sábado, 12 de junio de 2010

LOS CONSUMOS CULTURALES EN EL SECTOR CINEMATOGRAFICO

Por Octavio Getino

Cifras y datos estadísticos son un instrumento indispensable para la comprensión de los fenómenos del mercado cinematográfico y, también, para la reflexión sobre las demandas del público en general o de algunos públicos en particular. Sin embargo, son insuficientes, en este caso, las simples descripciones cuantitativas y se hace necesario incorporar el análisis –social, psicosocial, cultural e, inclusive, político- de las relaciones entre la oferta y la demanda y los diversos factores contextuales que inciden y condicionan aquellas.

Como dice el investigador peruano, Javier Protzel, “pese al cosmopolitismo de los públicos a lo largo del tiempo, cada uno ha tenido una evolución singular. Los gustos, como las carteleras, no están ahí por accidente ni como respuesta pasiva a la oferta comercial. Las leyes del mercado no aportan por sí mismas una explicación del comportamiento de los consumidores. Además de situarse en una dimensión externa a las razones de una preferencia o un rechazo, éstas constituyen apenas una forma de cálculo, midiendo y describiendo las oscilaciones de la demanda, pudiendo establecer puntos de equilibrio, pero permaneciendo ajenas a una interpretación que no sea económica. La evolución de los públicos se asocia estrechamente a la historia cultural y del uso social del espacio”.

Durante mucho tiempo, se consideró que el mercado respondía casi mecánicamente a las manipulaciones de quienes lo controlaban. De igual modo que se sobreestimaba la capacidad de los comunicadores sociales y de los medios para determinar un particular tipo de respuesta por parte de los consumidores de información, también se adjudicaba a los productores de obras culturales la conformación no menos mecanicista de determinados lectores o espectadores. Cualquier producto cultural que se oferta en el mercado -solía afirmarse y todavía se afirma- crea un público dispuesto a utilizarlo o disfrutarlo. Instala, también, como producto, su propio público y su correspondiente demanda. Lo cual es una verdad, pero una verdad a medias, por cuanto no incluye el conjunto y la diversidad de factores que condicionan las demandas de los públicos en el momento de elegir entre una u otra película, o de definir el medio o el soporte técnico con que ella será visualizada.

La formación del conocimiento y de la sensibilidad de los individuos –y de los mercados- pasa por un sistema de experiencias diversas, a la vez que sectoriales y personales, con las cuales, el potencial usuario o consumidor que se encuentra ante la oferta de dos productos determinados, concluye optando por uno y negando el otro. Dentro de este marco de experiencias se contabiliza también la de los medios masivos de información, la labor de las industrias culturales y, de manera particular, las industrias del audiovisual, por su capacidad efectiva para estrechar las relaciones del mundo, incrementar la frecuencia de contactos culturales y la intertextualidad entre los diversos imaginarios sociales. A fin de cuentas, ellos son aparatos estructurados y a su vez, también estructuradores de hábitos y modelos culturales.

Obviamente, en la elección de un filme, incide poderosamente la cultura cinematográfica de cada espectador o del público en general, que ha sido modelada en mayor o menor medida por la acción de los medios y del mismo audiovisual. Pero en aquella predomina, sobre todo, un sistema de modelos culturales en el que se configura el imaginario y las demandas del espectador, y que es parte de su campo de vivencias de carácter social, educativo, familiar, religioso, político, entre otras, a las que, además, se suman las que aparecen en el momento específico de resolver ir o no al cine, de acceder o no a la visión de determinada película.

En este sentido, tiende a aceptarse cada vez más que los valores sociales, las posiciones o prácticas del espectador, son las que determinan su lectura e interpretación. Identificaciones sociales como el sexo, el género, la edad, la familia, la clase social, la religión, la nación o la etnicidad, son decisivas –como bien observa Manuel Palacio- hasta el punto de que, a diferencia de lo que se pensaba desde el tradicional análisis marxista, el control sobre los significados no asegura ningún tipo de manipulación de los espectadores.

“A lo largo de la década de los ´80 y en los años ´90 han proliferado las teorías que han contrapuesto la heterogeneidad de los espectadores frente a su homogeneidad, las lecturas de resistencia frente al control ideológico, los estudios específicos frente a las generalidades transhistóricas. Naturalmente, la inflexión de los estudios sociales sobre la figura del espectador tiene que ver con las mutaciones en las maneras por las que un espectador se hace sujeto-espectador (es decir, los cambios en las condiciones de visionado de los filmes y los modos de interrelacionarse con el texto) y también en la reacción de la comunidad científica ante los excesos producidos por las teorías que universalizaban los significados, las lecturas o las interpretaciones. En otras palabras, para las teorías contemporáneas la diversidad social y la actividad del espectador funcionan como características básicas de éste, y se contraponen a una visión monolítica y homogénea del espectador”.

Con lo cual podría afirmarse que los espectadores y los públicos deben ser estudiados en los contextos culturales e históricos que explican su existencia, y que el texto o el discurso audiovisual nunca posee un significado unívoco impuesto por el productor del mensaje, sino que el mismo se redefine –por reproducción, adaptación, o negación- desde la ubicación social de cada persona o de cada segmento de público, con sus predisposiciones, prejuicios y resistencias elaboradas de antemano en el marco de su particular y diferenciada situación.

Los contextos históricos referidos están marcados en los últimos tiempos por diversas situaciones que no tienen igual incidencia en un territorio que en otro y que pueden cambiar, a menudo drásticamente, dentro de aquellos. Las circunstancias políticas pueden configurar, en consecuencia, un estímulo o un freno para la concurrencia a las salas o bien, para la formulación de demandas. Son estas circunstancias las que pueden llevar al público a querer visualizar en las pantallas temas o imágenes relacionadas con las mismas, o bien a rechazar todo lo que tenga que ver con ellas.

Cuando una sociedad pone fin a períodos de represión o censura en materia política y cinematográfica, incrementa fuertemente la demanda de productos a los que no pudo tener acceso, sin juzgar inicialmente la calidad de los mismos, como una forma de reivindicarse accediendo a lo hasta entonces prohibido. En la Argentina, por ejemplo, ello fue observable entre 1973 y 1974 con la liberalización de los mecanismos oficiales de censura cinematográfica, que facilitaron la irrupción de numerosas películas de compromiso social y político –y también de género erótico o semipornográfico- cuya inusitada demanda sólo podía explicarse en el marco de dicha situación.

Algo parecido sucedería entre 1984 y 1986, con el fin del Ente de Calificación, período en el cual se estrenaron en Argentina más filmes brasileños que en las dos décadas precedentes. (Sólo en 1985 se comercializaron 26 títulos de ese país que oscilaban entre la “pornochanchada” y la pornografía).

Asimismo, cuando una sociedad quiere revitalizar o recuperar su memoria histórica, para dinamizar políticas de cambio, promueve la producción de obras que sirvan a esa finalidad, mientras que cuando sucede lo contrario, elige el entretenimiento más elemental de cualquier cine de género. También en la Argentina, tras la dictadura del “Proceso”, se produjeron numerosas películas referidas, precisamente, a recrear la memoria de los años anteriores –algunas con gran éxito de público y de crítica, como La historia oficial, premiada además con el Oscar hollywoodense- respondiendo a una demanda de la mayor parte de la población.

En Chile, la situación parecía darse de una manera muy diferente, obligando a los realizadores locales a tratar el comentario social o político de lo vivido de manera indirecta, a partir de ópticas metafóricas, lo que evidencia el problema de las resistencias y censuras latentes o explícitas de la sociedad chilena frente al tema de la revisión de la historia reciente.

Con relación a este tema cabe señalar que el largometraje documental La batalla de Chile tardó 30 años en exhibirse públicamente en ese país, y cuando lo hizo, en octubre de 2001, tuvo sólo 13 mil espectadores, mientras que otro documental, El caso Pinochet, del mismo director, estrenado un mes más tarde, apenas llegó a los 7 mil espectadores, cifras parecidas a las que tuvieron en los años ´90 en Argentina algunos filmes de similar carácter, panorama totalmente inverso al que se vivía en los ´80, inmediatamente después de la caída de la dictadura y la llegada de la democracia.

Aunque el tratamiento cinematográfico de los temas abordados incide sin duda en la repercusión de un filme, la demanda también está altamente condicionada por la disposición social de movilizarse activamente para ocupar los espacios públicos y promover procesos de cambio, o por el contrario, para replegarse defensivamente esperando mejores oportunidades. Lo cierto es que una población en la calle, exteriorizando confianza en sí misma y en sus dirigencias, suele convocar a los cineastas a producciones que estén a la altura de sus exigencias y a premiarlas con grandes éxitos de taquilla –que exceden a las películas de claro contenido social- si ellas les responden en igual sentido. En cambio, situaciones de desmovilización, de disgregación política y social, como las que se viven en muchos países de la región, inducen a otro tipo de ofertas fílmicas, o de tratamientos distintos para enfocar determinados temas. Es al productor y al realizador cinematográficos a quienes les corresponde percibir esos cambios en el contexto histórico y social para mantener sintonía con las nuevas demandas.


La escala social de los consumos

Algo parecido sucede con la situación económica y el poder adquisitivo de los públicos. Si en México las salas convocaban a multitudes, en tiempos en que buena parte de ellas estaban estatizadas en la compañía COTSA, y con un precio irrisorio para las entradas, algo parecido sucedía en la mayor parte de los países latinoamericanos, cuando el cine era uno de los espacios culturales más apetecidos por las grandes masas. Ello sucedía en los inicios de los ´70, con precios de localidades que no llegaban en muchos territorios a 0,5 dólar, o en las décadas siguientes, en momentos de relativa estabilidad monetaria, como sucedería en Argentina a partir de 1992 con la Ley de Convertibilidad (un peso comenzó a equivaler a un dólar) o en Brasil, en 1995, con la creación del “Real” como nueva moneda, inicialmente equiparada con el dólar.

Antes se ha descrito el proceso de concentración social y territorial que comenzó a desarrollarse en el cine latinoamericano en los años ´70 y ´80, como consecuencia de políticas macroeconómicas destinadas precisamente a esa misma finalidad: acumulación de los recursos en muy pocas manos, empobrecimiento acelerado de amplias regiones del interior de cada país, creciente marginalidad social y otras consecuencias negativas que reproducían en el interior de las naciones, aquello que también comenzaba a ser común a las dos terceras partes de la población mundial.

La creciente concentración del poder económico y social en una menor cantidad de personas -expresada en el mercado cinematográfico con la concentración del consumo en sectores sociales acomodados y en un fuerte incremento del precio de las localidades- se tradujo en una práctica expulsión de las salas de amplias franjas de la población, tanto en los centros urbanos como en el interior. El crecimiento posterior del número de salas y de espectadores, no representó en la mayoría de los casos, un retorno al cine de los sectores de menores recursos, sino una concurrencia más asidua por parte de los mismos consumidores sociales. Pero si una franja decisiva de la población –aquella que revitalizó al cine nacional desde sus mismos orígenes- dejaba de concurrir a las salas, también estaba ausente de las pantallas.

Esta realidad aparece de manera casi generalizada en todos los países de la región. Refiriéndose a la situación de Bolivia, la investigadora de ese país, Gabriela Orozco, señalaba hace muy pocos años: “¿Qué clases sociales van al cine? La clase alta tiene más bien otras comodidades, tiene el video, el satélite, el cable y entonces le resulta mucho más cómodo estar en casa. La clase de escasos recursos tiene un poder adquisitivo pequeño, tiene otras necesidades, e ir al cine implica transporte, pagar entrada, una serie de gastos que no está en condiciones de hacer. Entonces es la clase media la que más va al cine, por lo menos en mi país. Conforme a los estudios hechos, van al cine la clase media y el joven, ésa es la composición del público.

El historiador español, Román Gubern, agrega por su parte, otros factores contextuales que explican también la mayor asiduidad de los jóvenes a las salas de cine y que no están dados, solamente, por el diseño del género de “adolescentes”, sobre el cual ha venido trabajando Hollywood en los últimos años, ni tampoco sobre el ritmo videoclipero o los efectos especiales de los diseñadores de imagen y sonido, sino, además porque ellos encuentran en los nuevos complejos de multicines y en los centros comerciales, un territorio social más seguro y libre que el del barrio o el del propio hogar. Van a menudo al cine, para apartarse del núcleo familiar en crisis y en disgregación, del mismo modo que se encierran, cuando pueden, en sus propios dormitorios, para ver sus programas de TV o películas en video y no tener que compartirlas con el resto de la familia, con la cual el diálogo tiende a fracturarse.

La problemática, la cultura, los imaginarios, las formas de ser y de soñar de los sectores populares comenzó a desaparecer de las salas de cine –salvo alguna que otra excepción, según el país- para desembocar, como obligada alternativa en la programación del medio televisivo, que terminó apropiándose de los géneros, situaciones y actores, que hasta entonces habían estado presentes en la cinematografía local.

Esta situación no sólo tuvo impacto sobre el mercado y los sistemas de exhibición, sino que se extendió, con mayor gravedad aún, al diseño y la producción de películas nacionales. Si el mercado cambiaba social y culturalmente, también la producción estaba obligada a hacerlo para responder a las demandas de los ahora mayoritarios consumidores. Se acentuó, en consecuencia, la presencia de un cine producido desde la clase media y destinado a su vez a la propia clase media. O también, como una vuelta de tuerca más, un cine de cineastas dirigido a cineastas, consagrado en festivales, muestras y revistas especializadas.

El cine norteamericano se dedicó a convocar episódicamente a las salas al conjunto de los públicos, particularmente los más jóvenes, con sus superproducciones y su sistema de estrellas, promocionadas particularmente desde la televisión, y desde los medios de mayor circulación. Para ello ofreció aquello que la pantalla chica no puede dar, ni tampoco las producciones locales: un cine que reduce al mínimo la capacidad emocional del espectador y aumenta su capacidad de excitación, basado en el despliegue de recursos y efectos audiovisuales, propios también de los medios de mayor atractivo para la infancia y la adolescencia, como el videoclip y el videogame. Este tipo de oferta se produce en contadas ocasiones, pero explica el éxito millonario de entre cinco y diez películas –a veces más- por año.

A su vez, la televisión local, devuelve a veces parte de lo que extrajo de la memoria cinematográfica y cultural de los sectores populares, como el melodrama, la comedia costumbrista y el humor, motivando el reingreso a las salas, a la vez que a las pantallas, de imágenes que autores y productores cinematográficos han ido perdiendo. Esto explica, también, que la mayor parte de los éxitos de las películas nacionales en países como Argentina y Brasil, sean los promovidos por los conglomerados multimediáticos y con temas, géneros y actores, altamente reconocidos en las pantallas televisivas.


Las encuestas de medición

La influencia de la televisión, particularmente desde sus programas de ficción, sean telenovelas, series, unitarios o películas, afecta, junto con el conjunto de otros medios audiovisuales, al consumo de películas en las salas, en tanto modifica gradualmente las maneras de percibir la obra cinematográfica. Con más razón aún, si se tiene en cuenta la cantidad de horas que cada persona transcurre frente a los distintos sistemas de la pantalla chica (televisión, videogame, computadora, etc.). En este sentido la obtención de datos e información cuantitativa y cualitativa sobre el consumo cinematográfico aparece siempre como una tarea altamente necesaria, pese a que a menudo podamos poner en cuestionamiento sus resultados

Tal como señala el investigador colombiano Germán Rey: “Una encuesta es un bosquejo muy preliminar, que sin embargo permite rastrear algunas tendencias, encontrar relaciones que a primera vista no son nada evidentes. Países como México tienen datos de su consumo cultural recogidos durante años, que les permiten estudiar evoluciones, detectar cambios, establecer relaciones con la producción cultural, la creatividad o la vida urbana. Se trata de una exploración de percepciones, que deberían ser cotejadas con datos de producción, circulación y consumo cultural, que infortunadamente no suelen estar oportunamente sistematizados”.

Así, por ejemplo, la encuesta de consumos culturales realizada en la Argentina en el año 2000, con una muestra de 3.094 casos en todas las provincias del país, destacaba que el promedio de exposición a la televisión era de 3,4 horas diarias por persona consultada –con algunas diferencias según las regiones encuestadas- y que las películas, como tipo de programa preferido, ocupaban el segundo lugar, después de los noticieros y poco antes de los deportivos. Esta preferencia debe encuadrarse también en la población consultada, que en un 44% tiene a la TV cable como sistema de consumo preferido, frente al 33% que opta o está obligada a optar por el sistema de TV abierta.

Por su parte, el alquiler de películas en video, convocaba en cada hogar que poseía el equipamiento respectivo, a la visión familiar o grupal de 1,8 títulos por mes, como promedio nacional, lo que representaría unos 21,6 videos por año, en grupos de no menos de 3 o 4 personas. En este punto, los criterios de elección de películas se guiaban, en su mayor porcentaje, por el “género” (40%), seguido de la “recomendación de otros” (34%), los “actores” (30%), las “novedades del mes” (11%), el “director” (6%) y la “crítica” (1%).

En cambio, el 60% de la población consultada manifestó que “nunca va al cine” y el 11% señaló que no había concurrido a ver ninguna película en los últimos tres meses. De este modo, la concurrencia por persona/año a las salas de cine, como lo confirman también las estadísticas de entradas vendidas, tendría un índice inferior a uno. En este caso, la elección del consumo estaría dada, en primer término, por “los actores”, seguida de “el género”, y luego, por “la recomendación de otros”. La “crítica” y el “director” serían rubros de mayor preferencia sólo en algunas zonas, particularmente en la capital del país.

Un estudio más reciente, efectuado en 2004, destacaba que el 72,6% de la población consultada a escala nacional, prefería el cine nacional. Los motivos que impulsarían la elección de películas argentinas eran: “tienen buenos argumentos” y “reflejan la realidad argentina”, igualmente que el rechazo a ciertos títulos locales se basaba en que eran “malas películas” y tenían “peores argumentos”.

De este modo y tomando estos datos con la distancia crítica que merecen, el consumo cinematográfico en la Argentina se sintetizaría del siguiente modo: menos de 90 minutos al año por persona en salas de cine; casi 33 horas al año por persona, entre la población que utiliza el servicio de alquiler de videos y que supera el 50% de aquélla; y más de 50 horas por persona y por año en la audiencia televisiva. Datos de valor relativo, no totalmente confiables, pero capaces de dar una idea aproximada de las vías a las cuales recurren los públicos, en materia de consumo cinematográfico.

Otra investigación, realizada en este caso en Uruguay en 2002 en el marco de un estudio sobre políticas culturales y con una muestra nacional de 3.500 personas, establecía que el 4% de la población de ese país concurre al cine “al menos una vez a la semana”, el 17% “alguna vez al mes” y el 26% “alguna vez al año”. También constató que la mitad de la población hace años que no va al cine y el 7% nunca fue, en tanto la visión de películas en video pregrabado para el 6% de la población consultada era de al menos una vez por semana; para el 11% una vez al mes; y el 13% una vez por año. El 70% no había alquilado videos en el último año, pese a que el 43% de la población uruguaya tiene un reproductor de video en su hogar.

Las películas de acción son las que recibieron mayor número de menciones, al ser señaladas por casi la mitad de la población. Le siguen, a mucha distancia, las comedias, los filmes románticos y las históricas. Con relación al apoyo que el Estado debería dar al cine local, el 41% manifestó su deseo de que aquel fuera incrementado, mientras que un 40% sostuvo que debería ser mantenido en los términos actuales. Sólo un 6% se pronunció por su eliminación.

La Encuesta Nacional de Consumos Culturales que tuvo lugar en Venezuela en 2002, confirma también el predominio de la televisión en las actividades realizadas en el tiempo libre, en un país donde el 95% de los hogares posee un aparato receptor y el 34% está abonado a la TV por suscripción. Aquí, al igual que en otros países, el consumo televisivo es altamente significativo: un 44% ve televisión entre 1 y 3 horas diarias; un 50% entre 4 y 5 horas, y sólo el 1% dice no verla nunca o casi nunca. En cuanto a los programas que más sintonía tienen, figuran las “películas”, con el 74% (en la encuesta de Uruguay este rubro convocaba al 44%), seguido de “informativos” (65%) y “telenovelas” (54%).

La TV apareció entre los factores que más intervienen en el desarrollo de la cultura, antes que el Ministerio de Cultura y el gobierno, y luego de la radio y la prensa escrita.

A su vez, una encuesta de carácter semejante, realizada en Colombia en ese mismo período, señalaba entre sus resultados que el 34% de la población consultada “nunca va al cine”, que el 25,3% “hace más de un año” que no concurre a ver películas en las salas y que “en el último mes” sólo asistió a ellas el 13,6%. Entre los relativamente asiduos espectadores, el 24,8% entra a los cines sólo “ocasionalmente”.

La mayor parte de los espectadores prefiere el género “acción” (27,7%), seguido de “comedia/humor” (13,3%) y “drama” (11,6%). En cuanto a las razones para escoger el lugar para ir al cine, se prefiere la “calidad de imagen y sonido de la sala” (21,7%), la “cercanía del hogar o el trabajo” (16,4%) y los “asientos confortables” (15,4%).

Estos datos son muy parecidos a los de otros países de la región y refuerzan la idea de que la frecuencia de asistencia a las salas de cine se concentra en las personas con estudios terciarios y nivel de ingresos medios-altos, ya que cerca de la mitad de estas personas asiste al cine al menos una vez al mes. En lo que respecta a otros públicos estos consumen también buena proporción de películas, pero lo hacen a través de la pantalla chica del televisor. La encuesta referida coincidió en que la televisión era el medio audiovisual más aceptado -alrededor del 60% la veía diariamente entre 1 y 3 horas, el resto la mira 4 horas y sólo un 3% afirma que no la mira- pero que una de las tres primeras programaciones elegidas por los consultados era la de “películas”, donde tienen absoluta hegemonía los intereses de las majors, con más del 90% de los productos ofertados en dicho rubro.

Algo semejante ocurre en los otros países de la región, aunque escasean los estudios sobre el tema, o cuando aparecen, revisten la misma provisoriedad de los efectuados hasta el momento. Ello no disminuye para nada la importancia de este tipo de consultas.

“Los datos de la encuesta –explica Germán Rey- permiten plantear algunas insinuaciones. Una primera tiene que ver con las relaciones entre cultura y medios. La mediatización de la cultura, es sin duda selectiva y limitada; sólo algunas expresiones culturales, habitualmente las más articulables a las lógicas comerciales y masivas, pasan por los medios. Lo que significa que muchas otras no están presentes en los sistemas de programación de los medios, o en caso de estarlo, su aparición es muy restringida, ya sea por su forma de presentación, las horas dedicadas, las audiencias a que están dirigidas o las franjas en que están ubicadas. Así, no todas las músicas circulan en los medios, como no todo el cine se exhibe en las pantallas de los teatros”.

La investigación a la que se refería Protzel anteriormente, llevó a diagnosticar en aquel momento –años 1992 y 1993- los profundos cambios en curso, permitiendo también percibir la historicidad de los públicos y su estrecha asociación con la historia cultural y los usos sociales del espacio público. En este punto, el estudio se orientó a quienes entonces asistían a las salas, es decir, a una población diferenciada de la mayoría que no las frecuentaba, una realidad de nuevo confirmada, años después, también en el Perú, en una encuesta de consumos culturales, donde se verificaba que el cine era ya en ese entonces el pasatiempo menos frecuentado por parte de la población.

Por otra parte, lo que define siempre el valor de los resultados de un estudio o una investigación es el sentido que se proyecte para los mismos. Obviamente existen diferencias en este caso entre los sectores privados guiados solamente por auscultar las preferencias de la población en cuanto a consumos para auparse en ellas y reproducirlas en beneficio propio, y las políticas públicas que deberían implementarse en los Estados, con el fin de acompañar favorablemente esas preferencias cuando son beneficiosas para el conjunto de la comunidad o, por el contrario, implementar los correctivos que correspondan en cada caso con el fin de estimular formas superiores de consumo individual y de desarrollo social.

En este caso, tiene razón el colombiano Héctor Abad Faciolince cuando, evaluando los resultados de la encuesta efectuada en su país, apunta críticamente: “Si las encuestas se hacen con el fin de saber cuáles son los “consumos culturales” que prefieren las mayorías, y a su vez, para apoyar democrática y proporcionalmente ese tipo de preferencias populares, podríamos llegar a absurdos como que el Ministerio de Cultura debe dedicar, pongamos por caso, el 46% de sus recursos a apoyar rumbas y bailes, y con seguridad mucha más ayuda a la astrología que a la astronomía (...) Emborracharse es, sin duda, una actividad cultural (los animales rara vez se emborrachan espontáneamente), pero me inclino a pensar que el Ministerio de Cultura no intentará apoyar la manifestación cultural de la embriaguez, aunque en una encuesta bien hecha el 79% -es una hipótesis fundada en cálculos personales- de los encuestados dijeran que su actividad cultural preferida los viernes por la noche consiste en tomar cerveza, ron o aguardiente. También eso es cultura, pero el Estado tiene que resolver, sin fijarse en las preferencias estadísticas, cuáles actividades culturales está dispuesto a apoyar”.

Retomando el tema de los consumos culturales en el campo específico del cine y el audiovisual, es cierto que las salas tradicionales han perdido en las últimas décadas el carácter central que tuvieron durante la mayor parte del siglo XX. Para algunos estudiosos esa pérdida es “definitiva” hasta el punto que la difusión en salas se ha convertido en una actividad crecientemente subalterna en un contexto audiovisual ampliamente hegemonizado por los soportes electrónicos, la televisión y en menor medida, el video y el DVD.

En consecuencia, como sostiene Manuel Palacio, el estudio del estatuto del espectador contemporáneo no puede prescindir de estas mutaciones. Parece lícito pensar que, si en los países industrializados, el espectador de las salas apenas supone una cuarta parte del total de las recaudaciones, el nivel medio de la producción estará concebido para un tipo de espectador que ya no es el de las butacas aterciopeladas. “Ahora el espectador cinematográfico, en soporte de video, es dueño y responsable de algo por esencia históricamente intocable como era el tiempo de la proyección; el espectador puede acelerar el desfile de la cinta en los momentos en que decaiga su interés, o puede rebobinar para volver a ver secuencias o planos que hayan suscitado su interés y, por supuesto, puede demorar la clausura del texto, al igual que lo hace el lector de la novela, por un tiempo indefinido. Además, el espectador cinematográfico en televisión tiene perfectamente interiorizado que el deseo de ver cine en TV tiene su sostén en las ventajas del consumo en zapatillas hogareñas de fragmentos audiovisuales mezclados con los ritmos y algarabías de la rutina diaria y, por supuesto, que en la actualidad ha desaparecido el irrepetible y singular momento del visionado televisivo de una película, bien sea por la proliferación internacional de las cadenas de multiproyección o bien por unas estrategias programativas muy dadas en algunos países a repetir los pases de las películas en relativamente reducidos períodos de tiempo”.

La industria musical forma parte, a menudo decisiva, como lo prueba la historia del cine en el mundo, de los nuevos sistemas de percepción audiovisual. No convendría olvidar que el cine sonoro nació basándose, antes que nada, en la música popular de cada país, y que los primeros videoclips aparecieron como piezas unitarias en medio de narraciones más o menos anodinas, que simplemente servían de pretexto. Recordemos si no, las escenas musicales -tangos, sambas, rancheras- hilvanadas unas tras otras, con algunas situaciones insulsas entre ellas, en numerosas y meritorias películas argentinas, brasileñas y mexicanas, desde los años ´30 en adelante. También el hecho de que buena parte de la producción cinematográfica de nuestro tiempo incorpore, desde su misma concepción, el aprovechamiento de la banda sonora del filme para comercializarlo junto con éste, como un nuevo recurso de financiamiento.

La televisión y el video, reforzaron e, inclusive, superaron la labor de la radio en la difusión promotora y publicitaria del disco, incorporando la imagen, primero tímidamente, como remedo de la vieja experiencia de las comedias musicales, y experimentando luego nuevos recursos visuales para competir en la promoción de obras o intérpretes. Sin dejar de servir como pieza publicitaria de cada fonograma, bastaron pocos años para que los videoclips alcanzaran un fuerte impacto en las formas de percepción musical y auditiva, a la vez que en la manera de construir imágenes, narraciones y poéticas de diverso tipo y calidad. Impacto que incide sin duda en la formación audiovisual de las generaciones más jóvenes, cuyo nivel de conocimiento erudito de la producción musical contemporánea –reforzada desde la radio, el walkman y el video- supera con creces a la que tienen sobre cualquier otro medio de comunicación y de expresión, incluido el cine.

Pero también la vida cotidiana de nuestros centros urbanos, el diseño vial y arquitectónico, las nuevas sonoridades e imágenes del espacio público (tráfico, disquerías, publicidad vial, etc.) se suman a la conformación de tipos nuevos de percepción que influyen en la apreciación de los productos fílmicos y audiovisuales. Otro tanto sucede con el sentido del tiempo, del espacio y del ritmo de vida, aspectos que hacen, además, al imaginario de cada persona y grupo social.


Géneros y star system

Desde los años ´70, crecieron de manera particular los procesos de hibridación entre el cine y la televisión. Ésta comenzó a contaminar al cine, tanto en materia de estilos como de modelos narrativos y de contenidos temáticos. Fue la época en que la industria norteamericana se introdujo en la producción de películas de conflictos familiares, que realmente eran telefilmes en pantalla grande. Películas diseñadas, según su estructura, ritmo y montaje, como “programas unitarios televisivos” y programadas en la cadena industrial productiva cuando las majors observaron que las salas habían dejado de ser la principal fuente de recaudaciones y que se hacía necesario trabajar con las nuevas ventanas de comercialización y con las no menos nuevas innovaciones tecnológicas del audiovisual.

No es casual, entonces, que algunas de las producciones más taquilleras del cine producido en diversos países latinoamericanos –Brasil y Argentina, entre otros- contengan muchos elementos del telefilme y de la telenovela melodramática, de la comedia o del humor y la comicidad (El hijo de la novia y Sol de otoño, en Argentina; Os Trapalhoes y Xuxa, en Brasil), que la televisión ha ido recreando desde su incursión en la producción ficcional.

Son películas, sin embargo, en las que grandes franjas de la población experimentan procesos de autoreconocimiento, en tanto se apropian, aunque a veces de manera subalterna, de géneros en los que nuestros pueblos encontraron años atrás una parte elemental de su identidad.

El cine de géneros codificados que alimentó el desarrollo industrial del cine en todo el mundo, se nutrió por una parte, de la tradición cultural, particularmente, literaria y oral, propia de cada comunidad, y, además, de la necesidad empresarial de mejorar la rentabilidad de la industria. El cine mexicano, argentino, brasileño y de algunos otros países latinoamericanos, creció y se fortaleció, tanto cultural como industrialmente, con la adopción del género –antes que del estilo autoral- para afirmar su presencia en los mercados locales. Basta observar la guía de programación mensual de los canales de TV de pago, o de las grandes cadenas de videoclubes, para confirmar la vigencia del género en la oferta de productos audiovisuales. También, para distinguir y evaluar las demandas de los usuarios y consumidores.

Además el género, en tanto sistema de códigos previsibles, tiene su obligada complementación en el sistema de “estrellas” o de “personalidades” (el star system). El mismo que el cine latinoamericano alentó en sus momentos de mayor desarrollo industrial y que hoy ha cedido a la televisión, en las figuras de sus intérpretes musicales de telenovelas, formadores de sensibilidad y opinión pública. Género y star system, se necesitan y retroalimentan. Veamos, sino, la parafernalia de promoción e información cotidiana con que los medios de comunicación publicitan, por cuenta de las grandes compañías, las peripecias, reales o ficcionales, de actores, directores, técnicos y obras del cine norteamericano en particular, entre una película y otra. Incluso la figura de sus dibujos animados o de ciertos personajes.

“El cine responde a la desaparición del aura construyendo artificialmente la personality fuera de los estudios –sostenía Walter Benjamin, hace más de seis décadas-. El culto al divo, promovido por el capital cinematográfico, trata de conservar aquella magia de la personalidad que desde hace tiempo ha quedado reducida a la magia ficticia propia de su carácter de mercancía”.

El género se crea porque ofrece ventajas obvias para el productor, ya que permite planificar la producción, verificar la rentabilidad de cada género, potenciar las cualidades de directores, guionistas, actores, compositores musicales, directores de arte, etc., especializados en uno u otro género, utilizar productos o subproductos genéricos entre una película y otra, y por consiguiente, programar con antelación las actividades productivas en función de una mayor rentabilidad. Además, como dice Gubern, supone también claras ventajas para el público, ya que éste puede elegir su película, sin complicarse demasiado, en función del género. A fin de cuentas, la mayoría de los espectadores disfruta gratamente de aquellos filmes, cuyos códigos conoce por anticipado y cuyo final ya está de alguna manera previsto.

Teóricos, como Christian Metz, demonizan el género como parte de una “tradición censurante”, porque establecería un universo cerrado de posibles narrativos, impidiendo cualquier transgresión, como sería la de mezclar un género con otro. Sin embargo, la gran industria, además de reconocidos autores y creadores, se ocupó de desmentir tales supuestos al probar que los géneros pueden transformarse y dar lugar a otros nuevos o a desviaciones estilísticas. Aunque es cierto que las películas pertenecen a géneros, de la misma manera que las personas pertenecen a familias, también lo es que ellas cambian a través de su interacción sistemática con sus respectivos contextos. Además, el panorama de los géneros cinematográficos se complejiza aún más con las superposiciones existentes entre el cine y los restantes medios audiovisuales.

El tema de los géneros no es por ello superfluo en el análisis de los consumos y de la producción en nuestros países. Valga en ese sentido, la reflexión del crítico peruano Ricardo Bedoya: “¿Pasa la supervivencia de los cines nacionales por el problema de los géneros? Pienso que sí. El camino de los géneros nacionales es una vía válida y legítima de nuestros cines, los cines de América Latina, porque ya fueron transitados con éxito. Es una vía válida, pues, pero no excluyente”.

Esta opción no es ni debe ser excluyente, al margen de cualquier recomendación economicista, porque el universo del cine, al igual que el de las artes y la cultura en general, sólo se enriquece cuando se amplía y diversifica, mientras que sucumbe cuando se cierra. Por más rentabilidad económica que pueda brindar en determinadas coyunturas.


Educación crítica y nuevos públicos

Una carencia tradicional en nuestros países, tan antigua como la vida misma del cine, es la falta de políticas y programas de educación audiovisual tendientes a desarrollar una conciencia y una mirada críticas, en particular de las más jóvenes generaciones, sobre los productos ofertados por la industria, sean extranjeros o nacionales. Esa ausencia educativa y formativa –ya que permite, inclusive, la experimentación realizativa de los jóvenes con las nuevas tecnología de producción y edición- ha creado una masa, tan amplia como acrítica, de espectadores, en su absoluta mayoría ignorantes, no sólo de la historia del audiovisual y la diversidad de miradas, poéticas y narrativas nacidas en contextos nacionales y culturales diferentes, como de la visión personal e intransferible de los autores.

Necesidad mayor aún si se parte del concepto de que un producto fílmico no es bueno ni malo en abstracto, sino según el juicio valorativo de quien lo percibe o consume. La película, como cualquier otro bien cultural, contiene siempre un valor virtual, como propuesta, que sólo se convierte en valor real, como respuesta, cuando los espectadores, sujetos sociales, deciden el grado que le otorgan en la escala de valores posibles. Decisión condicionada, a su vez, por el nivel de conocimiento que los caracterice. A mayor capacidad de apreciación, podrá corresponder una también mayor capacidad de metabolización perceptiva, en un proceso que puede convertir en sumamente provechoso para el espectador, algo que, posiblemente, pretendía lo contrario.

Enriquecer y dinamizar estas capacidades, aparece aún más necesario si se considera que los pueblos latinoamericanos estarán obligados –por insuficiencias industriales y de desarrollo productivo- a consumir numerosos productos audiovisuales que no propusieron, ni necesariamente eligieron, y sobre los cuales deberían tener algún tipo de manejo crítico. Incluso, de aprovechamiento cultural. Manejo crítico que excede a la apreciación de las películas y que se proyecta sobre el conjunto del audiovisual, y a través del mismo, sobre la formación de las personas y las comunidades.

De lo que se trata, es de desarrollar la libertad de elección por parte de los espectadores, que es tanto o más importante que la de expresión de los cineastas y creadores. Un ejercicio que exige y, a la vez permite, una mayor información y conocimiento, sin lo cual, la libertad es sólo un hecho formal, a disposición de quienes tienen el poder de ejercerla, que no son, por lo general, las grandes mayorías de la población.

Al respecto, señala Jesús Martín Barbero: “Lo que el ciudadano de hoy le pide al sistema educativo es que lo capacite para poder tener acceso a la multiplicidad de escrituras, de lenguajes y discursos en los que se producen las decisiones que lo afectan (…) Y para ello el ciudadano debería poder distinguir entre un noticiero independiente y confiable y un noticiero ventrílocuo de un partido o un grupo económico; entre una telenovela que se conecta con el país innovando en el lenguaje y en los temas y una telenovela repetitiva y facilona”.

Una educación, en suma que, junto con promover una mayor capacidad de lectura crítica del audiovisual, contribuya también a formar ciudadanos más conocedores y más libres, lo que incidirá a su vez en el mejoramiento de la cultura y del cine. Todo indica que de no existir, en un plazo más o menos previsible, una nueva generación de espectadores con una mayor conciencia crítica del cine y de la sociedad -a escala mundial y nacional- se reducirá la posibilidad de que exista en cada país una cinematografía capaz de expresar los imaginarios distintivos de cada comunidad y de cada pueblo.

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