Mi primer encuentro con Hugo del Carrill fue prácticamente “virtual”. Ocurrió una noche, cercana ya dell invierno de 1951, en una ciudad española, León, cabecera entonces del Reino del León y que hoy forma parte de la comunidad de Castilla y León. El encuentro tuvo lugar en un cine llamado ”Azul”, que hoy supongo inexistente, cercano a la famosa catedral gótica de esa ciudad y no tan distante del barrio San Lorenzo, con sus antiguas y ruidosas casas de prostitutas.
Desde lo que se llamaba el “gallinero” del cine participé de las imágenes de un Hugo tanguero y embetunado, tal como él aparecía en “El negro que tenía el alma blanca”. Era la segunda vez que yo asistía a la proyección de una película que entonces supuse argentina, aunque en realidad había sido rodada en España para una de las más importantes productoras locales. Aunque eso en realidad no me importaba. La consideré como mi segundo encuentro con figuras de Buenos Aires, incierta ciudad hacia la cual mis padres comenzaban a ordenar maletas y baúles. Mi primer encuentro con el cine argentino había sido algún tiempo atrás, cuando en el mismo cine participé desde el “gallinero” de “Apenas un delincuente”, el recordado éxito de Fregonese. Exito por lo menos allá, en esa ciudad antigua y fría, por donde pocos años atrás se desplazaban soldados y aviadores alemanes, que ocupaban los cafés más prestigiosos de la ciudad (a los cuales la mayor parte de los adolescentes nunca teníamos acceso), siempre distanciados de las tropas “moras” del norte de Africa, cuando ellas marchaban en silencio rumbo a los prostíbulos.
Seguramente, en ese entonces yo no tenía la menor idea de quien era Hugo –salvo en algunos tangos que mi padre hacia girar en la vitrola de casa –pero sabía ya algo de cine. Un conocimiento donde se mezclaban imágenes, casi siempre en blanco y negro, y... pesetas. Una de mis ocupaciones era la de tratar de adivinar los títulos de las películas que podrían tener éxito en los fines de semana, para adquirir por anticipado algunas entradas que luego me ocuparía, como otros pibes o “chavales” del inicio de la secundaria, de revender en las noches de invierno, escabulléndome tanto de mis padres como de los policías de civil que perseguían la reventa.
En esas condiciones tuvo lugar mi primer encuentro con Hugo de quien yo ignoraba de que apenas dos años atrás había grabado la “marchita”, ese himno de los argentinos hasta poco antes social y culturalmente marginados, legitimando al peronismo “como una necesidad real en una sociedad corrupta”. Tampoco sabía que en ese año, me refiero a 1951, Hugo decidiese acometer la realización de “Las aguas bajan turbias”, tras visitar en la cárcel a Alfredo Varela –intelectual comunista-, y obtener su autorización para adaptar su libro “El río oscuro”, a sabiendas de que habría de toparse con uno de los primeros antecesores de De la Fuente, Tato y los censores de turno, como era el también peronista Apold, hasta muy poco tiempo atrás jefe de prensa de Mentasti en Argentina Sono Film.
Mi segundo encuentro con Hugo fue años después, en 1973, cuando mis caminos coincidieron con él en Buenos Aires y en el cine. El había sido designado por Cámpora al frente del Instituto de Cine y un mes después, Lastiri había resuelto intervenir el Ente de Calificación Cinematográfica y optar por mi nombre en una terna de cineastas, tal vez a instancias del doctor Taina, por entonces Ministro de Educación.
Dentro de las funciones encomendadas en mi designación estaba la de elaborar un proyecto de ley para la calificación de películas –hasta ese año un terreno de hipocresías e infiernos, tal como en estos días lo describe el artista León Ferrari- y nuestra intención era que el mismo formase parte de un proyecto de mayor que alcanzase al conjunto de la cinematografía nacional. Precisamente, en dicho proyecto trabajábamos don Mario Soffici –lo de “don” me sale inconscientemente por el enorme respeto que me despertaba su figura- René Mujica, empecinado propulsor de lo nacional y lo democrático en el cine argentino, y Carlos Mazar Barnet, que provenía de nuestra experiencia en “Cine Liberación”.
Entre los tres fuimos armando el rompecabezas de lo que fue, a mi parecer, el proyecto de ley más avanzado que hasta ese momento había tenido nuestro cine, una labor en la que también eran consultadas las entidades representativas del sector. Lo hacíamos en una de las oficinas de la Casa de Gobierno, ubicada en el área de Información que manejaba el periodista Abras. Confieso que mi visión del cine y del país se enriqueció mucho en aquellas jornadas y que la mesura de Soffici y sus cautas recomendaciones, sirvieron a la elaboración de propuestas, sin duda utópicas, pero movilizadoras, como parte de la “resistencia” y la “contracultura” de la que algunos formábamos parte, en una época en la que millones de argentinos nos sentíamos protagonistas del cambio. Y aunque Hugo era apenas una figura “ad honorem” en la conducción del Instituto –la labor recaía sobre todo en las espaldas de Soffici, su vicedirector- estábamos obligados ética y moralmente a reconocer la autoridad de quien se había animado pocos años atrás a entonar la Marcha Peronista en distintos actos sindicales y políticos, en el marco de la represión y las prohibiciones, y topándose con los “apold” de la llamada democracia, heredera de la “libertadora” y en la que se le había impedido su trabajo en Canal 7 y por si fuera poco, se le expulsó de la delegación argentina al festival de Acapulco, debido a que había realizado una exhibición en Madrid de su película “Buenas noches, Buenos Aires”, al proscrito líder de los argentinos.
Fue en el pequeño y sencillo departamento de don Mario, en la calle Austria, donde conocí a Hugo. Me acompañaba el entonces documentalista Nemesio Juárez, que también venía de la experiencia de “Cine Liberación”, y ambos nos miramos con reprimido asombro, algo inhibidos frente a los “monstruos” que teníamos al otro lado de la mesa. Hugo escuchaba los temas que habíamos incluido en el proyecto de Ley en dos o tres momentos introdujo la necesidad de tener en cuenta la experiencia de la legislación mexicana –un país que lo había acogido treinta años atrás- dentro de la cual destacaba su Banco del Cine. Lo hacía con un aire grave y recatado, como sino quisiera interferir el manifiesto optimismo con que nosotros describíamos el proyecto. Le hablamos, como si fuera un momento de celebración, de la distribuidora nacional, que habíamos incluido en el proyecto de Ley, el circuito nacional de salas, la calificación de películas en espacios público, la educación audiovisual crítica para las nuevas generaciones, las relaciones del cine con la televisión y el sentido federal del proyecto. El, sin embargo, con casi cuarenta años de vivencias en la cinematografía nacional, y veinte años, aunque sin pretensiones de poder, en los laberintos de la política nacional, escuchaba -¿realmente nos escuchaba?- aunque como si no estuviera en condiciones de celebrar ni festejar nada.
Creo que fue apenas una hora o algo más, café de por medio, que hablamos de cine y del país que nos estaba tocando vivir. A instancias de don Mario nos adelantó, muy poco, sobre lo que proyectaba filmar el año siguiente –“Yo maté a Facundo”- e insinuó algunas dudas que tenía sobre la política del gobierno, que lo llevaban a buscar refugio, al menos mentalmente, en trabajos fuera del país, particularmente en México, o en formas de sobrevivencia económica que no parecían garantizadas por nada ni por nadie.
No tengo de Hugo la imagen alegre y optimista, tan propia de los militantes y los intelectuales peronistas y no peronistas de esa época, sino más bien la de quien escucha, o parece escuchar, en silencio, con la introversión y la gravedad de un empecinado y leal intérprete de las cosas del país. Tal vez incidió en esa imagen la penumbra de nuestro encuentro, el minimalismo del departamento de don Mario, o los silencios con los cuales parecía hablar, anteponiéndolos a la palabra. O tal vez fue aquella noche calurosa y húmeda en que transcurrió nuestro breve encuentro, muy distinta a la noche invernal en que conocí por primera vez sus imágenes de embetunado cantor, en una ciudad del norte de España.
Sospecho que por esas y otras razones, Hugo no leyó el proyecto de ley de cine, pero fiel a las lealtades que tenía para con el gobierno y a la confianza que le merecía en particular Soffici, lo elevó formalmente días después a Perón, pero acompañándolo además de su renuncia. No entendimos entonces semejante decisión, la de la renuncia, ya que esta parecía estar sustentada sólo en razones personales. Para muchos de nuestra generación los intereses de “los hombres” estaban históricamente sometidos a los “del Movimiento” y los de éste, a los “de la Patria”- situación difícil de entender hoy en día cuando el orden de esos términos parecen haberse invertido por completo. Hugo venía a resultarnos algo así como de otra generación, tema que no aceptábamos de buena manera, lo cual creo que tampoco le interesaba demasiado ya que en ningún momento habló o quiso justificar su decisión de dejar la dirección del INC.
Sin embargo, gracias a la presentación formal por parte de Hugo, el proyecto de ley de cine pasó por todas las instancias vigilantes y censoras de los distintos organismos de gobierno y que, finalmente, coincidiendo con la muerte de Perón, Isabelita le puso su firma haciéndolo entrar al Congreso, donde no tardó en ser un “desaparecido” más, en un contexto donde este tipo de situaciones había comenzado a extenderse sobre muchos otros proyectos y, también, sobre no menos militantes y ciudadanos argentinos.
Mi tercer encuentro con Hugo, tuvo casi el mismo valor virtual del primero. Fue en agosto de 1989, en un ataúd brillante y con el mismo gesto adusto e introvertido que yo recordaba de nuestro diálogo en el departamento de don Mario. Estuve junto a sus restos, junto con Mujica, entonces director del Instituto de Cine, durante pocos minutos. Para ambos era evidente la insinceridad con que muchas figuras del nuevo gobierno –con Menem al frente- simulaban rendir un homenaje a quien, como a muchos otros artistas e intelectuales del campo nacional, sólo les habían sacado en vida todo el provecho que pudieron.
Hoy parecería haber un nuevo encuentro con Hugo y es el que proviene de sentarse frente al monitor de la PC a escribir algunas líneas en su recuerdo. Es un encuentro a través de imágenes y momentos que se diluyen, se encuentran y se confrontan. Ninguno de los protagonistas que he referido vive en la actualidad –ni Soffici, ni Mujica, ni Mazar Barnet, ni el propio Hugo- para confirmar o aportar más luces a este momento. Entonces acudo a la memoria, tanto a la personal como a la de quienes han investigado seria y respetuosamente la vida y obra de Hugo, como lo ha hecho César Marangello, en un corto trabajo publicado años atrás por el CEDAL. Allí me encuentro con nuevas datos, imágenes y situaciones que, con el transcurso del tiempo, uno va dejando en el camino. Me encuentro con una figura de la cultura nacional, por encima de cualquier visión meramente partidista. Nacional, dije, y lo repito, y al hacerlo remito dicho término a lo popular, no a lo multitudinario, a ese espacio identitario, construido a su vez por muchas y muy diversas identidades e imaginarios, pero a cuya síntesis, Hugo incorporó siempre su personal y ejemplar compromiso social y ético.
Lo comparo, no puedo dejar de hacerlo, con el compromiso (o el no-compromiso pos-modernista) de muchos cineastas e intelectuales de nuestro tiempo -¿cuál es en realidad “nuestro tiempo?”- y recupero de Hugo su coraje y su lucidez para devolver al pueblo, enriquecido, más de lo que recibió de él. Para enfrentar con valentía a muchos apóstatas y arribistas, tanto de su propia filiación política (particularmente aquellos que para “desaparecerlo” lo tildaron de comunista), como para los de otras filiaciones, dedicados a menudo a impedirle su presencia en el cine, la televisión y los espectáculos, medios que habían sido el basamento y la sustancia de su vida y desde los cuales contribuyó visceralmente a la formación del imaginario cultural de los argentinos.
Reconozco en sus dichos, de inicios del ´76, antes del golpe del marzo, cuando partió hacia México – a donde a muchos de nosotros también nos tocó llegar en esos años: “No vuelvo nunca más, porque la política del actual gobierno –se refería al de Isabel Perón y López Rega- me ha obligado a tirar a la basura toda una vida de trabajo...”, reconozco en esto, decía, parecida desazón a la que seguramente tuvieron otras figuras de nuestra cultura y enroladas todas en esa ola libertaria de “las patas en las fuentes”, con nombres como Scalabrini, Manzi, Arregui, Cooke, Jauretche, Rosa, Marechal, Puigrós y muchos otros, a cuya trayectoria sólo se les ha dedicado, en el mejor de los casos, el nombre de alguna remota calle.
Finalmente, hago mías aquellas palabras que Tito Cossa tuvo la lucidez, y también la valentía, de escribir en 1989 tras la muerte de Hugo, y que Maranghello recuerda como acápite en la biografía del actor, intérprete y militante: “... como aprendí otras cosas. Por ejemplo a ese cantor de tangos peronista, artista tremendo, coherente hasta el final, de los que no lloran ni fanfarronean, de la estirpe de los pocos porteños que bastaron para generar el mito de una raza que, si alguna vez existió, se terminó con él. Carajo: otro cacho de uno que se muere. Y yo que ni lo conocí personalmente, me hubiera gustado sacarme una foto con él para mostrársela a mi hijo...”
Así sea.
Buenos Aires, febrero 2005.
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