miércoles, 16 de junio de 2010

AVANCES EN LA MEDICION DE LOS CONSUMOS CULTURALES

Por Octavio Getino

Una de las limitaciones mayores para el estudio de la incidencia económica de los distintos sectores de la cultura tienen sobre la economía y el desarrollo de nuestros países es la carencia de economistas que efectivamente interesados en el tema. Los que existen son muy escasos y aunque su número ha crecido en los últimos años falta todavía una inserción más resuelta y creativa por parte de los mismos en la problemática cultural, sin lo cual se resiente cualquier abordamiento que quiera hacerse sobre este tema. Esta limitación no es de fecha reciente sino que viene de lejos. Baste recordar que los prohombres de la economía clásica -Adam Smith, David Ricardo y otros- analizaron los efectos externos de la inversión en las artes pero no consideraron que estas tuvieran capacidad de contribuir a la riqueza de una nación ya que, según su pensamiento, pertenecían al campo del ocio. Para ellos la cultura no era un sector productivo y representaban un gasto más que una inversión. Los bienes y productos de la actividad económica tenían como principal referencia el valor de uso y el valor de cambio, pese a que desde la antropología había comenzado a señalarse el valor simbólico de los productos culturales.

Es relativamente fácil para un economista analizar el valor de uso y de cambio de cualquier producto o manufactura industrial, pero se le resulta muy difícil, cuando no imposible, establecer parámetros para medir el valor de esos productos cuando uno de ellos trastoca los esquemas tradicionales e incorpora como valor agregado lo simbólico. Así, por ejemplo, pueden establecer en términos casi científicos el costo de producción de un inodoro y su posible valor de mercado, pero los cálculos se derrumban cuando aparece un artista visual como Marcel Duchamp y ubica el inodoro en una exposición de arte, para que teóricos, críticos, medios y consumidores le adjudiquen un mayor o menor valor simbólico. Los aspectos estéticos y culturales –y también las modas existentes en las artes- terminan entonces predominado sobre los meramente utilitarios o mercantiles.

Por otra parte, los autores, creadores y productores de bienes y servicios culturales, tampoco han sido muy asiduos a elaborar propuestas o políticas en las cuales se reconozca la dimensión económica y social de su labor. Cultura y economía han marchado así a lo largo de la historia por caminos paralelos, pero con muy escasa o nula articulación. Al menos en lo que se refiere a la elaboración de políticas públicas y sociales en las que el producto cultural sea reconocido en su doble valoración, simbólica y económica. Lo cual explica, que para la mayor parte de las dirigencias políticas y en particular las que manejan la economía de nuestros países, provincias o ciudades –que son las que siempre terminan incidiendo más que ninguna otra en la oferta y demanda de bienes culturales- los productores de este tipo de bienes o servicios resulten mucho más prescindentes que otros agentes económicos de la vida nacional.

Entre el primer estudio que hicimos en el país a principios de los ´90 sobre la dimensión económica y las políticas públicas de las industrias culturales –el primero que tuvo lugar en América Latina- y la actualidad, se han verificado importantes avances en este terreno. No vamos a referir todos ellos, pero cabe destacar los que se produjeron en los países andinos (Colombia, Chile, Perú, Bolivia) con el apoyo del Convenio Andrés Bello para conocer la incidencia los distintos campos de la cultura, en particular de las industrias culturales, en el desarrollo económico y el empleo, tanto a escala nacional, como provincial o de grandes ciudades. Estudios que no quedaron reducidos a una valoración meramente académica –la mayor parte de los mismos se hicieron con muy escasa presencia de dicho sector- sino que se orientaron a incidir en los cambios políticos de las áreas investigadas. Es muy probable que la ley de cine aprobada en 1994 en nuestro país, aquella que vincula al cine, la televisión y el video para incrementar los fondos del fomento cinematográfico y audiovisual, no hubiera sido posible sin la existencia de estudios realizados años antes en América Latina sobre las interrelaciones económicas y culturales que habían ido apareciendo en dichos medios y que dieron pie, ya en 1988, al concepto de “espacio audiovisual nacional y latinoamericano” .

Existe en este sentido un campo importante de experiencias en países hermanos de América Latina, que se suman a las que se iniciaron en Argentina en 2004 con la creación del Sistema Nacional de Consumos Culturales (SNCC), dependiente de la Secretaría de Medios de la Presidencia de la Nación. Una labor de la cual forman parte también los acuerdos ratificados entre ministros y responsables de Cultura de Iberoamérica para crear Sistemas Nacionales de Información Cultural –en Argentina el SINCA- que operarían con indicadores culturales consensuadas entre todos, tanto para medir la evolución histórica de los temas estudiados, como para comparar datos y experiencias entre uno y otro país. El proyecto de Cuenta Satélite de Cultura que está gestionándose en el ministerio de Economía de nuestro país con el concurso de Cultura, es un avance significativo que forma parte de lo que ha comenzado a realizarse también en Colombia, Brasil Chile, Cuba y otros países.

La Cuenta Satélite, tal como la describe la Secretaría de Cultura de la Nación, es un instrumento previsto en el Sistema de Cuentas Nacionales de 1993 (SCN93), y que fue desarrollado para profundizar el conocimiento de determinados sectores de la actividad nacional (turismo, medio ambiente, salud, cultura, entre otros) sin recargar el marco central. El adjetivo de “satélite” hace referencia a que los conceptos, definiciones, clasificaciones y reglas contables que se utilizan son los mismos que los establecidos en el SCN93, dotando a este nuevo instrumento de las virtudes de precisión y legitimidad en el campo estadístico, y comparabilidad de la información a nivel internacional .

No queremos pintar un panorama totalmente confiable y optimista, ya que muchas de estas experiencias adolecen aún de limitaciones de distinto tipo, pero sería erróneo subestimar lo realizado hasta el momento, teniendo en cuenta que apenas estamos en el inicio de un proceso, cuyos resultados sólo podrán tener un valor realmente confiable en el mediano o en el largo plazo.



La medición de los consumos

Aunque a partir de los años ´60 y con el auge del desarrollismo aparecieron en nuestro país numerosos estudios sobre prácticas, hábitos y consumos, ellos fueron promovidos en su mayor parte por fundaciones o empresas del sector privado con el fin de diseñar estrategias y políticas para incentivar y promover el consumo de los productos de las grandes compañías internacionales o también las estrategias de algunas naciones como Estados Unidos cuyo propósito mayor tras la Revolución Cubana, fue neutralizar movilizaciones sociales y políticas contrarias a sus intereses.

Tales motivaciones tuvieron también algunas expresiones en el sector académico, particularmente en Ciencias Sociales y en Ciencias de la Comunicación aunque ellas se concentraron en el estudio de algunas industrias culturales y medios de comunicación, en el marco del tratamiento crítico de la “ideología de la dominación”

A partir de estas inquietudes y de los primeros estudios realizados sobre la economía de las industrias y los consumos culturales en el país –entre las que se destacaban los trabajos de Heriberto Muraro, María Cristina Mata, Héctor Schmucler, Oscar Landi, Aníbal Ford, entre otros-, distintos organismos públicos como el Ministerio de Educación, la Secretaría de Cultura de la Nación, el INDEC y el COMFER, iniciaron algunas actividades, a veces esporádicas, de medición de consumos, tanto de bienes y servicios, como de equipamientos e insumos relacionados con las prácticas culturales.

Recién en 2004, la Secretaría de Medios de la Presidencia implementó un Sistema Nacional de Consumos Culturales (SNCC), a partir de la idea de que ”el consumo cultural es un variado conjunto de indicadores que representan los valores, preferencias y costumbres culturales que caracterizan y distinguen a cada sociedad en particular”. Algo impreciso, como vemos, para el abordamiento del tema, pero un avance sin duda sobre la anterior inexistencia de políticas nacionales en ese sentido. Lo cual era destacado también entonces por dicho Sistema, cuando informaba que hasta el momento no existía en el país ninguna medición que de manera integral y sistemática abarque tal cuestión.

Textualmente se anunciaba en el momento de la creación del SNCC, que “por dicho motivo, la Secretaria de Medios ha evaluado la necesidad de incorporar aquellas herramientas sociológicas que le permitan al Estado contar con información confiable, a fin de generar políticas que garanticen el cambio cultural, como parte del proceso de despegue y reactivación que ha puesto en marcha el gobierno nacional”

De ese modo, el primer estudio que se llevó a cabo apareció como un mapa perceptual en el que se relacionaban consumos culturales y exposición a medios.

Para ello se realizaron encuestas nacionales en lo que se denominaron subdimensiones del consumo cultural y que abarcaban los campos de:

- Música y lecturas: lectura de libros, formas de obtención y consulta de libros, CDs y casetes escuchados, formas de obtención (compras, prestamos internet), otras formas de exposición;

- Usos del tiempo libre: teatro, cine, conciertos, recitales, video hogareño, salidas, deportes y recreación;

- Actividades educativas no formales: idiomas, actividades prácticas, actividades estéticas; arte y literatura, otros cursos;

- Antropología y cultura: Participación en fiestas populares

Todo ello representa un conjunto de actividades y prácticas delimitadas por lo que antes referimos como tiempo y economía del ocio. El consumo sería así una práctica sociocultural en la que se construyen significados y sentidos del vivir con lo cual este comienza, tal como lo plantea la investigadora María Cristina Mata, a ser pensado como espacio clave para la comprensión de los comportamientos sociales .

Ahora bien: ¿Cómo podemos medir o conocer de manera más particularizada e integral este tipo de consumos? Convengamos que hasta el momento las mediciones efectuadas se han limitado a reunir los resultados estadísticos de encuestas nacionales o locales, según tipos y características de bienes y medios, así como de consumidores o usuarios, lo cual significa un avance a tener en cuenta, pero tal vez insuficiente para quienes aspiran a tener una lectura integral del tema. Es decir, una interpretación que más allá de las cifras, los datos y los porcentajes que surgen de la estadística, contribuyan a un diagnóstico acabado, sin el cual resultará muy difícil articular política o estrategia alguna.

De lo cual surgen, entre otras muchas posibilidades de reflexión, dos temas que sería conveniente incorporar.

Uno de ellos está relacionado con la imposibilidad de cualquier análisis serio del consumo de cualquier producto o servicio, incluidos los de carácter cultural, si se lo escinde de la oferta existente en un contexto histórico-social y en un momento determinado. Resultaría entonces injusto, por ejemplo, medir las demandas de bienes y servicios en un país donde el Estado tiene el manejo total de la oferta de bienes y servicios culturales, o en otro donde ese poder se halle en manos de dos o tres grandes conglomerados locales o transnacionales. Los estudios sobre oferta y demanda están obligados por ello a tratar también las situaciones económicas, políticas, sociales y culturales que prevalezcan en cada lugar, por cuanto ellas habrán de inducir a favor de uno u otro tipo de consumo según esas circunstancias, las que también pueden mudar en el tiempo.

Es así que oferta y demanda son variables inseparables en cualquier análisis científico cuando se quiere comprender, tanto desde la economía como desde la sociología y la cultura, la dimensión cuantitativa y los significados cualitativos de aquello que se estudia.

Los ejemplos sobran al respecto. Suponer, por ejemplo, que la demanda de productos culturales en un país cualquiera está determinada simplemente por la elección voluntaria de los consumidores o usuarios, sería tan erróneo como adjudicar a la supuesta libre competencia el desarrollo de la economía y los mercados. La elección de un bien o de un servicio cultural, cuando se trata de apropiarse del mismo para su utilización en el tiempo de ocio, no es nunca una elección “libre”, sino que está condicionada o determinada por las ofertas disponibles, la mayor o menor diversidad que exista de las mismas, y el campo de experiencias socioculturales y económicas del individuo para acceder a unas u otras.



Oferta y demanda en la balanza comercial

El abordaje del consumo de bienes culturales en el país podría ser efectuado a través del tratamiento del conjunto de los mismos o bien de alguno de los sectores involucrados. Sin embargo pareciera importante seleccionar entre los mismos una o dos situaciones en particular a través de las cuales puedan obtenerse datos y reflexiones de alcance más general.

Uno de esos casos es el de la balanza comercial de las industrias culturales en la que aparece con cierta claridad lo que ellas representan para la economía y la cultura del país, es decir aquello que consumimos en materia de bienes tangibles e intangibles procedentes del exterior y lo que exportamos en ese mismo sentido. Aclarando que los datos cuantitativos no expresan solamente una dimensión económica, sino también, y al mismo tiempo, otra de carácter cultural, con su incidencia en la información, la cultura, la educación y el entretenimiento de los consumidores.

Veamos algunos ejemplos. En un estudio realizado en siete países de Iberoamérica, incluida la Argentina, se registraba a finales de los ´90 una erogación por importaciones y pago de derechos de 288 millones de dólares por año en el sector de la comercialización de películas, mientras que los ingresos por igual razón eran de 15,9 millones. En cuanto a video pregrabado, las importaciones representaban 385,4 millones y las exportaciones 15,9 millones. Tratándose de señales televisivas, las erogaciones locales eran de 654,4 millones, mientras que el ingreso por ventas al exterior apenas llegaba a 36,5 millones. Por último el conjunto de esos países enviaba al exterior en el rubro programas televisivos por un valor de 165,3 millones de dólares y reconocía pagos de derechos por 1.233 millones. En resumen, lo que percibían los países referidos en su conjunto como parte de su actividad comercial internacional en el sector audiovisual del cine, el video y la televisión, representaba una suma de 217,7 millones de dólares, mientras que las erogaciones de divisas por similares motivos en igual período, nos referimos al año 1996, alcanzaban los 2.351 millones de dólares. Lo cual hacía de estas industrias un sector económico altamente deficitario, en el que las cifras negativas llegaban a 2.133 millones por año. La región importaba contenidos audiovisuales y exportaba divisas.

Compárense estas cifras con las correspondientes a un solo año de la actividad cinematográfica norteamericana, en las que por ejemplo, para ese mismo período, las importaciones de películas habrían sido inferiores a 200 mil dólares y las exportaciones superaron los 7,5 mil millones, alcanzando un superavit de 7,3 mil millones de dólares en la balanza comercial de dicha nación .

Además, en las dos últimas décadas ha crecido aún más el saldo negativo de los intercambios comerciales en el sector audiovisual con motivo de la mayor oferta y consumo existente a partir de la entrada de nuevas tecnologías (DVD, videojuegos, celulares, internet, etcétera).

Esto forma parte de una incidencia a favor de las economías de las naciones más industrializadas, particularmente los Estados Unidos, como es la de los consumos cinematográficos y audiovisuales locales. Basta recordar que si se ofertan alrededor de 250 títulos anuales en las salas de cine, esa cifra salta a unos 1.200 cuando se trata de su oferta en la TV de señal abierta y a más de 18 mil en la TV cable y digital. La producción cinematográfica local apenas ocupa entre el 8% y el 11% de dicha oferta, y otro tanto ocurre con lo correspondiente a los dividendos que proporciona el consumo local. Más del 90% de los ingreso procedentes de dicho consumo son derivados al exterior, mientras que nuestras exportaciones resultan casi insignificantes en términos comparativos.

Es así que los ingresos totales por comercialización de películas en salas locales pueden significar en la actualidad entre 100 o 110 millones de dólares, de los cuales apenas el 10% se deriva a la producción y comercialización de títulos nacionales. Los ingresos procedentes del negocio de venta y alquiler de películas en video o DVD, representan, sin incluir la llamada piratería, entre 120 y 150 millones, con una participación de los títulos nacionales todavía más baja que en las salas de cine. Si a esa cifra se agrega la procedente de la venta informal de videos o DVS pregrabados, el monto resultante superaría los 200 millones.

Por otra parte, la facturación de los sistemas de TV por suscripción –cuya oferta tiene en los títulos cinematográficos su principal atractivo- representa aproximadamente entre 800 y 900 millones de dólares por año (cifra cercana a la inversión publicitaria en los canales de TV abierta). La mayor parte de esa facturación corresponde a las compañías de origen norteamericano –o de las mismas asociadas con grandes empresas o conglomerados .

Pero este panorama no queda circunscrito a las industrias del audiovisual, sino que se proyecta también, aunque con algunas diferencias, en otras industrias y servicios culturales, como pueden ser los casos del libro –con saldos deficitarios en la balanza comercial de 16 millones de dólares en 2005 y 24 millones en 2006- y del fonograma, sectores donde la presencia de las grandes compañías internacionales ha ido afirmándose desde los años ´90 tanto en materia de oferta de productos como en el manejo de los sistemas de distribución y comercialización.

También esto podría extenderse también a todos los medios de comunicación, por ejemplo, la prensa escrita y la radiodifusión, cuyas agendas temáticas o informativas responden a criterios políticos o económicos claramente concentrados en los grupos de mayor poder empresarial –locales o internacionales- y donde, por consecuencia, la libertad en el consumo es restringida o inexistente.

La existencia de una lengua hegemónica en los medios gráficos (libro, diarios, revistas,, etcétera) y orales (radio y buena parte del audiovisual televisivo) aparece como un sustancial recurso de defensa –la competencia local se plantea con otros países de la misma lengua- frente a lo que podría resultar una dominación mayor por parte de los productos anglófonos o de otras latitudes. Los de raíces anglófonas hegemonizan sin embargo la casi totalidad de la programación cinematográfica en salas y canales de TV, en video, DVD y videojuegos, así como la música propalada en las emisoras de radio u ofertada en las disquerías.

En este punto, tal como ya se ha dicho, pese a que son importantes los avances logrados en materia de encuestas de consumos, aún falta mucho para hacer que sus resultados sean confrontados con las ofertas existentes, así como con los condicionamientos de carácter integral que viven los usuarios. Es a partir del tratamiento de esta ecuación –oferta/demanda- que podrían mejorarse las políticas económicas y culturales para hacer que las mismas se armonicen a favor no sólo de un incremento del mercado, las exportaciones o el empleo, sino, particularmente, en beneficio de una sociedad integralmente más justa, y generadora de valores que refuercen sus aptitudes creativas y participativas en el desarrollo de la comunidad.

Valores y finalidades que muy poco tienen que ver con las intenciones de las majors transnacionales y los fondos de inversión en las que ellas a menudo se sostienen, ocupados principalmente de asegurar los mayores índices de rentabilidad para sus oficinas centrales.

Es sabido que tras los procesos de concentración y extranjerización económica que predominaron en los años ´90, el caos económico y político que se desencadenó en el primer tramo de este nuevo siglo, comenzó a ser superado positivamente con los cambios operados en la política nacional. A partir de 2002 y 2003 se inició una etapa de gradual recuperación de las capacidades productivas nacionales en materia de bienes y servicios culturales, y con el crecimiento de dicha oferta y de una mayor estabilidad económica, tal crecimiento se trasladó también a la demanda.

Oferta y demanda pueden observarse aunque sólo en términos estadísticos y cuantitativos cuando se reúnen algunas cifras de la producción y el consumo interno de diversos bienes y servicios culturales y comunicacionales. Así por ejemplo, un estudio de lo que fuera el Observatorio de Industrias Culturales (OIC) del GCBA, -actualmente Observatorio de Industrias Creativas- con datos referidos al último período, informaba que el sector cultural presentó tasas de crecimiento muy superiores a las del promedio de la economía en su conjunto. Esto permite explicar el aumento del impacto relativo de la cultura sobre el PBI, que ha pasado de un 2,3% a un 3% en sólo cuatro años.

Dentro de la esfera cultural, el subsector audiovisual es el que ha mostrado niveles de crecimiento más elevados, que superan en todos los casos el 22% interanual. De esta manera, su impacto sobre la producción cultural se incrementó a lo largo de los últimos años, llegando a explicar más de la mitad del PBI cultural en el año 2007.

Los subsectores de artes escénicas, patrimonio y diseño han mostrado niveles de crecimiento importantes, aunque en descenso para el año 2007. En coincidencia con esto, su impacto relativo sobre el PBI se ha incrementado en los primeros años, para mantenerse estable en los últimos.

El subsector editorial, contrariamente a lo observado en las restantes actividades culturales, ha mostrado en el último año bajas tasas de crecimiento interanual y una caída en su impacto relativo sobre el PBI .

También se observaba en otro de los informes elaborados por la Secretaría de Cultura de la Nación a través del SINCA -con datos procedentes del INDEC, la Dirección General de Aduana y la Fundación Exportar- el déficit permanente que el país tiene en la balanza comercial de bienes culturales, un aspecto que tiene que ver también con la oferta de productos procedentes del exterior y el consumo local de los mismos.

Es así que, aunque las exportaciones de productos editoriales y de música grabada crecieron entre 2003 y 2006 -81,1 millones de dólares en 2003 y 105,1 millones en 2006- las importaciones pasaron de un crecimiento del orden del 6 % en 2005 a 13 % en 2006, con lo que la balanza comercial, por ejemplo, del sector libro, haya sido negativo en ese período, con un déficit de 16 millones de dólares en 2005 y 24 millones en 2006.

El subsector de la música grabada en CD y otros soportes reflejó también una balanza comercial deficitaria cercana a los 23 millones de dólares en 2005 y 35 millones en 2006. Son cifras significativas en materia de oferta y demanda internacional, si se considera que los sectores del libro y el fonograma representaron en 2006 el 86 % % de las exportaciones -46 y 43 millones respectivamente- y el 93 % de las importaciones (71 y 78 millones) en el total de los intercambios internacionales habidos en el sector cultural.

Para el SINCA la participación de bienes en el comercio exterior argentino habría representado en el año 2000 un saldo negativo de 2.095 millones de dólares, cifra que se redujo a 580 millones de la misma moneda en 2001 tras la devaluación del peso. En el año 2000, las exportaciones significaron el 0,5% y las importaciones el 8,8% de las cifras totales nacionales, para reducirse en este último caso, en 2001, al 3,6% del total.

Este déficit que ha sido habitual en importantes sectores de la producción de bienes culturales, se ha planteado también en algunos servicios como el turismo. En un estudio que hicimos sobre este tema en los años ´90, pudimos observar que la balanza comercial del sector había sido deficitaria para el país a razón de unos 1.000 millones de dólares por año, lo que significó un total de 10 mil millones en cifras negativas a lo largo de esa década. Nos referimos al saldo existente entre los recursos económicos derivados al exterior por turismo emisivo y los ingresados al país por turismo receptivo.

Recién en 2006 comenzó a revertirse esa tendencia como producto de las ventajas ocurridas con la devaluación de la moneda local, lo que representó en ese año un saldo favorable para el país de 137 millones de dólares, que ascendieron a 391 millones en 2007, para reducirse luego, a partir de 2008, como producto de la crisis internacional y la menor llegada de turistas procedentes del exterior.

En resumen, la balanza comercial deficitaria en buena parte de las industrias culturales –audiovisual, fonograma, libro, equipamientos e insumos, NTICs,- lleva a plantear la necesidad de fomentar las capacidades locales, en particular las de las PyMEs –el sector que moviliza más facturación y empleo- para responder a muchas de las demandas del mercado interno. Capacidades propias del sector tecnológico, pero particularmente, de los creadores y productores de contenidos. De no ser así, éstas seguirán atendidas por quienes hegemonizan dichas industrias y cuyos beneficios no quedan en el país sino que son remitidos a sus oficinas centrales acrecentando las cifras en rojo de la balanza comercial del sector de las industrias culturales.



Consumo de NTICs y nuevos contenidos

Otro tema que aparece con una creciente importancia es el del consumo de equipamientos e insumos tecnológicos y lo que el mismo impacta, no sólo en la economía sino también, y en mayor grado, en el consumo de los contenidos que aquellos soportan y reproducen. De nuevo la doble funcionalidad, económica y cultural, de este campo de la producción y los servicios.

Volviendo a la situación del sector más relacionado con las industrias culturales, podemos observar que el déficit se hace mayor aún en los rubros de equipamientos, maquinarias e insumos sin los cuales no habría actividad productiva en el país y menos aún posibilidades de consumos culturales, como ocurre con la industria del papel o los equipamientos electrónicos. Solamente en el rubro papel, insumo básico del libro, la balanza comercial fue deficitaria en 2005 con 287 millones de dólares y en 2006 con 304 millones. A él se suman en mayor medida las cifras negativas correspondientes a electrónicos y maquinarias de las industrias gráficas y procesadores, que reúnen conjuntamente el 89% de las importaciones y el 78% de las exportaciones en este rubro.

El conjunto de estos sectores registraron habitualmente saldos negativos en su balanza comercial los que crecieron de 5.510 millones de dólares en 2005 a 6.925 millones en 2006. El sector impulsor de este mayor déficit fue el de los aparatos electrónicos donde se registran importaciones anuales cercanas a los 5.800 millones de dólares, con un crecimiento interanual de 119% en 2004, 43% en 2005 y 28% en 2006.

A partir de estos datos resulta claro que al referirnos a consumos culturales no podemos eludir la importancia protagónica que tienen en los mismos las numerosas innovaciones tecnológicas y la economía de los sectores que están a cargo de aquellas. Importancia que se proyecta, además, sobre la percepción de los propios contenidos reproducidos y consumidos a través de estos nuevos aparatos e insumos, lo que también incide fuertemente en la significación de la propia cultura.

Hace muy pocas décadas, los equipamientos tecnológicos existentes en los hogares argentinos para el acceso a contenidos culturales y comunicacionales –como la radio, el tocadiscos, el televisor, el teléfono, etcétera- funcionaban como servicios de consumos familiares. En la actualidad, la mayoría de esos equipamientos, y otros que se han ido incorporando en los últimos años, reconocen circuitos de compra, apropiaciones y usos ligados a cada uno de los miembros de la familia. Tal como señala el informe de la SNCC de marzo de 2008, uno de los primeros datos que salta a la vista en las encuestas de consumos culturales realizadas en los hogares del país, es que el consumo personal de los equipamientos e insumos de ese carácter supera con creces al familiar. Basta observar el número creciente de aparatos de uso personal reproductores de sonido o la presencia de los teléfonos celulares, donde se registra un promedio global de dos aparatos portátiles por hogar .

Partiendo de la base de que los contenidos simbólicos son el valor más importante que pueden proporcionar las industrias, los servicios y las actividades culturales, habría que advertir que junto con la importación al país de nuevas tecnologías ha crecido también la entrada de los contenidos originados con las mismas según intereses económicos y culturales no necesariamente coincidentes con las necesidades locales de desarrollo.

Esto se debe a que la capacidad interna de diseño, producción y oferta de contenidos para su reproducción en esas tecnologías de avanzada, resulta aún insuficiente en el país para acoplarse a su ritmo de innovación y crecimiento. Y cuando ella existe, debe ser ofrecida a los países con mayor desarrollo en ese campo –adaptándose a sus requerimientos culturales- ante la ausencia de emprendimientos locales con capacidad y disposición inversora para competir a escala local o internacional.

Tal como, por ejemplo, señala el investigador Gabriel Rotbaum, la digitalización de los contenidos culturales genera de manera indirecta una resignificación de valores simbólicos implícitos en la circulación de cultura. Cuando el objeto tecnológico basa su importancia y valor ya no en su uso sino como demarcador de estatus, la portabilidad del mismo es el requerimiento indispensable para su ostentación. En una época en que cualquier persona puede acceder a casi toda la música grabada de manera gratuita (sea legal o ilegalmente) el elemento distintivo lo pasa a tener el dispositivo tecnológico, por ejemplo, el reproductor de música (caso emblemático: el i-pod) .

Las grandes marcas, agrega Rotbaum, pasaron de ser un medio de acceso a los contenidos culturales a ser uno de sus actores principales. A manera de ejemplo: El estadio Pepsi Music (antes Estadio Obras Sanitarias), los festivales Quilmes Rock, el Personal Fest, el festival Telecom, los auspicios de telefonía móvil en la mayoría de los shows restantes.

La mercadotecnia encuentra en los dispositivos tecnológicos un objeto que, por un lado, es valorado de manera general más allá de su uso específico, y por el otro, posee un nivel de amortización muy breve, ya que en poco tiempo cualquier aparato de avanzada puede estar desactualizado. Esta fetichización del medio, y no ya de los contenidos proporcionados por el mismo, la encontramos también en muchos otros campos de la vida nacional supuestamente ajenos a este proceso.

Se trata de un segundo tema en orden de importancia que nos lleva a plantear la necesidad de incrementar en el país el diseño y la producción de contenidos locales, capaces de servir a los procesos de diversidad e identidad cultural, con el fin de utilizar las tecnologías más avanzadas pero para ponerlas al servicio de las necesidades reales de nuestra sociedad. Y entretanto, tejer las alianzas estratégicas necesarias a escala regional –por ejemplo, con Brasil y países tecnológicamente avanzados de la región- para adoptar o generar desarrollos innovadores de carácter científico y técnico con el fin de reducir las importaciones que sean innecesarias, con el fin de contribuir a un desarrollo sostenible y, en lo posible, autosuficiente.

Finalmente, es sabido que en el sector privado las investigaciones y las encuestas sobre consumos culturales están casi siempre orientadas a posicionar una marca, una empresa, un producto, un servicio, un autor, una obra, un intérprete, en función de la rentabilidad económica que los mismos pueden brindar. Sin embargo, tratándose del Estado, de los organismos públicos y de las organizaciones sin fines de lucro, el enfoque debería ser diferente. Se trataría entonces de analizar en términos interdisciplinarios la dimensión y el carácter de los consumos, pero no sólo para mejorar políticas y estrategias que se concentren en la economía y el empleo, sino para que, a su vez, evalúen críticamente los significados, los valores, los contenidos de lo que se oferta y demanda, ya que ellos son –a diferencia de lo que sucede en otros sectores- la principal función de estas actividades culturales.

En todo caso, cualquier estudio sobre los consumos culturales debiera tener como guía una inquietud de inicio que, simplemente, es la del para qué y para quiénes ellos se efectúan, de lo cual podrán desprenderse líneas de trabajo orientadas a un mejor aprovechamiento de los estudios –marcos teóricos, variables, indicadores, metodologías, etcétera- si es que se pretende que las conclusiones de cada estudio puedan instalarse en un terreno fértil para su implementación.

De cualquier modo, la investigación sobre consumo cultural es un proyecto inacabado y en pleno desarrollo que requiere enfrentar un conjunto de inquietudes tanto desde el punto de vista teórico, como de sus usos sociales y políticos. Aunque también correspondería advertir, como bien observa el investigador Guillermo Shunkel, que a la fecundidad teórica de este tipo de estudios se opone el limitado uso que se le ha dado en otros campos que no sean el de la propia investigación social. En este sentido, cabe resaltar especialmente la escasa incidencia que han tenido hasta el momento los estudios e investigaciones en la formulación de políticas culturales .

En la mayoría de las ocasiones los estudios se realizan y se reciben por una estructura burocrática que no está diseñada para recibirlos y para transformarse en función de lo que plantean, lo cual dificulta que las investigaciones sobre los públicos tengan el impacto deseado.

En suma, resultará necesario pensar y actuar de manera integral con el fin de que lo que se produce, distribuye y consume, junto con beneficiar a las empresas y a los autores, profesionales y técnicos nacionales, contribuya efectivamente a mejorar los valores de la sociedad, en términos de identidad, solidaridad y ciudadanía democrática, para lo cual habremos de rescatar el papel determinante que jugará la creatividad –ahora sí- para tales fines.

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