sábado, 12 de junio de 2010

EDUCACION AUDIOVISUAL Y CONCIENCIA CRITICA

Por Octavio Getino

Para revista “Chasqui” CIESPAL, Quito, mayo 1997.

Vayamos primeramente a la anécdota. Hace casi un cuarto de siglo, en 1973, nos tocó asumir en la Argentina la dirección del Ente de Calificación Cinematográfica, eufenismo con el cual se encubría la labor de la censura impuesta por sucesivos gobiernos militares y civiles en el país. Durante poco más de tres meses de gestión en un terreno que nos resultaba totalmente inédito, comenzamos a elaborar algunas reflexiones que, además de poder ser aplicadas en la realidad, sirvieran para redactar un proyecto de legislación sobre el tema.
Junto con liberar la totalidad de las películas prohibidas hasta entonces por razones ideológicas o políticas, quienes participábamos de la elaboración de políticas en el campo del cine, fuimos entendiendo que el desafío era mucho más difícil que lo que aparecía a primera vista. Por un lado, el hecho de liberar totalmente las pantallas beneficiaba, en primer término, a quienes tenían el poder de hacer uso de las mismas, que no era precisamente la cinematografía nacional, sino la norteamericana. (A fin de cuentas, la libertad sólo existe para quien tiene el poder  la facultad de hacer ejercicio de ella). Por otra parte, quedó claro que existía otro tipo de censura -todavía sigue existiendo- y que ella no es la que se ocupa de "tijeretear" o prohibir películas hechas, sino la que impide la producción de las mismas, en tanto ella está conformada por un sistema internacional de relaciones injustas, para el cual más que el respeto a la diversidad cultural importa el control de las pantallas y la rentabilidad que pueda devenir del mismo.
Tampoco se trataba de obligar a las salas a exhibir filmes locales para contrarrestar la avalancha de títulos procedentes de EE.UU. y de Europa. Nadie está obligado a concurrir a una sala aunque se fuerce al propietario de la misma exhibir tal o cual título y, menos aún, si se parte del hecho cierto de que una buena proporción de productos locales es cultural e ideológicamente igual o peor que el de origen extraregional que se oferta en las salas.
Por otra parte, y aquí estaba el eje de las reflexiones, nuestro país, al igual que todos los que conformamos esta región, enfrenta y seguirá enfrentando durante plazos impredecibles una situación de fuerte desventaja ante la cantidad de producciones realizadas en otras latitudes, las que a su vez vienen promocionadas por un vasto sistema publicitario y propagandístico que abarca al conjunto de los medios de comunicación, es decir, al espacio "educacional" por excelencia de nuestro tiempo.
Tal desventaja podía ser enfrentada imponiendo un control autoritario sobre lo que la sociedad puede o no ver, es decir, aplicando una censura de distinto signo de la anterior, pero corriendo el mismo peligro de los países que desde hacía décadas estaban haciendo uso de ella. Una censura parecida a la que se experimentaba en los países del "socialismo real", basada en enfrentar los "peligros" externos, más por lo que la sociedad ignora de los mismos que por lo que debe conocer de ellos. Filosofía del "pensamiento único" que, a fin de cuentas, resulta tanto o más dañina que el autoritarismo -o el globalitarismo- que en nuestros días impone la ideología de la globalización. Ella deja a la sociedad desprovista de los "otros", impidiéndole una democrática convivencia social, con lo que la deja sin autodefensas frente a la "otredad". Basta entonces el ingreso de cualquier "novedad" desconocida -el "otro"-para que el cuerpo social lo reciba acríticamente, con una mezcla de extrañeza y de avidez. Es lo que está de alguna manera sucediendo en los países del Este, desde la irrupción de las "colas", y el "fast food" (junto con la exclusión y la disgregación social), como exteriorización del universo de ideas, valores y creencias en que aquellos se han fundamentado.
La alternativa a este tipo de problemas no era de ningún modo fácil. Partíamos del dato de que nuestras sociedades estarían obligadas a consumir durante mucho tiempo productos audiovisuales que no habían propuesto ni diseñado libremente, desde sus situaciones específicas y diversas. Lo harían, en cambio, inducidas por sistemas y relaciones de poder más orientados a formar consumidores obsecuentes que ciudadanos libres.
Por lo tanto no se trataba principalmente de impedir la creciente oferta de productos del hemisferio norte realizados con esa finalidad, sino de promover en la población una conciencia crítica de sus consumos culturales, para que, a través de ese proceso de análisis y reflexión cada individuo pudiera elegir lo que más le interesara. No ya por lo que ignorase del producto a consumir sino por lo que conocía del mismo.
Realizamos entonces, desde el Ente de Calificación, algunas proyecciones en espacios públicos Ellos eran, entre otros, instituciones educativas, como el Instituto de Enseñanza Superior Religiosa, u organizaciones sociales, como el Sindicato de Luz y Fuerza, ambos de Buenos Aires. Sin transgredir la ley de calificación (censura) que estábamos obligados a cumplir, queríamos transparentar el mecanismo de calificación cinematográfica, el autoritarismo de las disposiciones legales existentes, los argumentos de los asesores de filiaciones diversas y la fundamentación de sus propuestas. Tras ello y una vez cubierto el acto legal, promovíamos el debate abierto entre los participantes, que se aproximaban al millar en cada sesión.
Esta última parte era más interesante que el proceso formal dispuesto por la ley, ya que permitía analizar y debatir entre cientos de personas lo correcto o incorrecto de lo argumentado por los asesores de la calificación, partiendo del juicio crítico integral (ideológico, cultural, temático, estético, etc.) de una obra audiovisual que todos (nos-otros) y no sólo algunos (los otros), fueran especialistas o funcionarios, habíamos presenciado.
Más aún, en el proyecto de ley que elaboramos y que inició su tratamiento en el Congreso -aunque luego se frustró con la dictadura- se proponía desarrollar este tipo de experiencias en todo el país, en los lugares donde la población estuviera concentrada, y también en los medios de comunicación, en particular, los canales de televisión. Entendíamos que era más productivo promover las capacidades críticas locales, a restringir la entrada o la visión de películas ajenas.
En consecuencia, proponíamos también en aquel proyecto de ley, incluir la educación audiovisual en todos los niveles de la enseñanza formal y no formal. Varias razones fundamentaban esta iniciativa.
En primer término, los bienes culturales audiovisuales (cine, televisión, video, etc.) se han convertido en las últimas décadas en los medios de mayor incidencia en la formación de los individuos. Mientras que los viejos planes de enseñanza siguen obligando a nuestros hijos a conocer los aspectos básicos de diversos lenguajes (escrito, visual, musical, etc.), omiten en su casi totalidad, el conocimiento de aquel al que ellos le dedican la mayor cantidad de su tiempo.
En segundo lugar, el desarrollo de una capacidad crítica de la apreciación del audiovisual implica la formación de un público distinto y más exigente en relación a los productos que se ofertan en las pantallas. Ello puede permitir que los espectadores puedan alcanzar una capacidad superior en la resignificación de los mensajes, convirtiendo ("metabolizando"), incluso los más nocivos, en provechosos para su desarrollo. Es sabido que en el proceso comunicacional, ningún mensaje define su sentido final por la intencionalidad de quien lo emite, sino según el nivel de libertad que posea (información y formación mediante) quien lo recibe. O lo que es igual, el emisor propone y el receptor dispone.
Por ello, todo proceso educativo en el que los espectadores modifiquen sus niveles de percepción y de raciocinio, incidirán directa o indirectamente también en los diseñadores y productores de imágenes en movimiento, incluyendo en primer término a los del propio país. De igual modo que una comunidad alfabetizada y letrada demanda de escritores -locales o extranjeros- a la altura de su nivel formativo, una sociedad con una alta capacidad de apreciación en lo audiovisual exigirá también productos que estén a su misma -o a mayor- altura.
Esta experiencia de casi un cuarto de siglo atrás, tiene hoy según mi criterio, más importancia que nunca. La cultura de la imagen en movimiento o de la imagen a secas, ha invadido todos los espacios de nuestra existencia. Ello exige de nuestra parte ayudar a formar una capacidad de respuesta que permita apropiarse de esa constelación de ofertas, en un proceso de resignificación que las convierta en beneficiosas para cada comunidad y para cada individuo.
Algunos avances han comenzado a darse en esta década en cuanto al tema de la educación audiovisual. Veamos algunos de ellos, limitados al campo de la cinematografía.
En diciembre de 1991, el Congreso Nacional de Bolivia aprobó la Ley del Cine de ese país (Ley Nº 1.302), primera legislación de ese carácter en Latinoamérica, que incorporó "la materia de lenguaje audiovisual en la formación docente y en la educación", para cuya implementación prevé la labor intersectorial del sector educación, con el de cultura y de producción fílmica y audiovisual.
En agosto de 1993, el Congreso de Venezuela aprobó a su vez -tras muchos años de gestión por parte de los cineastas de ese país- la Ley de Cinematografía Nacional que, aunque no introduce específicamente el tema de la educación audiovisual, destaca la importancia formativa y cultural de dicho medio. La ley no sólo declara de "interés público y social los servicios de difusión cultural cinematográfica", sino que propone la creación de "asociaciones para la defensa de los derechos de los espectadores", a fin de mejorar la calidad artística y técnica de los productos nacionales.
Casi simultáneamente -y como respuesta a la labor de destrucción del cine brasileño, que había puesto en marcha en 1989 el gobierno de Collor de Melo- el gobierno municipal de Río de Janeiro creó un programa de fomento del audiovisual local, dirigido a promover la producción, distribución y exhibición de películas nacionales, incorporando acciones de educación audiovisual en los niveles de enseñanza secundaria y universitaria. El proyecto "Riofilme" que conduce el crítico José Carlos Abelar, parte del concepto de que sin la formación de un nuevo público, capaz de tener una visión mucho más amplia y diversificada sobre las dramaturgias audiovisuales, se reducirá dramáticamente la posibilidad de diseñar imágenes y lenguajes propios, que sean coherentes con la cultura de cada comunidad. Educar para formar, desde la infancia, un nuevo público, es promover también un nuevo tipo de demanda. Una situación que puede incidir a su vez sobre la dramaturgia, el lenguaje, y la producción audiovisual local, además de hacerlo sobre otros campos de la educación, la cultura y el desarrollo.
En octubre de 1994, el Congreso y el gobierno del Perú promulgaron -a instancias también de los cineastas locales- la Ley de Cinematografía Nº 26.370, que entre muchos otros temas, incluye el de promover en los programas de educación secundaria "la enseñanza del lenguaje cinematográfico y su apreciación crítica", estimulando asimismo "la utilización del cine y el video como medios docentes".
Finalmente, en 1995, el gobierno chileno dispuso el estudio de un proyecto de "Política Nacional de Fomento y Desarrollo del Cine y la Industria Audiovisual" que, aunque no se ha convertido en ley todavía, propone en uno de sus capítulos la "promoción y desarrollo de la cultura de la población, incorporando al sitema de educación el tema audiovisual y salvaguardando el patrimonio fílmico".
En muchos países de la región, esta labor cuenta ya con importantes antecedentes, tanto por las muchas experiencias realizadas con amplios sectores de la población como por las metodologías educativas empleadas. Como ejemplo, bastaría citar las experiencias de estas dos últimas décadas en el campo del "video alternativo", el "video popular"  la "educación popular", la "pedagogía audiovisual", etc. en países como Brasil, Chile, Perú, Ecuador y otros.
Es posible que alguna de estas disposiciones, o de aquellas otras que están planteándose en otros países de la región, tropiecen con de dificultades. Una de ellas es la carencia de personal docente capacitado para promover una verdadera educación audiovisual que represente para los educandos, incrementar sus capacidades de apreciación crítica de los productos que actualmente se ofertan en las pantallas grandes y chicas. Otra no menor, es la necesidad de proporcionar el equipamiento básico para que los estudiantes de los diversos niveles puedan también iniciarse en la producción y experimentación directa del lenguaje, sin lo cual, el conocimiento quedaría circunscrito a la mera reflexión teórica.
El medio televisivo puede convertirse en un apoyo formidable para el refuerzo de esta labor educativa, tanto en el nivel formal como en el no formal. En este último, el diseño y producción de programas audiovisuales de divulgación cultural destinados a mejorar la apreciación crítica -con narrativas a investigar de manera creativa- puede facilitar logros superiores a los de la misma estructura educativa convencional.
Hace siete años, en un encuentro regional de expertos realizado con el auspicio de UNESCO, IPAL y el Instituto Mexicano de Cine, se formularon en el Informe Final algunos interrogantes que tienen suma vigencia para este tema:
¿Deseamos sostener e incrementar las capacidades productivas nacionales y regionales de nuestras imágenes o aceptamos convertirnos colectivamente en meros retransmisores de imágenes ajenas?
¿Intentamos vernos expresados en esos espejos socioculturales que constituyen nuestras pantallas, o renunciamos a construir nuestra identidad, lo que es decir nuestra posibilidad de ser colectivo y con una personalidad reconocible?
De las respuestas que nuestras sociedades y nuestros gobiernos den a ese tipo de interrogantes, depende buena parte del futuro de nuestras naciones.

Buenos Aires, mayo 1997.

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