Por Octavio Getino
Es sabido que la televisión es hoy más que nunca un recurso de enorme valor estratégico para la información, la educación y la cultura de una comunidad. Todo programa televisivo, cualquiera sea su carácter, cumple simultáneamente, de manera directa o indirecta, esas tres funciones, indispensables para que una Nación pueda erigirse realmente como tal. Más de tres horas diarias frente a la TV -como ha sido verificado en recientes estudios en la población infantil y adolescente de todo el país- señalan una formidable capacidad, por lo menos potencial, de incidir en la formación de los argentinos, superior a la de otros medios, incluidas las instituciones formales educativas.
Perón nunca mitificó durante sus gobiernos el supuesto poder de los medios, pero tampoco lo descuidó. Allá por 1993, en su última reunión con representantes del sector televisivo, dejó bien en claro que, según su entender, dicho medio debía cumplir un eminente papel de “servicio público a la comunidad”. Situación que cobra mayor importancia en nuestros días, cuando las nuevas tecnologías potenciaron la hegemonía del audiovisual por sobre cualquier otro medio, vinculándolo además a los procesos de los multimedios (que incluye las telecomunicaciones y la informática), así como la concentración del poder de los mismos por parte de fuerzas económicas y financieras, locales y transnacionales, para las cuales el país real -y quienes lo conformamos- sólo importan “para usar y tirar” según los intereses del lucro inmediatista.
A ello se suma el deterioro cultural observable en nuestra sociedad, marcado por una pérdida creciente de la autoestima personal y social -o lo que es igual, su sentido elemental de dignidad- cuyos orígenes más inmediatos se remontan en nuestro país al terror instalado por los militares y los economistas del Proceso, orientados a la desindustrialización nacional y a la exclusión política y social. El descalabro económico del último gobierno radical, la caída del Muro y el nuevo autoritarismo mundial de la globalización (“globalitarismo”), acentuaron la inseguridad y el miedo, enfermedades altamente contagiables en el plano sociocultural. La TV apareció entonces, a niveles mayores que nunca, como una especie de “refugio” para muchos de quienes no quieren ver ni pensar lo que sucede en el país ni en sus propias vidas -que no son pocos, obviamente- cuando predominan la desmovilización y la despolitización más o menos generalizadas y los interrogantes son mayores que las respuestas. (El precio de ese falso refugio todavía está por verse, pero de algún modo la sociedad habrá de pagarlo de una u otra manera).
Convengamos que la televisión estatal ha sido casi siempre un refugio también para las mafias de poder y del establishment. ATC pasó en los últimos veinte años de manos de los “capos” que representaban a cada una de las fuerzas armadas durante el Estado gansteril del Proceso, a los que conformaron luego las distintas “roscas” del gobierno radical. El abandono por parte del Estado, a partir del ‘90, de sus compromisos básicos con la sociedad, y en particular con los más carenciados, se proyectó también en el sector televisivo con medidas privatizadoras, que antes que responder a un plan coherente y responsable con los intereses de la comunidad -como era el que se aplicaba por ejemplo en la desmonopolización de los medios de radiodifusión de muchos países europeos- se tradujo en una sucesión de lastimosas improvisaciones, comprensibles solamente cuando se subestima la importancia del papel estatal en el medio (recuérdese cuando funcionarios de la Secretaría de Cultura de la Nación estaban “haciéndose cargo” en 1990 de ATC, mientras que otros funcionarios los desautorizaban).
El principal beneficiario de estos sainetes fue el sector privado. Con su aparición en el control de los canales, y a falta de una capacidad gestora del gobierno en la materia, nacieron nuevas mafias, más poderosas y despiadadas que las anteriores, como son las nacidas de las relaciones de algunos empresarios locales -que de argentinos sólo conservan el pasaporte- con los representantes del capital financiero internacional. Para unos y otros, el primero y principal axioma, no es otro que el que enarbolaba la mafia siciliana de la época de los Borbones: “No acudas jamás al Estado” (a lo que los nuevos mafiosos agregan ahora “salvo cuando puedas extraer de él todo lo que se te ocurra”). El norteamericano Lester Thurow, señalaba claramente esta situación en “El futuro del capitalismo”, cuando sostenía: “Ya no es verdad que la mafia es un fenómeno ajeno al Estado. El Estado, cuando se debilita, se vuelve mafioso necesariamente”.
La televisión privada argentina ha quedado así en manos de grupos mafiosos ocupados en ”cautivar” (raiting mediante) a la mayor cantidad de personas posibles, cuyo volumen y características sociales son cotidianamente ofertadas al mejor postor entre los anunciantes. A cambio de una inversión publicitaria que, además pagarán, en la forma de impuesto no acordado- los propios televidentes cautivos.
El poder de este tipo de televisión, articulado a su vez a distintos medios de comunicación (radio, prensa, etc.) alcanzó también el plano de lo político, convirtiendo a los conglomerados multimediales en una especie de factotum intocable, frente al cual las dirigencias sociales deben mantener debida sumisión. No es casual por ello que los partidos de oposición al gobierno no hayan sido capaces de elaborar política alguna para este sector, a fin depara no crearse enemigos y seguir gozando de cámaras, micrófonos y tiempo de pantalla.
Sin embargo no todos han sido silencios o complicidades. Poco tiempo atrás, diez importante sindicatos, reunidos en la Confederación Sindical de Trabajadores de los Medios de Comunicación Social (COSITMECOS)- denunciaba públicamente que la “concentración monopólica en los medios de comunicación destruye la cultura del pluralismo. Con medios coercitivos (la concentración de las fuentes informativas y de difusión cultural basada solamente en la capacidad económica de los grupos dominantes del mercado) nunca se podrá arribar al fin deseado: el de una democracia que garantice la difusión de las múltiples expresiones que la conforman. Con medios absolutamente concentrados, el fin será el de un discurso único y totalitario”.
La presencia del gobierno en estos últimos años al frente de ATC se diferencia de las anteriores gestiones en tanto marginó al Estado de toda responsabilidad en el medio televisivo, cosa que ningún gobierno democrático o dictatorial había hecho hasta el momento. A partir de esa marginación, la gestión de cada funcionario al frente del canal quedó precisamente sujeta a la no-responsabilidad (irresponsabilidad) instalada, por lo cual podía valer tanto usar el medio para lucros personales, que para cambiar de programación según los caprichos de cada uno, sea recurriendo a un “verna-culismo” trasnochado, o a las tetas y culos femeninos, directamente, timbas mediante. Sin pautas ni normas de ningún tipo, el surrealismo del “todo vale” invadió nada menos, que al medio comunicacional más importante con que cuenta el Estado argentino, tanto para integrar culturalmente el país como para proyectar nuestra imagen e identidad en otras pantallas del mundo.
Ninguna nación que se precie de tal, deja en manos del sector privado el conjunto de sus medios de comunicación. Puede privatizar alguno de ellos o incluso la mayor parte de los mismos, pero se reserva, incluso en el caso de los EE.UU., una franja importante para cubrir los vacíos -en nuestro caso inmensos- que dejan los canales privados.
Los ejemplos de algunos países europeos en materia de coexistencia -sanamente competitiva- entre la televisión estatal y privada, eximen de abundar en la materia. Sin ir muy lejos, el ejemplo de la Televisión Nacional de Chile, ilustra cómo se puede sostener un canal estatal, de excelente repercusión interna e internacional, sin negar la existencia de empresas privadas, aunque claramente reguladas por el Estado.
La presencia estatal en el medio televisivo, a escala nacional, provincial y municipal, es hoy más necesaria que nunca, si es que aspiramos a construir una verdadera nación y a reafirmar los principios ideológicos e históricos - las tres famosas banderas del peronismo- aquellas que han dejado de mencionarse en eventos oficiales y partidarios, y que no está demás recordarlas a las nuevas generaciones, si es que aspiramos a existir como Nación libre, justa y soberana.
Tal vez este discurso suene algo “fundamentalista” o “nostálgico”. Pero ningún proyecto de desarrollo verdadero tiene futuro sino mantiene y actualiza, con la armonía y la decisión necesarias, los “fundamentos” y las “nostalgias” que son inseparables de la identidad cultural, sea la de un individuo o la de una comunidad nacional.
Buenos Aires, julio 1998.
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