parecido le ocurra también a nuestro cine. Porque, a no olvidarlo, la seca y los senhores da terra aún no han sido doblegados y siguen siendo una amenaza tanto para nuestros pueblos, como para nuestras cinematografías.

Soltemos entonces el rewind y pongamos el play...





Nota: Los textos en portugués correspondientes a Nelson Pereira dos Santos han sido extraídos de la entrevista realizada por Marcelo Beraba, del Cineclub Macunaíma, para el programa de la Retrospectiva que se le organizó al cineasta en febrero de 1975. Aparecen también en Hojas de cine, Testimonios y documentos del nuevo cine latinoamericano, Volumen I, SEP-UAM-Fundación Mexicana de Cineastas, México, 1988.

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